View Colofon
- "Pesce piatto" translated to IT by Olga Amagliani,
- "Płastuga" translated to PL by Olga Niziołek,
- "Iverak" translated to SR by Bojana Budimir,
- "Bokoplavutarica" translated to SL by Nika Štrovs,
- "Calcan" translated to RO by Alexa Stoicescu,
- "Linguado" translated to PT by Lut Caenen,
- "Platýs" translated to CZ by Blanka Juranová,
Pez plano
Floto con la cara en el agua y me mantengo tranquila. Sin prestarle atención a nada, sin poner energía en nada. Solo mantenerse flotando. Respirar lenta, muy lentamente. Burbujitas que me cosquillean en las mejillas al subir y estallar.
En el último momento, mi cuerpo se sacudirá, el vientre se me contraerá para obligar a mi boca a abrirse y en ese momento sacaré la cabeza del agua con decisión y calma y tomaré una profunda bocanada de aire.
—¡72 segundos! —gritará nadie.
Es esta una destreza que no te lleva a ninguna parte en la vida. A lo sumo, más cerca de ti misma.
Estoy sentada en el fondo de la piscina y observo a los que me pasan nadando por arriba. Con la yema de los dedos palpo la aspereza de las juntas de los azulejos.
¿Cuándo lo supe? Siempre lo he sabido y aún no lo sé. En mi memoria todo sucede a la vez. Me veo como una colección de polaroids colocadas unas al lado de otras en una nevera. Los segundos durante los que se presiona el obturador evocan el relato completo en imágenes: ahí está sentada en mi regazo, ahí recorro el pasillo, ahí estoy de pie al borde de la pista de baile y una antigua compañera de colegio me cuenta que es lesbiana y yo le digo: «Creo que yo también un poco».
Siempre se me ha dado bien aguantar la respiración.
&
La puerta de atrás está abierta y de cuando en cuando se cuela una brisita. Estoy sentada en la silla de oficina supermoderna que mi padre acaba de comprar, frente al ordenador supermoderno que tenemos desde hace un año: una pelotita blanca y pequeña de la que sale un rabo con una pantalla enorme. La mesa es tan amplia que puedo cruzar cómodamente las piernas estiradas sobre el tablero. Está vacía, a excepción de una caja de cerillas. Las pantorrillas, resbaladizas de sudor, se me deslizan una contra otra.
Es el 2003.
«Non c'è, non c'è vita per me».
Una a una enciendo las cerillas, miro cómo cada llamita se arrastra hasta la yema de los dedos y soplo entonces para apagarla.
Espero una solución a un problema que no sabía que tenía.
«Senza risposte ai miei perché adesso cosa mi resta di te».
No tengo aún quince años y ya soy una nostálgica, escuchando una canción que no entiendo. Me veo sentada de niña en el sillón trasero de un Volkswagen: la cabeza apoyada en la ventanilla, las farolas trazan haces de luz en el aire. La percusión y el coro de fondo están muy seguros de lo suyo.
Así es como paso el verano: pongo el CD de mi padre y juego gratis en línea a un juego en el que tengo que reventar bolas de colores lanzándoles bolas del mismo color. No es un juego en el que ganes o pierdas. Solo se juega. Cada explosión es un pequeño estremecimiento de emoción. Vuelvo a lanzar otra bola. Tarareo la canción. Cojo otra cerilla. Abro la ventana del MSN donde aparecen y desaparecen los nombres de mis amigos, con emoticonos de rosas y arcoíris. Non c'è, non c'è. Jitske está disponible. Jitske no está disponible. Thijmen está disponible. Anne está disponible.
—¿Le has dado un beso a Lisanne? ¿De verdad?
—No —tecleo.
—Ella dice que sí.
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En unos minutos, un pez plano puede imitar perfectamente el color que le rodea. Sus ojos, situados en la parte frontal del cuerpo plano, miran los azulejos a su alrededor y el cerebro manda señales a las células de color del cuerpo que, basándose en esa información, absorben pigmento o lo drenan. Siempre y cuando no nade, no es apenas posible distinguir a simple vista a un pez plano en el fondo del mar. En cuanto empieza a moverse, es cuando lo ves.
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Elegimos una familia, construimos una casa y le regalamos una piscina a la hermana mayor. Cuando se sumerge en ella y unos pechos como los de la Barbie, apretados en un pequeño bikini, rozan el agua y empieza a nadar a braza, paramos el juego y le quitamos la escalerilla. Miro al personaje con los brazos en alto, grandes signos de exclamación sobre la cabeza, furiosa, asustada, por fin quieta.
Los Sims es una abreviatura de «Los simulados». Los ficticios, personas inventadas. No son reales. Toda una generación creció torturando o asesinando alter egos. Los métodos más inventivos y otros muchos se debatían en los foros. Como ejercicio para nuestra vida adulta, buscamos pelea, prendemos fuego a la casa, acogemos a veintitrés perros y encerramos al padre en la habitación. Ya llega: nos estamos volviendo personas. O, de manera terriblemente convincente, hacemos como que lo estamos.
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Un papelito arrugado en el felpudo de la entrada: ya no somos amigas. Las chicas se cuentan lo que han dicho otras chicas. Ya en la escuela íbamos de una casa a otra metiendo cartitas en los buzones donde ponía quién nos parecía una idiota. A veces caminas conmigo, a veces eres tú la que escribe esas palabras crueles. La amistad es una cadenita que una puede ponerse algunas mañanas mientras otras se deja en el cajón.
Anne dice:
—Le pregunté que a cuántas personas había besado y dijo que a tres: Jordy, Bas y tú.
O a lo mejor eso es después. A lo mejor estoy frente al ordenador, la soporífera música de ascensor de Los Sims en los altavoces. Le amueblo una casa a Tony, que lleva una cadena dorada y es tímido. Le coloco un flipper en la cocina.
Mi hermano pequeño llega a casa. Su bolso de entrenar al fútbol huele a briznas de hierba pisadas, desodorante adolescente y sudor rancio. Lo deja a mi lado.
—Los chicos del equipo dicen que eres lesbiana.
Frunzo el ceño.
—Vaya gilipollez —respondo.
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Un pez plano nace como cualquier otro pez: un armazón oval con dos aletas y una cola, la boca en la parte delantera de la cabeza, en ambos lados un ojo. Cuando llega a la pubertad, los ojos cambian de lugar. Mientras sus huesos cambian de posición para hacerse más plano, el ojo izquierdo se desplaza hacia el lado derecho. En unos días, la piel se le colorea: la parte inferior, blanca; la superior, color arenoso, granulado, para adaptarse de manera perfecta al entorno. Yace en el fondo del mar, irreconocible sobre la arena. Sus ojos son dos piedrecitas negras que ven ahora todo de otro modo.
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Coloco las cerillas en fila, las cabezas ennegrecidas de manera alterna, una hacia arriba y otra hacia abajo. Los pies se balancean sobre el tablero, tamborileo los dedos en la mesa para no tener que teclear.
«¿Qué tenía yo que haber hecho?».
Podías haber fruncido los labios. Podías haber apelado a tu derecho a la intimidad. Podías haberte inventado a alguien más. Pudiste cerrar el chat y decir que la conexión a internet se había caído. Tus padres podían haber entrado a la habitación. Podías haber tenido que hacer los deberes. Podías haberte negado a responder. Podías haber dicho «dos». Podías haberte guardado para ti sola esa parte, haberte callado, podías haber cerrado la boca con fuerza. Con un puño. «No», podías haber dicho, «en realidad no pasó nada». «No», podías haberte dicho a ti misma, «tú no existes». Podías haber apretado una mandíbula contra la otra y haber sonreído.
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La BBC ha replicado un cuarto de estar en un acuario: baldosas blancas y negras, tapizado a rayas y una chaise longue moteada. Es un desafío para la sepia: virtuosas del camuflaje, pueden cambiar, no solo de color, sino también de apariencia. Extiende sus protuberancias o aletas cuando el entorno así lo requiere y después empieza a parecerse a un alga cabreada, un trozo de coral, un fondo arenoso o una roca con anémonas.
La sepia se tumba en el suelo, se vuelve blanca y negra e intenta distintos estampados: una alfombra de cebra o un rectángulo blanco en la espalda. Sigue buscando y se da cuenta de que está más cómoda en la chaise longue. Su parte superior pasa ahora a estar moteada de flores.
Este no es un ejercicio inocente. La sepia se adapta para poder atacar. Se desliza sin ser vista por el fondo y sopla sobre la arena. Con uno de sus rápidos tentáculos atrapa a los animalitos que se sobresaltan con su presencia. Desaparecen en su boca en forma de pico.
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Cuando atravieso el enorme vestíbulo, con mi mochila Kipling azul repleta colgada del hombro, se me acercan una por una: que si es cierto, que si yo de verdad, que han oído, que si a lo mejor… y no las dejo terminar. Les cuento lo que pasó: cómo fue ella la que de repente empezó a besarme, de la nada, cómo incluso intentó meterme mano, mientras que yo de verdad que para nada quería. Que no se lo había contado a nadie porque no quería que la acosaran, pero que yo ahora tengo que aclarar un par de cosas. La única bollera de la escuela es ella. Yo nunca se lo hubiera pedido.
No es que yo sea popular, pero tengo más amigos que Lisanne, y antes del recreo del mediodía todo el mundo sabe ya la historia. Cojo un KitKat Chuncky del expendedor, tiro el bocadillo a la papelera y vuelvo a repetir toda la historia. Siempre y cuando mi público está interesado, suelto el monólogo.
—No tengo nada en contra —sigo—. No pasa nada si eres lesbiana, y tampoco me molesta que haya intentado ligar conmigo. Pero que vaya por ahí proclamando esa historia como si fuera algo recíproco, pues eso no es verdad.
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La vergüenza es mayor y más desagradable de lo que me había imaginado. No se expresa bajando los ojos o con un rubor en las mejillas o un tartamudeo, sino en fórmulas desconsideradas —«siento que hayas tenido la sensación de que»— y en la telaraña de historias que trae aparejada. Me avergüenzo de lo que pasó con Lisanne y me avergüenzo de lo que le he causado a Lisanne, me avergüenzo de que ella me haya dejado hacerlo y me avergüenzo de aquello en lo que me he convertido y de lo que he hecho de Lisanne.
Medio año después, viene a la escuela con tiritas en las muñecas. Susurros, murmullo de nucas en impermeables que se dan la vuelta bruscamente, y luego esas risas cuando alguien se cruza con ella en el pasillo, le quita la tirita y todos ven que no hay nada. Una piel pálida fabulosa.
Y que aún sé cuán suave se sentía contra mi vientre.
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Cada recuerdo se reproduce en el enorme vestíbulo del edificio del instituto, que ya no sigue en pie. Sueño con ese vestíbulo. Los azulejos amarillos verdosos contra las paredes. No tengo exámenes que rendir, no hay ninguna materia en la que tenga que ser competente. No debería estar aquí. ¿A qué he venido entonces? Estoy mirando el horario, no sé adónde debo ir. El vestíbulo es de piedra, cada sonido deja un eco tras de sí. Las baldosas, las perchas, el vértice en el que convergen cuatro pasillos, de manera que desde cada dirección puede venir andando un espectador, alguien que me mire en el trayecto y me diga: «Ella fue la primera chica a la que besaste y tú has hecho de ella una embustera».
Vuelvo la vista atrás en el tiempo y me veo desintegrándome en pequeñas gotas. Ascienden y empiezan a girar sobre sí mismas, y yo me desplazo por mi memoria, sobre el linóleo verde del suelo del gimnasio donde están dibujadas las líneas de los campos de fútbol, baloncesto, voleibol, bádminton y hockey, si bien aquellas dentro de las que los niños deben caer siguen invisibles. Siento las rozaduras calientes que me salen al jugar al quemado y empiezo a girar tan rápido que me vuelvo magnética igual que la tierra, atraigo toda la historia hacia mí y el mundo retrocede, esto no te incumbe, esto no tiene que ver contigo, pero todo desaparecerá en mis labios que aun así siguen diciendo la misma frase: «No pasa nada si eres lesbiana», y alzo los brazos y hiendo el mar y miro: ahí yace el pez plano, boqueando para poder respirar.