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Original text "Kalk" written in NL by Lisa Weeda,
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Published in edition #2 2019-2023

Cal

Translated from NL to ES by Daniela Martín Hidalgo
Written in NL by Lisa Weeda

Mira, las manchas de cal de la alcachofa de la ducha tardan un tiempo en salir. Ahora que cuelgo aquí con la manguera de la ducha alrededor del cuello, mitad en el pasillo y mitad sobre la escalera, pienso: si todos mis colegas hubieran visto el baño, lo hubieran sabido. Si todos hubieran subido una vez, como Emma aquella tarde, habrían contemplado la alcachofa, abierto y cerrado el grifo, mirado los cristales manchados de cal de la mampara, visto los pelos de la barba de tres días, afeitada con prisa, caídos sobre el lavabo, y sabido: este tío está totalmente por los suelos, debemos salvarlo. El baño hubiera sido decisivo, pero, mira, desde luego que había ya otras señales de alarma: hacía mucho tiempo que no llevaba vaqueros; ya no llevaba las sienes afeitadas rectas, ningún borde bien recortado, recto en la nuca, sino una capa enmarañada de pelo que se perdía lentamente bajo el cuello. Cuando mejoraba un poco, la mayor parte de las veces después de que Emma hubiera pasado a verme sola y bromeando me hubiera dado a entender que parecía un vagabundo y que de verdad que antes no lo era, que antes tenía siempre tan buen aspecto con un corte degradado por la parte de abajo y largo por la de arriba, cogía la maquinilla de afeitar del cajón de la cocina –donde la había dejado unos meses atrás, porque devolverla al baño me resultaba una tarea demasiado complicada– y arramplaba con un par de milímetros. Y por supuesto que no quedaba bien, pero era mejor que nada. Era algo de lo que estar satisfecho, aquellos bocados desordenados de pelo. Los siento ahora cosquillear en la parte inferior del cuello, bajo el borde de plástico de la manguera, pero moverse no van a moverse. Puedo pensar que quiero levantar el brazo, pero de veras hacerlo resulta una labor imposible.

Pero bueno, mis amigos prefirieron no leer las señales, creo. En aquellas entradas desordenadas bajo la nuca podrían haber visto: nuestro amigo va de mal en peor. Muchos de ellos simplemente pensaron al principio: seguro que es este invierno oscuro, y sí, es cierto que este invierno ha sido oscurísimo. Durante cuatro semanas seguidas el sol no brilló. Llovía sin cesar. Me movía despacio, como cada invierno, de vuelta a mi cuerpo adolescente de hacía diez años, y sentía cómo un agujero negro succionador con una enorme fuerza de tracción me replegaba en una profunda oscuridad conocida. Me quedaba más en casa, olvidaba cerrar las cortinas, bebía poca agua, me duchaba con menos frecuencia, tomaba cada vez más café para seguir adelante, ya no conseguía que la calefacción funcionase de manera adecuada porque había que purgarla pero yo no encontraba aquella estúpida llave por ningún lado y no me atrevía a preguntarle a ninguno de mis amigos si me podían prestar una (tampoco a Emma, porque me parecía que ya ayudaba demasiado), por lo que me arrastraba por casa como un inuit enrollado en mantas de forro polar. Fuera, en la calle, la gente deambulaba como zombi y respecto a eso yo parecía encajar a la perfección en la foto, tan solo no era esta una estación para mí, solo un estado normal en el que me encontraba a lo largo de todo el año, con ese invierno como cumbre del bajón. Este cuerpo, que como una afligida rama de sauce cubre los primeros peldaños de la escalera, colgando de la manguera de la ducha, que se extiende sobre el pasillo del cuarto de baño, es el cuerpo que sostengo desde hace años. Débil, vacío y tieso del pánico, porque ya no sé por dónde empezar.


En un momento dado, cuando ya pasaba de tirar el estuche de las lentillas a la papelera sino por ahí, en las baldosas del suelo del baño, me rondó la idea de que muchos de mis amigos parecían simplemente aceptar que a todo esto yo ya no era una versión sin energía y muermo del tipo con el que se iban antes a festivales y fiestas, que invitaba a rondas a un ritmo de maníaco, contaba chistes buenísimos, llevaba gorros estrafalarios, se mangaba los vasos más bonitos del garito para casa; quizá era eso, conocían a alguien que ya no estaba allí. Ahora se sentaba un tío polvoriento y cetrino en su moderno sillón con la espalda encorvada y poco entusiasmo, pimplándose cerveza cuando venían de visita. Nada de jugo, nada de juego, pocas chorradas, más que nada silencios incómodos y bromas malas de las que se traslucía que me sentía un capullo tan vacío como hecho polvo. Cuantas bromas hiciera, parecían no llegarle a nadie, se quedaban ahí colgando, en algún lugar contra el techo, como bocadillos de diálogo que no podían ir a ningún sitio. En la incomodidad de la pena o el posible fracaso de otro, con bastante rapidez mis amigos no se atrevían a hacer más preguntas, descubrí. O las olvidaban, porque establecían un cierto estatus para mí, que entonces simplemente ya no cambiaba. Mi estatus era este: está mucho mejor que hace X años. Esa frase la repetían y la volvían a repetir entre ellos: “Está mucho mejor que hace dos años”, “Está mucho mejor que hace tres años”, etcétera. Si el nivel no se mueve y ese nivel es el pozo más profundo y oscuro de tu vida, entonces todo avanza. Entonces todo lo que solo se vaya un poco y no se escape completamente de las manos, no pasa nada.


Cuando vinieron todos a mi cumpleaños, en algún momento al final de aquel invierno vacío y de mierda, se habló un rato sobre pastillas de vitamina D y el poco sentido que parece tener tragar esas cosas. Yo me quedé callado y pensé: cada mañana me echo al buche esas pastillas, desde hace años ya, más por la idea que porque sienta algo con ellas, pero bueno. Emma me había dicho que si tienes la sensación de que ayudan, tienes que hacerlo todo el rato, por muy idiota que parezca.

—Puedo hacerme con un hámster, por ejemplo —me dijo una vez—, o un pez, o un perro, entonces no estás solo, entonces podéis cuidaros mutuamente.

Ella era la única que sugería y preguntaba.

—Nosotros también estamos cansados a veces —aducían mis amigos, mientras le daban un trago a la cerveza e intentaban no mirar todo el rato a los estantes polvorientos de mi biblioteca.

Ellos también se quedaban colgados a veces una tarde tras otra como una toalla exhausta, viendo en el sofá la enésima serie, decían. Ellos también pedían a veces comida por enésima vez o ya no tenían más calzoncillos limpios. Después se reían y uno de ellos me miraba el pelo mordido en el cuello, que se mantenía erguido gracias a la gomina efecto out of bed que había encontrado por algún lado en un bote pegajoso bajo la cama aquella mañana.

—Todo eso bien puede ser —decía— pero en vuestra casa aún funciona la alcachofa de la ducha.

Cuando lo dije, todos me miraron sorprendidos y como en falta al mismo tiempo. Quise dar un manotazo en la mesa del salón y quise escupir y quise gritar que yo tampoco sabía ya por dónde empezar, pero no lo hice. Entonces empezaría alguien con lo de la ayuda profesional o un psiquiatra y no tenía ganas; ya lo había probado una vez, pero aquella mujer me había dicho que cada mañana antes de levantarme tenía que intentar sentir “qué quería”, y cada mañana yo no lo sabía, con lo que se me estaba yendo la olla. Así que no hice nada y miré como un perro apaleado hacia la antesala donde, para mi disgusto, había dejado la puerta abierta. De la cantidad de cajas de pizza y cajas de cerveza que había allí apiladas, de pronto me dieron náuseas, me sofoqué y me mareé. Un poco la misma sensación que ahora, con esto en el cuello, aunque pensé que iría más rápido, que con esta manguera la palmaría enseguida, o que simplemente me troncharía el cuello de inmediato, pero no. A lo mejor es esta manguera de plástico, a lo mejor es demasiado resbaladiza.


Emma sabía de todos modos a qué me refería con lo de la alcachofa. Se paró de repente una tarde frente a la puerta y subió derechita hacia arriba. Allí sacó la alcachofa del mango y miró las pequeñas láminas amarillentas de cal que habían anidado en los anillos blandos de goma. Anillo a anillo, rascó con las uñas la cal hasta quitarla. Una vez lista, abrió el grifo y me hizo ver que el agua salía de la alcachofa otra vez de manera normal. Parecía tan simple cuando lo hizo.

—Esto te da enseguida la sensación de que de verdad has hecho algo, lo mismo que limpiar con una bayeta la puerta de la ducha, a veces está muy bien ver a través de ella —dijo con una sonrisa, y me alcanzó la alcachofa de la ducha, para que le echara un vistazo—. Seguro que puedes ducharte unas semanas sin hacerlo. Se atasca un agujero o dos, no más. En principio, no pasa nada. Puedes lavarte el pelo, enjabonarte las axilas y aclarar la pared como Dios manda después de ducharte. Bien, ¿no? ¿Tienes una bayeta? En ese caso, lo hacemos ya.

Esa tarde limpiamos toda la casa.


Luego de que todos estuvieran fuera después de mi cumpleaños y hubiera cerrado la puerta, hice lo que siempre hacía: fingí un rato que iba a hacer algo por casa, después gateé por el suelo del salón en dirección al alféizar de la ventana. Abrí la ventana con la mayor suavidad posible y escuché cómo se quedaban hablando en la calle.

—Qué se puede hacer, ¿eh?, hay personas que lo padecen toda la vida.

—Es su vida también, tíos, no podemos hacer mucho.

—Yo me alegro cada vez de que siga vivo.

—¡A lo mejor es rematadamente feliz así! ¿Lo has pensado alguna vez? A lo mejor no quiere novia o no quiere todo eso que nosotros queremos, puede, ¿no? Quiero decir, nosotros hacemos un montón de cosas. A lo mejor lo que hacemos es todo absurdo.

—Bueno, sí, digamos. Es cierto. Y ya sabes cómo fue, ¿eh?, hubo un tiempo en que dormía en una cama llena de colillas, en una habitación llena de las cajas de cerveza que se había pimplado. De verdad que esto es un avance.

—Pero si la próxima vez está peor, hacemos algo, ¿vale?

—Vale, vale, lo hacemos. Trato hecho.

Antes decían también esas cosas, pero después de mi último cumpleaños, hacía un par de meses, me sentía de repente distinto. Me sentía como un perro callejero al que la gente mira con cariño cuando está lo suficientemente alejado, pero al que no se acercan porque tienen miedo de que el animal les muerda bien fuerte. Rodé de la barriga a la espalda, miré un rato al techo, me levanté y oteé por la ventana sin limpiar y cuya suciedad era visible por la luz de las farolas. Después fui a la cocina americana y miré las cajas de muesli vacías en el fregadero. Estoy demasiado cansado para morder, pensé, demasiado cansado de verdad. Pero esto tampoco puede ser la vida.


Desde que Emma ha estado aquí, lo he mantenido limpio. Cada vez que limpiaba cada uno de los agujeros por los que sale el agua –lo que quizá suene como una ocupación muy trivial– me sentía como aquella noche después de que hubiéramos arreglado juntos toda la casa. Por un momento yo era otro tío en otro cuerpo. Hasta ella había conseguido que me pusiera unos vaqueros. Tenía miedo de que ya no me quedaran bien, pero aún me iban. Me miraba muy contenta cuando introducía las piernas en la pernera como un payaso, subía la cremallera y cerraba el botón.

—Mírate —decía satisfecha— ahí estás.

La alcachofa de la ducha me presiona ya un rato la mejilla derecha, de cerca veo bien que no se ha obstruido ni un solo agujero.

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