View Colofon
- "Beleške o životu Fransis Donel" translated to SR by Ljubica Trošić,
- "Însemnări pe marginea vieții lui Frances Donnell" translated to RO by Silvia Alexandra Ștefan,
- "Notatki z życia Frances Donnell" translated to PL by Katarzyna Górska,
- "Zapiski za življenjepis Frances Donnell" translated to SL by Katja Petrovec,
- "Notas sobre a vida de Frances Donnel" translated to PT by Miguel Martins,
- "Note sulla vita di Frances Donnell" translated to IT by Ilaria Garelli,
- "Poznámky k životu Frances Donnellové" translated to CZ by Martina Kutková,
- "Aantekeningen over het leven van Frances Donnell" translated to NL by Joep Harmsen,
Apuntes para la vida de Frances Donnell
Prólogo
En 1945, Frances Donnell, escritora y conocida criadora de aves, nació en Estados Unidos. En 1983 fingió morir de lupus, enfermedad que venía asolándola desde su juventud. Meses después de su intento, se descubrió que todo había sido un rumor. Tras una pequeña polémica, a la que llegaremos en el momento oportuno, Frances permaneció en el anonimato durante varias décadas. Ya en el siglo xxi, llegó a España con la dureza de la enfermedad tras su espalda, que no había hecho más que crecer en su interior. Solía decir que había abandonado su país en el momento en el que se había hecho demasiado mayor como para sentarse a escribir. Y eso que solo escribía cuentos.
Sin embargo, esto no era cierto. No es que fuese demasiado mayor para escribir, sino que sentía que sus nuevas obras no llegarían al nivel de sus primeros relatos, recopilados en antologías hasta la saciedad. Frances no era una de esas artistas que en su madurez reflexionan sobre el pasado y, con cierta vergüenza, califican sus primeros textos como «de juventud». Frances no había escrito obras de juventud, solamente Obras, la Obra completa de Frances Donnell, y no tenía nada de lo que avergonzarse. Escribía con un orgullo que traspasaba el texto y su voz se elevaba por encima de los signos del papel para dirigirse directamente al lector. Parecía odiar y sentir pena al mismo tiempo por cada uno de sus personajes. Su conexión con la escritura era como la de pocos autores: «escribir es profetizar y no seré yo quien niegue nuestro deber», diría. Pero una vez llegada al extranjero, tras instalarse en una pequeña casa de granito de la sierra madrileña, había pasado a ser una simple abuelita, fácilmente confundible con una turista.
Lo primero que decidí fue cambiarle el nombre. Darle un alias. Francisca, tal vez. Sin embargo, «Frances» era fonológicamente mucho mejor: un nombre suave que se quedaría en la boca y en la memoria del lector interesado en su fascinante vida. Pese a que no pude preguntárselo, sé que le hubiera parecido bien el seudónimo, pues ella, pese a escribir prosa, era una señora muy consciente de la sonoridad de las palabras. Me hubiera gustado ir a recibirla al aeropuerto con su nombre impreso en un cartón, con mi cuaderno de cuero negro en la mano y una pluma, preparada para anotar todas las perlas de sabiduría que salieran de su boca de labios arrugados. Tuve la mala suerte de que Penguin, afortunado grupo editorial que publicó su obra en castellano, anunció su llegada a nuestro país cuando ella ya había pisado el aeropuerto de Barajas.
Donnell nació en una familia católica, en el sur de Estados Unidos. Enfermó de joven y, cuando no podía aguantar más, vino a España. Frances realmente disfrutó de la catolicidad del país de la Inquisición y de los monumentos del que se convirtió en su nuevo hogar. Fueron unos meses tranquilos, pese a lo que pueda parecer en las páginas que componen esta biografía. Lejos quedaron las magníficas aves que criaba en su granja de Estados Unidos. Sentada en el granito de San Lorenzo de El Escorial, con la silueta oscura del monasterio dibujándose en contraste con la puesta de sol, los ojos de la escritora se posaban en las palomas grises que buscaban migas entre los pasos de los viandantes.
Su cuerpo delgado sufrió la violencia del invierno, a pesar de que ella nunca admitiría que, tal vez, la sierra no había sido el mejor lugar para pasar sus últimos días. Desgraciadamente, un soleado pero gélido día a finales de invierno, Donnell murió en San Lorenzo de El Escorial. Esto poca gente lo sabe, ya que, vieja y arrugada, había sido olvidada por los que fueron sus admiradores en los años en los que publicaba en The New Yorker.
Es cierto, el género de la novela me parece de mucho mayor mérito que el del cuento. El «relato breve», como gusta decir a algunos, es, simplemente, escolar, fácil, una suerte de artefacto que cualquiera que acuda a uno de esos grotescos talleres de escritura puede confeccionar. Nada más difícil que seguir una receta de cocina. No digo, como biógrafa y estudiosa de Donnell, que su obra sea «menor» o «mala». Sin embargo, no tengo ninguna duda de que si hubiera volcado su esfuerzo en las obras largas, no habría acabado siendo una anciana desconocida en un pequeño chalet de granito de la sierra de Madrid.
Frances podía aparentar ser una viejecita, pero era completamente inútil en sus relaciones sociales, muy alejada de la abuela ideal. Aunque hubiera preferido entrevistar y hacerme discípula de algún novelista de prestigio, tuve que contentarme con la oportunidad que se me presentó. Pueden decirme que no, que yo no soy la persona apropiada para escribir su biografía: la historia de la vida y obra tardía de Frances Donnell. Sin embargo, una vez he revisado todo lo que viví a su lado y me dispongo a compartirlo, he de desvelar que lo que narraré será de interés tanto para sus admiradores como para cualquier amante de una buena lectura.
1. Una fotografía de Frances
Frances está sentada en lo que parece un escalón de ladrillo y sus piernas están envueltas en una falda que forma parte de un traje de dos piezas. A decir por la escala de grises, de algún color crema o pastel. Se trata de una imagen torpemente escaneada en la misma reprografía donde me hice con el primer cuento de la escritora. No el primero que escribió, evidentemente, sino el primero que yo leí. En cierta medida, pues, el origen del texto que el lector tiene entre manos.
Logré hacerme con la copia de la fotografía tras haber convencido a la encargada de que no suponía vulneración de derechos alguna, pues yo no iba a difundirla. Era una niñería: quería colgarla en la pared de mi cuarto y mirarla. Yo admiraba muchísimo a la escritora. «Y usted también debería», le llegaría a decir a la encargada. Lo que no sabía ella es que estaba siendo cómplice de mi obra: la fotografía de Frances era una suerte de espejo. No éramos la misma persona, no de momento, pero yo me introduciría en ella tanto que quien leyese el futuro libro tendría la sensación de que Frances y yo éramos almas gemelas, una continuación la una de la otra.
Lo más probable es que, en la imagen, Frances lleve medias de nailon. Nunca dejaría de llevarlas, ni cuando sus piernas fueran apenas un conjunto de huesos delgados, recubiertos de piel agrietada. Cuando todavía es joven y posa para el ojo de la cámara, está sentada como una verdadera dama, es decir, sin cruzar las piernas, sino ladeándolas tal y como la realeza femenina monta a caballo. De su mano come lo que parece un pato blanco. En realidad, el pato no está comiendo, sino admirando lo que asumo que será maíz seco o alpiste. Casi como en el noli me tangere que Jesús le espeta, desagradecido, a Magdalena cuando revive, ese pato tampoco toca a Frances. Ella le provee de un alimento al que él solo puede acercarse unos centímetros y admirar con la mirada. El pájaro observa el fondo del bote de plástico que Frances sujeta en la mano. Puede ser, y aquí no dejamos de elucubrar, que se trate, simplemente, de un bote vacío.
El fino reloj que Frances lleva en la muñeca izquierda le da un aire de feminidad. También le hace parecer una profesora de matemáticas o, incluso, una bibliotecaria.
El ladrillo oscuro de los escalones contrasta con la ligereza y luz que emanan de Frances, que mira a un lado, a través de unas gafas. Probablemente observa el resto de su ejército de pájaros, revoloteando por la finca. De hecho, en la esquina izquierda superior de la fotografía podemos ver un ave de costado. Es imposible de identificar su raza. Sin embargo, da un balance imperfecto a la imagen que resalta su naturalidad, su espontaneidad.
Lo ancho de la talla de su chaqueta evoca un miedo a la propia sexualidad. Es decir, a que sus senos se enmarquen en el algodón y le hagan parecer una mujer, una mujer deseable por otros.
La verdadera tristeza de la fotografía la encontramos en el lado derecho: un par de muletas nos gritan, apuntan sin duda a la discapacidad de la autora. Sin embargo, ella las ha colocado a su lado, como parte de su atrezo, como parte de su yo. No ha gritado al fotógrafo para que las saque de en medio, para que las saque del marco que la inmortalizará en papel. En la fotografía, Frances se nos presenta como quien es.