Estoy incómodo, pero no me atrevo a moverme para no despertarte. Estiro la espalda y se me pasa un poco el malestar. Estoy medio sentado en el borde de la cama, dejando todo el colchón para ti. Tú estás sumido en un profundo sueño y yo aprovecho para acariciarte el pelo con dulzura. No te gusta que lo haga cuando estás despierto.
Solía desquitarme en el sofá. Poco antes de que te durmieras, acu nado por un día de juegos y carreras, te ponía a ver los dibujos animados. Era entonces cuando te llenaba de mimos, que sólo aceptabas por encon trarte en un estado de semi consciencia. Te dejabas hacer, succionando rui dosamente el chupete. Sé que mi acción era reprochable. Te obligaba a ver la tele cuando tenías sueño sólo para poder colmarte de amor. Para sen tirme bien.
Ahora, mientras duermes, enredo mis dedos en tus rizos. Hoy me quedo contigo, ya te he dado el cambiazo demasiadas otras veces. Necesitaba trabajar, mirar el correo, Twitter, Facebook, ordenar la casa, lavar los platos, reservar las vacaciones, ver el fútbol, ir al gimnasio, afei tarme, cenar con los amigos, cenar con tu madre, ver el vídeo ese del tío que se cae de la moto, leer el periódico, leer un libro, leer una revista, ver los mensajes, cargar el móvil, lavar la ropa, echar gasolina, ingresar dinero, sacar dinero, pagar algo, tomar una cerveza, ver una película, tocar la guita rra, colocar la barra de la cortina... Y después de todo esto, tú seguías espe rándome.
Por fin tienes un cuarto para ti solo. Ya no tienes que compartirlo con tu hermano. Y es azul; siempre nos habías pedido una habitación azul. Con una tele. Yo estoy en contra de que haya teles en los dormitorios, pero esta vez no podía negarme. ¿Has visto qué ordenado está todo? Cada cosa en su sitio: limpio, doblado, organizado. Tan distinto de la leonera donde dormíais. Había días en que ni podía ver el suelo entre todos los juguetes, juegos, libros y ropa.
¿Te acuerdas de esas vacaciones en las que pasamos por una má quina expendedora, de esas que les metes una moneda y te dan una cápsula de plástico con un juguete dentro? Cenamos pizza y nos tomamos un helado, y al final de la noche señalaste la máquina y me dijiste: «Echa una moneda, papá». Cuando te respondí que no, te pusiste a gritar y a llorar. Te tiraste al suelo de la calle, te pusiste a patalear y a aporrear la acera, y yo sentí vergüenza. Todo el mundo me miraba; algunos criticaban mi tacañe ría y otros me reprochaban que te hubiese malcriado. Tú lo sabías. Te ali mentabas de la mirada de desprecio de los turistas para dar aquel espectáculo. Pero esa noche me mantuve firme. Al cabo de un rato, el be rrinche dejó de ser por la máquina. Era porque sí, mezclado con el sueño y el orgullo herido. Volviendo al hotel ibas arrastrándote por el suelo con las manos vacías. A nuestra espalda, un río de lágrimas y mocos dibujaba el camino. Te dormiste sollozando. Y el sueño hizo las paces entre los dos. ¿Sabes que, disfrazado de pedagogía parental, sentí un placer des preciable en negarte ese momento de felicidad? Siempre te lo daba todo y acallaba tus peticiones cediendo. Compensaba mi ausencia con secuencias de regalos. Negarte un capricho era como decir que todo iba a ser diferente. Que podías divertirte conmigo.
Te estás moviendo... ¿Te duele algo? Te acaricio la cabeza y dejo que mi dedo dibuje tu rostro y tu nariz. Terminas tranquilizándote y sigues durmiendo. No sería dolor. Sólo una pesadilla. No te preocupes, papá está aquí. No voy a dejar que los monstruos entren en tu cuarto, y menos aún que te hagan daño. Yo no tengo más remedio que convivir con mis mons truos a diario. Vivo aterrorizado desde que tu hermano y tú nacisteis. Tengo miedo de que os pase algo: enfermedades, accidentes, que dejéis de quererme, que la vida nos separe o que seáis infelices. Y siempre está esa pregunta que no pronuncio delante de nadie: ¿qué sería de mí si te per diese? Hay un peso que cae sobre mis hombros a cada una de tus sonrisas. Y en cada momento de bienaventuranza, me viene a los labios el sabor agri dulce de la posibilidad de perder esa fuente de felicidad. La vida sería más soportable si nunca te hubiera conocido. Pasaría lo que tuviese que pasar. Pero ahora que te conozco, ya no puedo ignorarte. El amor de un padre es la mayor pena a la que nos pueden condenar. Es eterno e infinito, es intolerable. Demasiado concentrado para cargarlo, demasiado simple para com prenderlo. Cuando tú naciste, yo morí. Mis deseos, mi voluntad, mis planes: toda mi vida desapareció. Ahora ya no puedo volver atrás. Anestesiando voluntariamente el dolor de espalda para no molestarte, he olvidado quién era antes de ti.
El pánico se alimenta de impotencia. Fue así como me sentí en el hospital hace meses. Ingresaste con una fiebre alta y te sometieron a una su cesión de análisis sin lograr identificar la causa de tu sufrimiento. Los pri meros resultados me animaron, respiraba con alivio tras el despiste de cada enfermedad. Al final del día, sin embargo, deseaba que tuvieras algún pro blema. Que no identificaran lo que te pasaba podía querer decir que el diagnóstico era una enfermedad rara o grave. O una suma de ambas cosas. Cuanto más quería yo saber qué tenías, más se empeñaba el médico en de cirme lo que no tenías, porque cierto reactivo había fallado en su misión de oráculo. Los padres con los que me cruzaba en el pasillo de Pediatría me sonreían con solidaridad. Yo les devolvía la sonrisa.
En los hospitales no se hacen análisis durante la noche. Dicen que los pacientes tienen que descansar. Esa noche dormiste con tu madre. Te bajaron la fiebre, te llevaron comida, te dieron juguetes. Yo volví a casa a dormir con tu hermano. Sentía un pánico que me obligó a andar por el pasillo toda la noche. Intenté no mirar tus fotos ni tus juguetes. Ser padre es estar en una tensión permanente entre términos contradictorios e incom patibles. Por un lado, quiero que tu vida sea larga y feliz; por otro, sé que toda existencia lleva a la muerte. La idea de que «ningún padre ha de ver
morir a sus hijos» es un intento ilícito de mitigar esta contradicción. Sabemos qué va a ocurrir, pero preferimos no vivirlo. Saberlo me destroza. Es como si no mereciese la felicidad de ser tu padre y temiese que, el día menos pensado, Dios, el universo o la estadística se dieran cuenta. ¿Cómo puedo aprovechar la felicidad de que estés aquí, sabiendo que un día puedes no estarlo?
Desperté al día siguiente sin haber llegado a dormirme. Me hice cargo de tu hermano y de mí mismo de forma mecánica y regresé al hospi tal, donde ya estabas pasando por una nueva batería de análisis. Cuando el médico volvió, después de treinta minutos que parecieron treinta años, bromeó contigo diciéndote que eras «todo un valiente». Nos dijo que tenías una infección poco común, pero que era posible tratarla con anti bióticos, y que te harían un seguimiento para saber el motivo de esa infec ción tan súbita y violenta.
Hoy, antes de dormirte, has preguntado por mamá y por el tete. «Ahora mismo no están», te he respondido. Esta noche papá se quedará contigo. Mamá se ha quedado con el tete. Otro día nos cambiamos. Lo ha cemos por tu bien. Me duele tanto como a ti, pero es lo que toca. Tu madre no te quiere menos por haberse quedado con tu hermano, ni yo te quiero más por haberme quedado aquí, en tu primera noche en este cuarto.
¿Qué recuerdos tendrás de aquella noche en la que te despertaste aterrorizado por una pesadilla? Pediste los brazos de tu madre, pero ella estaba fuera, trabajando, y no volvería hasta el día siguiente. Esa noche lo intenté todo. Te besé, te abracé, te tomé en brazos, te acuné en la cama y te llevé al salón. Tu llanto aumentó de volumen y se volvió colérico. Despertaste a tu hermano y yo lo tuve que convencer de que volviera a la cama mientras te cargaba en brazos con movimientos de contorsionista. Querías a tu madre. Tenías mi calor, mis caricias y mi voz, pero me rechaza bas. Tu madre estaba lejos, inalcanzable; te tendrías que contentar con migo. Poco a poco lo comprendiste, y el llanto descontrolado dio lugar a una suave letanía interrumpida por berridos cada vez menos frecuentes, propios de quien comprende que se dejará vencer por el sueño. Me com placía en cada uno de esos grititos que dabas. Sentía que era mi venganza por el rechazo al que me habías sometido. Conforme ibas cerrando los pár pados, yo me iba serenando y liberándome de aquel sentimiento de envi dia. Tardé un poco en devolverte a la cama. No porque quisieses estar más tiempo en mis brazos, sino porque era yo quien necesitaba tenerte entre ellos.
Cuando tus abuelos os regalaron una enorme caja de ceras, lo hicie ron para dar rienda suelta a vuestra imaginación, pero se olvidaron de que, con este tipo de regalos, la cantidad del papel en blanco ha de ser propor cional a la tinta, grafito o cera disponible. Por desgracia, las pocas páginas del cuaderno que las acompañaban se consumieron enseguida y dejaron los lápices con mucha más cera que gastar. Como consecuencia, me regalasteis un mural de belleza indiscutible en la pared blanca del pasillo. La misma que tanto trabajo me había costado pintar semanas antes, a petición de vuestra madre. Un encargo que venía con su pliego de instrucciones: tenía que pintarla por la mañana para que las ventanas abiertas disipasen el olor a pintura a lo largo del día.
Para lo que sirvió... Poco después, las paredes del pasillo parecían los brazos de un jugador de fútbol, tatuadas con intrincados garabatos de los colores más excéntricos. Me puse furioso. Furioso con vosotros, debido a las pinturas rupestres, y con vuestra madre, por la ligereza con la que había encarado lo sucedido. Me llevó una tarde entera borrar los dibujos con un barreño de lejía disuelta en agua, y todo para llegar a la conclusión de que las huellas del delito eran indelebles. Incluso después de una nueva sesión de pintura con rodillo, brocha y dos manos de la pintura más cara del Aki.
Hice una montaña de un grano de arena. ¿Que todavía se veían los dibujos en la pared del pasillo? Quizás los tendría que haber dejado ahí. La pared habría quedado más original, menos anónima. Una pared blanca es una pared blanca. Pero la pared que vosotros habíais pintado era nuestra. Y yo la destruí. Quizás yo tenga la culpa de todo esto. Una pared no tiene por qué ser blanca; puede ser lo que yo quiera. Lo que vosotros queráis. Y un pasillo puede ser algo más que la distancia entre dos puntos: puede ser un museo mutable de las vidas de quienes pasan por él.
Tú me defines. La vida es un mapa donde eres latitud y longitud. Por más que me aleje, siempre sé dónde estoy respecto a ti. El nacimiento de tu hermano ya no supuso una brecha como en el pasado. Os quiero a los dos por igual, pero con él ya sabía qué esperar.
Descubrí que vivo rodeado de expertos en criar hijos que hablan mucho de boquilla. Se han limitado a tener un hijo o dos, pero parece que lo saben todo al respecto. Como si por cocinar un par de platos fueran crí ticos gastronómicos profesionales. Otros, sin haber cocinado en su vida, me repetían hasta la extenuación lo que debía y no debía hacer. Para vues tra suerte, mamá y yo somos (o éramos) una pareja orgullosa. Y, sin hacer mucho caso a lo que decían, optamos por navegar sin mapa. Hubo mo mentos en los que fuimos a la deriva. Leí todos los best sellers sobre pueri cultura como si fueran novelas y me di cuenta de que el cuento era siempre el mismo: que crecerás entre desafíos e interrogantes hasta convertirte en un adulto feliz. Sin haber llegado a entrar en el cuadro de honor paterno, creo haber hecho un trabajo razonable. No es posible evitar que os volváis unos marginados incluso habiendo tenido una infancia satisfactoriamente feliz.
Me gustaría que estuviéramos los cuatro en casa. A esta hora ya os habríamos leído un cuento y metido en la cama. Sólo faltaría un beso para que durmierais en paz. ¿De qué te sirve tener una habitación sólo para ti si estamos los dos solos? No sé qué hacer. No hay chip escondido, sexto sen tido o intuición que me valga. Siento que he fallado; como marido y como padre. Una familia no se separa. Yo no debería estar pasando la noche aquí, medio sentado en la cama para no despertarte, lejos de tu madre. Yo no tengo la culpa de lo que ha ocurrido, nadie la tiene. Pero yo me siento cul pable por lo que no ocurrió, por las cosas que no hice, por las veces en las que no estuve presente, por las risas que no te provoqué, por el cariño que no le di a tu madre, por el ejemplo que no fui, por las prioridades equivoca das que decidí establecer.
Me he levantado sin que te dieses cuenta, despacio, presionando el colchón para que el cambio de peso no lo elevase. No quería abandonarte, pero la vejiga es inclemente. A decir verdad, ni siquiera estaba abandonán dote; el cuarto de baño está a dos pasos de tu habitación. Mientras me lavaba las manos, he oído un ruido en el pasillo. He abierto la puerta y me he encontrado al equipo que estaba de turno inclinado sobre ti. La enfer mera me ha mirado con una expresión de triste impotencia. El médico se ha movido con rapidez, protagonizando un alocado baile, acompañado por los ayudantes que han intentado rescatar la vida que te abandonaba. Sólo yo he permanecido quieto. Impasible. Sin poder hacer nada.
Quería cambiarme por ti. Quería ser yo quien estuviera abando nando esta vida, acostado en la cama del hospital. Tú podrías seguir vi viendo, libre de esa enfermedad, creciendo y sonriendo. Pero no me estaba permitido. Los médicos me habían avisado, y yo me había preparado, pero sólo entonces comprendí la futilidad del ejercicio. Me desplomé sobre el sillón de las visitas y esperé a que el equipo desistiese de salvarte.
Volví a sentarme en la cama. Respetando mi dolor, el médico me dejó abrazarte y tomarte entre mis brazos por última vez. No podía creer que hubieras muerto. Tu cuerpo aún estaba caliente, y tu rostro dibujaba una suave sonrisa llena de paz. Para mí, estabas dormido. Durante unos ins tantes, hasta que sentí la serena y firme mano del médico sobre mi hombro y su voz pronunciando mi nombre, pensé que estabas dormido. Junto a mí. Entre mis brazos. Con toda la vida por delante.