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- "Il ponte" translated to IT by Francesca Leotta,
- "Podul" translated to RO by Simina Popa,
- "De brug" translated to NL by Anne Lopes Michielsen,
El puente
Todas las estaciones de tren tienen un reloj. A decir verdad, tienen más de uno. Encima de las taquillas está el principal, y en los andenes los más pe queños: los verdaderamente útiles, porque son cómplices de nuestra pereza de sacar el móvil del bolsillo o consultar el reloj de pulsera. A los niños les fascinan estos relojes. Como el segundero no deja de girar, éste acaba siendo el único momento en que consiguen ver el paso del tiempo. Miran cómo la manecilla sube y, conforme se vuelve vertical, sus corazones laten más deprisa y sus ojos se abren como platos. Cuando por fin el minutero da un salto, saben que el mundo ha entrado en una nueva era.
El andén estaba casi vacío. Habría unas diez personas esperando a que saliera el tren. Aún no era hora punta, momento en que todo se llena ría de gente huyendo de Lisboa. Trataban de escapar, aunque fuera unas horas, de sus trabajos e institutos, para volver a la tierra donde vivían. Tenían prisa por recoger a sus hijos de la escuela, ir a hacer la compra, estu diar para un examen o reunirse con sus parejas. El otoño ya se había apode rado del calendario y, a un lado de la estación, el cielo presentaba una tonalidad violácea, de final de día. Al otro lado, el cielo todavía azul inten taba resistirse a la llegada de la noche.
—Un minuto —dijo Luís, después de que la manecilla diese un salto.
Ricardo se ajustó las gafas. Le quedaban grandes porque un tornillo de las patillas estaba flojo, y continuamente se le resbalaban nariz abajo. Miró con envidia a Luís. ¿Cómo podía estar tan relajado y seguro de sí mismo? Iban a cometer un delito. Pero eso no era lo peor: iban a desafiar a un monstruo de 140 toneladas que se desplazaba a 80 kilómetros por hora. Podían morir. Po-dí-an mo-rir. Dicho así, despacio y separando cada sílaba, daba incluso más miedo. Carolina miró su móvil. Quería confirmar que, efectivamente, faltaba un minuto para empezar.
—Como lo sigas apagando y encendiendo, te vas a quedar sin bate ría. Y esto sólo merece la pena si lo grabas —le regañó Luís. —Sólo estaba…
El silbato del tren anunciando la partida interrumpió la frase de Carolina. En respuesta, la maquinaria comenzó a moverse. —¡Vamos, ahora o nunca!
Siguieron a Carolina y saltaron del andén a las vías del tren. Si las personas que estaban en la estación los vieron caminando tras los vagones, los ignoraron, sin gritar ni decir nada, sin pedir ayuda.
La aventura había comenzado semanas atrás, al darse cuenta de que el año siguiente entrarían al instituto.
—¿Y si nos siguen? —preguntó Carolina.
—No lo harán, tienen miedo de vérselas con un tren. En el peor de los casos, avisarán a los empleados de la estación. Nos pillarán al otro lado, pero conseguiremos pasar el puente. —Supuso Ricardo, y continuó: — Entre Oeiras y Santo Amaro hay 700 metros. Andando, es decir, a cinco ki lómetros por hora, tardaremos nueve minutos en hacer el recorrido. Si salimos justo después del tren de las 17:23, nos quedarán 16 minutos antes del siguiente, que sale a las 17:37 de Oeiras y llega a Santo Amaro a las 17:39. ¿Lo pilláis?
Ricardo hizo la pregunta en plural, pero miró a Luís. Éste no res pondió, aunque la mirada le había molestado. 23 más 16 son 39. Era una suma fácil. Por el bien del grupo, prefirió callarse.
Todos los alumnos del instituto tenían que hacer el recorrido entre las estaciones de Oeiras y Santo Amaro por las vías del tren. Sólo había un camino, y pasaba por un puente de hierro, a treinta metros del suelo. Hacer este camino implicaba poder caerse de las vías o ser atropellado por un tren. Pero eso les asustaba menos que soportar cinco años seguidos de bullying. Quien no hiciera el recorrido tampoco sobreviviría a la adolescencia. O al menos no con la autoestima intacta.
Querían ser los primeros alumnos que superasen la prueba antes de entrar al instituto. Y, para poder demostrarlo, tendrían que grabarlo. Era un dos en uno. Además de ganarse el respeto del instituto, lo subirían a las redes sociales. Menos a Facebook, porque era el único sitio en el que tenían agregados a sus padres. Una vez hecho el vídeo, se convertirían en una le yenda. Y por ello merecía la pena arriesgar la vida, aunque fuese de una forma tan peligrosa y liviana.
Confiaban en los cálculos de Ricardo. Era uno de los mejores alum nos de la clase y se le daban bien las matemáticas: era el único que sabía trazar la mediatriz de un segmento de recta.
—¡Mierda, se me ha olvidado!
Carolina se llevó la mano al bolsillo y sacó el móvil. Lo encendió y empezó a grabar. En ese instante pasaron por un cartel que ponía «Prohibida la entrada» en letras rojas. Aprovecharon para sonreír y hacer la V con los dedos. Continuaron el viaje, y Carolina repitió a la cámara el discurso que había ensayado la noche anterior frente al espejo.
Esperó a que sus padres se durmiesen en el sofá, acunados por alguna serie, y se atrincheró en el baño. Repitió un par de veces el texto que había prepa rado, hasta que se quedó mirando su imagen en el espejo. Primero de frente, luego de perfil. Ya se empezaba a notar la silueta de su pecho, y los pantalones cada vez le quedaban más apretados por detrás. Por un lado, se sentía orgullosa de su figura; pero por otro no le gustaba que, poco a poco, los chicos hubiesen empezado a tratarla de forma diferente. Antes todo era más fácil: iban juntos y ya está. Pero ahora parecía que competían por su atención.
Carolina se asustó cuando se abrió la puerta del baño. Temía que sus padres hubiesen escuchado algo. Se agachó y acarició a Maria Antonieta, la gata que habían adoptado cinco años atrás.
—No se lo digas a nadie. Será nuestro secreto.
Se tapó con un albornoz para evitar ver las curvas de su cuerpo, y ensayó una vez más el discurso que iniciaría el vídeo del recorrido. Los primeros cien metros fueron fáciles de recorrer. Caminaron sobre la gravilla en la que se asentaban las vías del tren, pero al llegar al prin cipio del puente se detuvieron. Tenían miedo.
Luís fue quien dio el primer paso sobre la estructura metálica, obli gando a los demás a seguirle. La pasarela, encajada entre las vías a la derecha y una red metálica a la izquierda, tenía un metro de ancho. En el puente no había gravilla. Entre las barras de hierro sólo se encontraba el abismo, y el viento era mucho más fuerte de lo que habían previsto. Tuvieron que con tinuar lentamente, en fila en india: primero Luís, luego Carolina –con el brazo en alto, sujetando el móvil– y después Ricardo, al final. Éste último podía ver el cierre del sujetador de su amiga insinuándose a través del tejido de su blusa; pero su mirada se centró en el contorno de los tríceps de Luís, cuyo torso estaba al descubierto. La silueta, unos diez centímetros más alta que él, le tapaba la vista de la estación al fondo. A Ricardo le fastidiaba tener esos brazos fofos, esa barriga que a su madre tanto le gustaba y ese bigote que no terminaba de salir.
Fue entonces cuando el puente empezó a temblar. La vibración casi imperceptible del principio fue ganando fuerza y amenazaba con derribar la estructura. El estrépito metálico se apoderó de todo, impidiéndoles ver, hablar y pensar. Ricardo les había prevenido de que a las 17:30 se iban a cruzar con un tren que iría en sentido contrario. Esto contribuiría a que el vídeo se volviese aún más viral, la imagen de los vagones pasando junto a ellos, la mirada aterrorizada del maquinista y la incredulidad de los pasaje ros.
Pero no estaban preparados para el poder de las 140 toneladas. Sintieron que el puente se venía abajo. Aterrorizados, tuvieron que aga rrarse todos juntos a la red para no salir disparados.
Permanecieron inmóviles incluso después de que todo hubiese aca bado. Tardaron bastante tiempo en recuperar la calma. Carolina fue la pri mera que se soltó, respiró profundamente y les dio una palmada amistosa a sus compañeros.
—Es mejor que sigamos —dijo con una voz casi imperceptible, sin revelarles que el pánico había hecho que se olvidase de grabar el paso del tren.
—¡Mis gafas!
De pie, de espaldas a la red, vieron el rostro desnudo de Ricardo. Sus manos recorrían su cara intentando encontrar algo que ya no estaba ahí. El puente se había cobrado su primera víctima.
Querían salir de ahí lo antes posible. Como se habían acostumbrado a la estrechez de la pasarela y al viento que quería derribarlos, ahora cami naban con rapidez y decisión.
—Tenemos seis minutos. —Ricardo pegó la cara a la pantalla del móvil para vencer la miopía.
—Será mejor que nos demos prisa.
Apretaron el paso, tanto que casi corrían. Podían sentir la vibración del puente conforme avanzaban, cada vez más y más intensa. Fue entonces cuando se percataron de que no eran ellos los causantes del temblor: reco nocieron el balanceo, el zumbido, la anticipación... Luís miró atrás, hacia la estación que habían abandonado minutos antes, y lo vio. Con las luces de lanteras encendidas, avanzando con lentitud, pero ganando velocidad a cada segundo.
—¡Viene otro tren! —gritó.
Ricardo y Carolina se quedaron como conejos en una carretera, en candilados por las luces de los coches.
—Es imposible —balbuceó Ricardo.
Perdido, volvió a acercar los ojos al móvil. Habían pasado nueve mi nutos. Todavía quedaban más de cinco minutos para la próxima salida. —¿Pero no viste los horarios? —le preguntó Luís.
—Claro, los tengo aquí. El próximo tren no sale hasta dentro de cinco minutos. —Agitaba el móvil como si fuese un oráculo infalible. —Y entonces, ¿cómo explicas eso?
—Es imposible. —Ricardo meneaba la cabeza en señal de negación. —¡Venga, no me jodas! ¿Ves el tren y dices que es imposible? —Luís apuntaba al vagón que iba directo hacia ellos.
—Está en Internet —gritó Ricardo, acercándose a Luís.
—¡Ah, claro! Si está en Internet, entonces eso de ahí me lo estoy imaginando.
Carolina tuvo que intervenir.
—¡Callaos ya y echad a correr!
Salió corriendo dirección a Santo Amaro. Los chicos fueron detrás de ella, tratando de seguir su ritmo. El puente cada vez temblaba con más violencia, haciendo que el tren aumentara aún más su velocidad. Carolina se arriesgó y miró hacia atrás. El tren ya estaba cerca, a unos cien metros. El final del puente se encontraba al doble de distancia. Se detuvo. —No lo vamos a conseguir.
—Sigue corriendo —insistieron.
—Va a pillarnos antes de que lleguemos al final del puente. —Agarrémonos a la verja y dejémoslo pasar —sugirió Luís. —No hay espacio —le respondió Carolina, ahora gritando—. ¿Es
que no viste cuando pasó el otro tren? Los vagones casi tocaron la red. Tenemos que saltar al otro lado.
Los raíles del tren tenían unos treinta metros de ancho. Entre ellos, un es pacio de medio metro se abría sobre el abismo. Se cogieron de las manos para que, si uno se caía, los otros pudieran agarrarlo. Carolina fue primero, Ricardo después, en el medio, y Luís al final, cerrando la comitiva. El tren casi había llegado a su altura. Escucharon el silbato desesperado del con ductor que los había visto demasiado tarde, escondidos en un atardecer que se había convertido en noche.
Ninguno de los tres sería capaz de explicar más tarde lo que ocurrió. Estaban agarrados a los raíles de la vía que iba en sentido contrario, habían conseguido superar la parte más difícil. Pero tras un paso en falso, una pér dida de equilibrio o, tal vez, una sacudida, sus manos se separaron. Cuando
se miraron, todo había cambiado. Luís percibió el pánico en la cara de sus amigos, quienes trataban de agarrarlo pero sólo atrapaban puñados de aire. No llegó a ver el móvil de Carolina rompiéndose en pedazos sobre el asfalto de la carretera, decenas de metros más abajo. Se quedó con los pies suspen didos en el aire, agarrado a uno de los raíles, mientras el puente se balan ceaba por la fuerza de los 1700 caballos de la locomotora que estaba a punto de pasar sobre ellos.
Los amigos se abalanzaron sobre Luís, pero el sudor y la desespera ción se empeñaban en impedir que agarrasen sus manos. Al final, con mucha dificultad, consiguieron tirar de él. Gatearon hasta la pasarela del otro extremo y se agarraron a la verja justo cuando el tren pasó a su lado.
No guardaban más recuerdos del resto del trayecto. Se arrastraron hasta el otro lado del puente y recuperaron la memoria al llegar a la esta ción de Santo Amaro. Para entonces, los trenes se habían suspendido y el jefe de estación les esperaba, acompañado de la policía. Una pequeña mul titud los miraba desde lo alto de los andenes, tapándose la boca con la mano.
La noticia de la travesía apareció en los telediarios y llegó a ocupar un cuarto de página en el periódico del día siguiente. El reportero que estaba al cargo decidió usar una imagen de archivo de un tren en vez de fotografiarlos a ellos, pero aún así tenían la prueba que necesitaban para entrar en el instituto con la cabeza bien alta.
Los llevaron al despacho del jefe de estación. Les dieron agua y relle naron un informe preliminar del incidente. El agente de policía más ave zado les regañó, diciéndoles que ya no eran niños. Aquel disparate podía haber perjudicado a mucha gente, además de haberlos puesto en un gran peligro.
Un compañero les informó de que los padres ya habían llegado. Los dejaron solos en el despacho, enrollados en unas mantas. Permanecieron en silencio. Pero, poco a poco, sintieron cómo el nerviosismo daba paso a la risa. Intentaron que nadie de fuera se diese cuenta, pero las carcajadas les salieron a borbotones, de forma incontrolable.
Uno de los policías abrió la puerta y los miró con incredulidad. —¿Y encima se ríen?
—Disculpe —respondió Carolina, tapando su sonrisa con la mano—. Ha sido sin querer.