View Colofon
- "Dopo l’ultima cena" translated to IT by Francesca Leotta,
- "Na het laatste avondmaal" translated to NL by Anne Lopes Michielsen,
Tras la Última Cena
Han sido unos días maravillosos. Morir es así: recuerdas cada minuto. Es como si estuviese recostado, en relieve, sobre el mapa del ahora. Estoy de espaldas para poder sentir el pico de cada montaña, de cada valle, de todas las planicies. La vida no avanza ni retrocede, es sólo el ahora, ahora, ahora. Al cabo de un rato siento un dolor muy intenso, como si fuera un puñal, y me encuentro muy lúcido, como el momento en que el juez me condenó a morir. Morir es así: ocurre varias veces, pero una de ellas es la definitiva. La sensación de final puede durar mucho tiempo. En mi caso empezó con la sentencia del juez en el tribunal.
—¿Yo? ¿Yo?
Dicen que nuestra vida pasa en diapositivas, que pensamos en nuestros padres, pero yo pensé en yo, con una gran intensidad. Ahora ya no hago más preguntas, no me repito. Estoy perfectamente resignado al yo y al ahora. No hay nada más. Rememoro aquella doble pregunta como un recordatorio de lo patéticas que son la vida y la muerte. Si pudiese volver atrás, al menos cambiaría eso: no preguntaría “¿yo? ¿Yo?”, sino que dejaría que las palabras del juez resonasen solas en la sala, como el consejo de un buen padre. Así me ahorraría las miradas camufladas de los presentes, sus facciones firmes respondiendo “sí, tú” mentalmente. Es normal que estuviesen enfadados. Habían asesinado a una persona y todo apuntaba a que yo era el culpable. ¿Tú, un asesino?, os preguntaréis. No me hagáis preguntas difíciles. Cada persona es un mundo.
Fue toda una sorpresa que me dejasen cocinar; como última voluntad, quiero decir. Cocinar me produce un enorme placer. Si hubiese ganado un concurso de cocina cuando era joven, habría pasado el resto de mi vida cocinando y comiendo, y no matando a gente. Me gustaría dejar claro que no maté a nadie. Fue el tiempo que pasé en la celda lo que hizo que mi cabeza prisionera creyese que había pasado años matando a gente. Es de película eso de fumar, llamar a la familia o a la familia de la víctima para pedir perdón, pedir que nos traigan nuestra comida preferida, tal y como la hacía nuestra madre… Todos éstos son unos últimos deseos muy lícitos para un condenado a muerte. Que me permitiesen preparar una última cena fue una gran sorpresa, una buena. Disponer de la cocina y de todo el tiempo para mí, de la proximidad de utensilios afilados, del fuego, la sal y la cebolla. La cocina imita muchos de los gestos de matar, aunque más lentos, y en ocasiones no estamos acompañados por razones de seguridad.
Voy a morir. Me sorprende porque van a matarme así, sin más. No estoy enfermo, nada me amenaza, no tengo miedo; soy uno de aquellos vivos que pensaba que iba a vivir para siempre. Los hay, vivos así.
—Haz lo que te apetezca. Nosotros te estaremos vigilando desde fuera. Cocina todo lo que quieras, pero no hagas tonterías— me dijeron.
—Tu vida acabó. Tu muerte ha comenzado— me dijeron.
Estuve buscando las recetas más lentas del mundo, o las más complicadas, pero el ordenador siempre me respondía con las diez recetas más fáciles, más simples y más sabrosas, que podían estar listas menos de cinco minutos. La cocina refuerza una concepción engañosa del tiempo: presentación, nudo y desenlace; comida, ingesta y vuelta a empezar. En su grandiosidad, los procesos químicos, el calor y las distintas formas de transformar los alimentos se burlan constantemente de la muerte y la resurrección. En mi caso, siempre supe usar esos cuchillos tan exagerados de las películas japonesas. Uso uno de esos para cortar las cebolletas y los pimientos. Cada movimiento de mi mano es un hilo de voz en el que me camuflo, y así parece que no digo nada. No pido perdón, no con el estómago vacío. La carne está acorralada debajo de la sal para ganar el sabor de la pimienta y del clavo de Indias. Los conceptos de muerte y condimento se mezclan, y adquieren formas opuestas al mismo tiempo. Hay agua hirviendo. Siempre la hay, es un episodio común en las transformaciones humanas, desde que se sitiaban los castillos más antiguos. También hay aceite hirviendo, su color más inocente que su textura, su grasa invencible escurriéndose por las murallas. La carne cambia de color y muestra ese castaño oscuro de las cosas que son definitivas, y yo me pregunto: ¿he sido yo quien ha hecho esto? Estoy a mitad de la tarea y ya hay recuerdos que me asaltan, que interrumpen mis gestos con gritos. Cada ingrediente, cada corte, cada transfiguración definitiva en la cocina nos recuerda de lo que somos capaces, nos recuerda lo mejor y lo peor, varias veces. Cada movimiento de la maldad se inventó para alimentar familias, para inspirarnos. La carne frita bajo una tapa transparente y, a su lado, las verduras hirviendo dentro del agua: dos alimentos cambiando en direcciones absolutas y diferentes, pero al mismo tiempo compatibles.
Antes de morir, la mujer quiso que el hombre parase. Siempre ocurre lo mismo en los asesinatos, al final uno de los dos desiste. La encontraron en una posición denominada postura de clemencia. Me enseñaron muchas fotos de víctimas en posturas de clemencia, pero no reconocí a ninguna. Insistieron en que mentía, y a intervalos poco razonables repetían la pregunta, como una mujer enamorada que intenta corroborar que el otro la ama. Con una herida de esas en el cuello no era difícil imaginar el cuerpo partido en dos, una de las mitades diciendo “soy yo”, por última vez. Si hubiese estado ahí, nunca habría olvidado una escena semejante. El cuchillo tenía rastros de mi sangre. ¿Que si estuve presente? Al contrario de lo que ocurre en la preparación de alimentos, algo que conocemos desde hace miles de millones de años, un asesinato es un acto que dura instantes; y el asesino, que un segundo antes de matar parecía saberlo todo, un segundo después ya se ha olvidado de muchísimas cosas. Pintó una hoja en blanco, contó una historia, inventó una vida desgraciada en la que solía pasear a un perro. Nadie mata para saber, saber es un accidente visto desde cierto ángulo.
Como solo, y sólo me acompaña el simbolismo del intercambio. El simbolismo de compartir una comida con un condenado a muerte que soy yo mismo. Los guardas me observan con atención desde el otro lado del vidrio transparente, y yo me siento tentado a donar mi cuerpo a la ciencia para que en algún laboratorio se investigue la digestión de un condenado. Lo cierto es que no tendré tiempo para acabar de hacer la digestión, así que me imagino la comida saliéndose por mi boca al tiempo que entra toda aquella electricidad. Las personas apartarán los ojos con asco, no verán nada, y sólo yo sentiré aquella armadura de electricidad rodeándome las costillas, de dentro hacia afuera, y quemando los bordes de mi carne, alrededor del estómago.
—Cocinar es la escuela de la vida.
Empezó a ser bastante evidente que tendría que haber escuchado a mi madre. Su paciencia era increíble cuando nos pegaba. Fue recibiendo castigos como descubrimos las muchas formas del amor, todas ellas importantes. Sólo lograba tranquilizarme a la hora de la cena, sólo entonces conseguía olvidar lo que era mi padre. Alimentarlo era una táctica para olvidar, una que comprendíamos bastante bien. Ese aire de veneno siempre se cernía sobre nuestra familia, dándole su consistencia habitual.
Me alimento con la emoción de un virus. Es como si estuviese en una fiesta donde todos los invitados tuviesen enfermedades terminales, algunas más conocidas que otras. No tengo miedo ni pereza, el acto de comer es de los más antiguos que hay. Alimento la sospecha de que mi padre, si hubiese vivido más que mi madre, me habría vendido a una familia de nómadas en Asia central que me habría enseñado muy bien a montar a caballo, sin montura alguna.
—Pues sí que tarda el pobre infeliz…
Es fácil ignorar algunas voces. Os puedo contar varias historias tristes sobre amor, pero ninguna sobre sexo. Toda la gente sabe lo importante que es el amor. A veces incluso nos acompaña cuando llega el silencio. Hay materiales recorriendo decenas de metros de mi cuerpo, siempre hacia abajo. El estómago es la cabaña de un filósofo, calentada a la espera del inverno. Temo más a la anestesia que a la cirugía. Me gustaría morir en la cama, durmiendo. Sí, seguramente me creí inmortal, como cuando era muy pequeño y lloraba, recién salido del vientre de mi madre. Tengo la certeza de que pronunciar la palabra infeliz va contra todas las normas. Las palabras no tienen ese efecto sobre mí. El momento antes de morir es un estado en que existimos más que nunca, y somos capaces de cambiar el estado de las cosas. No siento un gran interés por el futuro. El futuro es un muro compacto y a mí, por suerte, siempre me gustó la arquitectura limpia y contemporánea. Sé que voy a morir a mi manera, ¿no es así como morimos todos? En la hora de nuestra muerte, en esa temible oscuridad, nos decantamos entre llamar a nuestra madre y a la mujer amada, gritamos palabras sin sentido. El futuro es sordo y el pasado mudo. No diré nada, seguiré despierto y entretenido con el poder eléctrico de la llegada de la muerte.
Se abre la puerta.
—Las manos.
Extiendo las manos.
—Los zapatos.
Me quito los zapatos de goma sin agacharme. Me esposan.
—Tiene la boca sucia.
Me echo hacia delante y uno de los guardas me pasa un pañuelo por los labios, en silencio. Salivo.
—Tiene que tener la barriga bien llena.
Sonrío. Me siento ganador. Pregunto qué hora es.
—Es la hora.
El segundo guarda me afloja el reloj y lo aleja de mi pulso con cuidado, como quien evita una decapitación.
—Es para que no se estropee.
Hago un recuento rápido de lo que llevo encima para la hora final, y revivo objetos infantiles que juegan en mi mente. Un caballo de madera, un piano, un lápiz de cera, memorias permanentes de cosas sin valor.
—Es la hora.
Hay un gran silencio, aunque no dura mucho, como si alguien que no soy yo quisiese disculparse. El tercer guarda posa su mano sobre mi hombro, señal de que todos somos humanos. Y de que tenemos prisa.
“Por regla general, tardamos este tiempo en digerir lo siguientes alimentos: frutos rojos, veinte minutos; uvas y naranjas, casi treinta minutos; manzanas, peras y ensaladas sin aceite, cuarenta minutos; zanahorias y nabos, cincuenta minutos; pescado, una hora; carne, más de tres horas; panceta, doce horas; agua, digestión inmediata.”
Al final salgo, a cámara lenta, hacia el corredor de la muerte. Es como si volviese a sentir un placer primitivo del que me cansé hace mucho tiempo. Avanzo. Qué está dentro y qué está fuera, nadie lo sabe. El asesino, ¿está dentro o fuera? ¿Y la víctima? Está fuera, claro, de eso no tengo ninguna duda. Imito una mirada pensativa, agacho ligeramente la cabeza y pongo un pie frente al otro como un elefante. No sé qué hacer con las manos. Había imaginado que éste sería un corredor infinito, al menos metafóricamente, pero frente a mí, al fondo, puedo ver una pared. Me piden que gire a la izquierda. Resulta que ése no es el corredor de la muerte. Giro a la izquierda y me piden que me siente. ¿Que cómo sé que ese no es el corredor de la muerte? Lo sé y punto. Me siento. El director me mira a los ojos como quien grita “¡van a matar a un inocente!”.
—No vamos a matar a un inocente —anuncia—. Hemos descubierto al verdadero culpable, y no es usted, tenemos pruebas. El asesino no va a ser condenado a muerte porque ya está muerto. Su vida y su tiempo se acabaron. Pagó por sus crímenes. Al final todos morimos.
De pronto, soy un inocente con el estómago lleno. Percibo los jugos y olores de mi cuerpo, hago movimientos involuntarios que me aseguran que estoy vivo y que funciono.
—Le liberaremos en unas pocas horas. Una o dos. Prepárese.
—¿Yo? ¿Yo?
Tengo todo el tiempo del mundo. Es como si ya no fuese más yo, mis manos están encarceladas pero mis pies y cabeza están ya fuera, sin nada que hacer. No hice esto, no hice aquello. Vuelvo a aprender cosas. Tengo todo el tiempo del mundo pero, por ahora, decido acostarme y acabar tranquilamente la digestión.