Llevaba un rato de pie delante de unas casetas de obra, frotándose las manos por el frío. A lo lejos, sobre el río, pasaron como un rayo dos cormoranes. Después se puso a mirar en todas direcciones y a revisar un SMS llegado el día anterior. «Hola, Petra. Operación depuradora mañana a las 8. Encuentro en el puente delante de los módulos. A.» Lo leyó tres veces más hasta que se apagó la pantalla.
La depuradora vieja y la nueva, que se repartían todos los residuos que vertía la ciudad, se alzaban una tras otra sobre la isla, como las dueñas y señoras del río. Mientras que la vieja se elevaba con sus depósitos cilíndricos, que en Google Maps parecían círculos perfectos grabados a fuego por una civilización extraterrestre sobre el trigo, la moderna funcionaba oculta bajo tierra. Por fuera solo asomaba el edificio de la sala de control.
Mientras los cormoranes se dirigían hacia la orilla, pasó por delante de ella un camión de mercancías y, con él, un olor pestilente. El conductor ni la miró, estaba concentrado en pasar por la estrecha embocadura del puente.
Finalmente, al final de la calle apareció una silueta.
—Buenas, Pirolgelb —dijo Adam a modo de saludo.
—Espero que hayas conseguido la pintura. ¿La has traído? —se aseguró Petra, a pesar de que también ella tenía un envase en la mochila.
Pirolgelb, cuya traducción es «amarillo oropéndola», era la denominación del grupo artístico, compuesto por dos personas, que habían formado en la universidad. El nombre lo habían tomado de una pintura pigmentada amarilla reflectante. Una vez pintaron con ella una mansión histórica que se estaba desmoronando a las afueras de la ciudad. A los dos meses, el propietario derribó el edificio porque había aparecido su foto junto a la de las ruinas de intenso color amarillo en varios periódicos y no le hacía gracia tener la fama de ser quien dejaba morir esa parte del patrimonio cultural. El solar pronto se cubrió de hierba y maleza. Después pintaron la estrecha acera que va a lo largo de Magistrála, la carretera que atraviesa el centro de Praga. La gente tenía miedo de ir por ella por si se los llevaban por delante los coches a toda velocidad. No es que con eso hicieran más ancha la acera, pero a Adam y Petra les valió para pasar de curso. Entre sus compañeros de clase se hicieron famosos por soltar una niebla amarilla frente al Ministerio de Cultura cuando las galerías independientes se quedaron sin subvenciones. En el ministerio se asustaron con el esmog amarillo y convocaron de nuevo el concurso.
Esta vez querían teñir la salida de agua de la depuradora, compartir las fotos en redes y enviárselas a los periodistas. La cuestión de las hormonas y los antibióticos que, a través del retrete, permanecen en el agua después de pasar por la depuradora, alterando así el sexo de los peces y la vida del resto de animales en torno a las depuradoras, les parecía fundamental a los dos. Con el ciclo del agua, las sustancias llegan incluso al agua potable y entre los científicos existe la sospecha de que en los hombres aumenta la infertilidad y el cáncer de próstata. Pasaron por la puerta abierta en dirección a la depuradora subterránea. Dejaron a un lado la sala de control. Petra ya había estado allí una vez de excursión para preparar la operación. A cada uno de los visitantes le dieron un casco y un chaleco reflectante amarillo. «Qué casualidad. El amarillo es el verdadero color de la depuradora», pensó. La sala de control estaba presidida por dos grandes pantallas fragmentadas en ventanas menores que registraban cada una de las salas. En algunas ventanas, los depósitos de agua parecían de una sustancia gomosa oscura, mientras que en otros el fluido se desplazaba rápido como una bandada de pájaros.
En una de las mesas estaba sentado un hombre mayor cuyas chanclas no podían ocultar los tomates de los calcetines. A un lado tenía apoyadas las muletas y, al otro, un tarro de miel y una bolsa de plástico con unos panecillos. Llevaba el pelo y la barba largos, como Jesucristo. Permanecía encorvado frente al monitor, por el que se deslizaban números y gráficos de los procesos químicos y biológicos que transformaban la mierda en agua de una forma tan milagrosa como el agua en vino en las bodas de Caná. Al parecer, las bacterias eran las responsables de este milagro, les explicó entusiasmado el guía. Se alimentan de excrementos y, después, cuando mueren, sus cuerpos se depositan en el fondo como un sedimento, muy fácil de retirar, de forma que el agua puede pasar a la siguiente fase de depuración. El grupo avanzaba con sus cascos por las diferentes salas como si fueran las cámaras de un templo, contemplando el milagro de la transformación. Las rastrilladoras que quitaban la suciedad de la superficie se movían a una velocidad imperceptible. Cuando salieron de la depuradora, ya no se veía nada. Solo se sabía por dónde salía el agua gracias al ruido.
Adam y Petra estaban en la embocadura del puente y, para no parecer visitantes accidentales, se pusieron los chalecos amarillos que Petra había robado de una mesa durante la excursión; estaban allí colocados junto a unos cascos. Tenía suficiente espacio en su mochila para los cascos, pero no valor. Ahora se arrepentía, pero ya no podía hacer nada. Llamarían la atención solo a medias.
Atravesaron el recinto a paso ligero. No vieron a nadie por ninguna parte, solo pasó a su lado un motocarro con una lona color caqui. De repente, del motocarro asomó una cabeza que se giró para mirar en su dirección.
—Joder, qué cosa más rara. ¿Qué pinta aquí un motocarro? —se rio con desdén Adam—. ¿Tú no viste ninguno en la excursión?
Sonó en su voz cierto aire de reproche. Petra clavó la mirada en el suelo y negó con la cabeza. Un sudor frío le recorrió la espalda. Llegaron a la salida de agua, que manaba con fuerza formando una espuma de color algo parduzco y afluía al río Moldava en los rápidos. Por un momento, Adam se quedó pasmado ante tal cantidad de agua, pero en seguida se puso manos a la obra con los preparativos. Le pasó la cámara de fotos a Petra y le indicó el lugar desde donde podría sacar las mejores imágenes. Él se encaramó a la salida de agua y empezó a sacudir un recipiente de plástico. El polvo amarillo que no se llevó el viento cayó en el agua y se disolvió. El agua se volvió amarilla como la orina de la mañana. Petra enfocaba a Adam a través del objetivo, tomaba fotos con él y sin él: ya se vería cuáles vendrían mejor.
La salida de agua se encontraba tras un malecón de piedra. Gracias a ello permanecían ocultos a los ojos del recinto, pero no a la lente de la cámara que apuntaba allí desde la sala de control. Una de las ventanitas de la pantalla gigante de la sala correspondía precisamente a la salida de agua. Petra calculaba que tenían aproximadamente ocho minutos antes de que alguien llegase corriendo. Pero no habían contado con el motocarro, que reducía el tiempo a dos o tres minutos. «Si nos atrapan», pensó, «nos matarán como en una película de ciencia ficción y, como castigo, en nuestra próxima vida seremos obreros de una depuradora india. Con las manos desnudas, sacaremos de los filtros de basura los restos no degradables: compresas, preservativos, bayetas, bolsas de plástico o medias. Y con las mismas manos comeremos arroz con sabji». Se miró las manos, que sostenían la cámara de fotos de Adam. Listo.
Petra se asomó al otro lado del terraplén. No se veía nada ni a nadie. Adam guardó rápidamente la cámara y los cubos vacíos. Miró al otro lado, hacia el río. Allí se veía a los cormoranes, posados en la orilla opuesta. Extendían hacia el cielo sus largos picos de punta corva. Parecían contentos, puede que acabaran de desayunar pescado. Cuando se asomó de nuevo tras el terraplén, vio que se acercaba el motocarro.
—¡Vamos, rápido, ya viene!— gritó y los dos salieron corriendo hacia la puerta.
Petra maldijo a Adam para sus adentros. ¿Cómo había vuelto a dejarse convencer? A diferencia de él, ella no disfrutaba de la adrenalina de esas malditas operaciones. Empezó a sentir un pinchazo en el costado. La distancia hasta la puerta parecía infinita. El motocarro se aproximaba mientras que Adam se alejaba. ¿Cuánto hay que sacrificar por el arte? Le enfadaba que en la facultad cada vez importara más el concepto que la pintura. En lugar de investigar con colores, no hacían más que hablar. No entendía por qué solo se hacían eventos sociales y performances. Ya ni siquiera se escribía tanto. ¿Dónde quedaron aquellos tiempos en los que se vertía una lata de Coca-Cola en un rincón y, tomándola como excusa, se escribía un texto teórico sobre la sociedad de consumo? Sentía cómo le pesaban las piernas. El motocarro aún no la había alcanzado, pero sus piernas empezaban a rendirse.
—¿Qué hacéis aquí? —les gritó el tipo—. ¡Vamos a llamar a la Policía! ¡Os tenemos en las cámaras!
Adam se paró en seco.
—¡Corre! —gritó a Petra cortando el paso al pequeño vehículo.
El motocarro se detuvo. Cuando Petra se encontró a salvo tras la puerta, miró hacia atrás. Adam se estaba sacando el carné de identidad del bolsillo.
Le sorprendió su gesto.
Se había dejado atrapar por ella.
No recordaba cómo había llegado a casa, qué había visto por el camino o si se había encontrado con algún conocido y se había puesto a charlar con él. De repente estaba en casa. Cerró de un portazo, tiró la mochila y la cazadora al suelo y se derrumbó agotada sobre el colchón. Se quedó contemplando su último cuadro. Mirarlo la tranquilizó un poco. En él había un águila real que, con las alas extendidas, estaba posándose sobre el suelo. A Petra le gustaba dibujar aves. Primero ponía varios colores sobre el lienzo, luego les echaba un poco de agua para diluirlos o los presionaba con algo para mezclarlos. Se creaban así diversas formas con extraños detalles. A partir de esas manchas accidentales sobre el lienzo, Petra terminaba de dibujar cormoranes, carboneros, gorriones, camachuelos o pájaros imaginarios, según lo que le sugiriera la mancha. Pero con eso no tendría éxito en la facultad. Lo importante ahora era la idea. El concepto. El evento. El acontecimiento. No quería que la tomaran por una idiota que hace kitsch. Por eso se unió a Adam. Y también porque tenía unas manos muy bonitas. A la mitad de su visión de Adam se quedó dormida y no despertó hasta la mañana siguiente.
Se levantó y se fue a orinar. El líquido en la taza le recordó a la operación del día anterior. ¿Qué habría sido de Adam? Se preocupó por él. Había sido valiente. No lo conocía así. Echó mano al móvil y marcó su número. No lo cogía. Abrió Instagram. Pasando fotos retocadas, se detuvo en un pájaro volando de la usuaria dianabeltranherrera. Hacía figuras de pájaros con papelitos de vivos colores que fotografiaba sobre un fondo pastel. No se había hecho famosa por ninguna exposición, pero tenía más de dieciséis mil seguidores. Petra sintió una punzada de admiración y envidia, pensó con amargura que jamás llegaría tan lejos. A pesar de lo cual, le mandó un corazoncito, que se unió a otros 586 corazoncitos. Justo después le salió una foto de Adam con el texto coming soon y, debajo, comentarios impacientes y felicitaciones de sus seguidores. En una nube amarilla sobre agua amarilla se perfilaban unos anchos hombros. Petra estaba impaciente por enterarse de cómo había terminado todo y si no habría hablado ya con algún medio. Le escribió un mensaje. Vio que estaba conectado, pero no respondía. Fue al armario y hundió las manos en su guardarropa. Por el tacto, eligió un vestido que podría quedarle bien. Tenía dos clases y otra optativa de dibujo de desnudos. En la facultad seguro que se encontraba a Adam.
Pero no se lo encontró. Tampoco en Dibujo, donde en papel de estraza de gran formato esbozó al carboncillo la silueta femenina en contrapposto, mientras con la mano limpia revisaba el móvil. La modelo, una mujer mayor, tenía una pierna estirada, la otra doblada y la mano opuesta sobre el costado. El eje del pubis, oblicuo, se dirigía en dirección contraria al eje de los hombros. Toda la figura creaba así un arqueamiento dinámico en forma de S. La piel le colgaba como ropa sin planchar. El carbón de Petra exploraba en el papel todas las anomalías y deformidades con una tenacidad impertinente, como si buscara la forma exacta del pico de un pájaro.
Después, ya en casa, se tiró sobre el colchón y se quedó mirando embobada la televisión. En la pantalla corría un antílope al que un tigre iba pisando los talones. Antes de que alcanzara a morder al antílope, Petra bostezó y cambió a un talent-show de cantantes. La cámara enfocaba a un chico con un micrófono. Por instantes mostraban las caras de los miembros del jurado, que se retorcían como si se hubieran comido un kiwi aún verde. Cuando estaba a punto de apagar, le dio una última oportunidad al canal que por el día emite programación infantil y por la noche se dedica a programas de arte. El presentador, sentado en un sillón oscuro de mimbre en medio de un estudio oscuro, justo estaba presentando a un nuevo invitado. El artista tenía una americana azul marino y el pelo oscuro, cuidadosamente alborotado, como si se acabara de despertar o se hubiera peleado con alguien. A su espalda proyectaron una foto en la que aparecía echando polvo amarillo en la salida de agua de la depuradora. A Petra le hervía la sangre. El presentador le preguntó a Adam por qué se había decidido a realizar semejante acto. ¿De qué quería advertir como artista? Adam repitió unas frases que Petra conocía bien. Las habían formulado juntos. Pero sobre Petra y el grupo no se dijo ni una sola palabra. Como si el grupo Pirolgeb no existiese. Y ya tampoco iba a existir.
Petra salió al balcón, cogió del alfeizar un paquete de cigarrillos que Adam se había dejado olvidado allí una vez y se encendió uno. La sangre recobró su estado habitual, como cuando te pasas batiendo la nata, se forman grumos de mantequilla y al fondo queda un liquidillo extraño. Por la acera no caminaba nadie. Únicamente se veían los faros de los coches nebulosos en la distancia. El cigarrillo no le sabía bien. Lo apagó en una maceta con una planta de salvia y, con la misma mano, le dio un mamporro que la mandó hasta el borde del balcón. Petra se figuró que le bastaría con darle un toquecito con el dedo para que cayese y se estrellara contra la acera.
Se acordó de la excursión a la depuradora y de las palabras del guía, que le explicó que la construcción millonaria instalada bajo tierra no podía ampliarse con ninguna sección operativa más. «Cuando se proyectó la obra no se sabía nada de hormonas», resonaba en su cabeza. «No se puede hacer ningún cambio». Petra miraba abstraída la maceta. Tenía unas rayitas decorativas de esmalte azul. Pinchado en la tierra, junto a las hojas color caqui, había un pájaro hecho de pasta moldeable con un lazo. Puede que justo esto fuera lo menos falso de todo.
Petra rozó su pequeño pico con el dedo y, con cuidado, se acercó la maceta de nuevo.