Prólogo
Durante años, me bombardearon con historias sobre Angola. Historias que van de un extremo a otro, de quien se enamora al primer vistazo y se siente como en casa en este país o de quien lo odia y no es capaz de adaptarse.
Historias delirantes que parecen ficción, porque hay algo dentro de ti que te dice que no pueden ser reales. Siempre pensé que exageraban bastante y, tal y como dice el refrán indicado para esta ocasión, cada cual cuenta la feria según le va en ella y, en este caso, con bastante imaginación.
Durante años, no estaba segura de si conocer o no este país tan místico. Había momentos en que pensaba que sería un país de visita obligada, para sumar ese sello a mi pasaporte y confirmar lo temeraria que puedo llegar a ser.
Pero, en otras ocasiones, la miedosa que hay en mí se negaba a vivir algo así y pensaba que nunca llegaría a poner los pies allí.
Cuando se me presentó la oportunidad, no me lo pensé dos veces. Renové el pasaporte, me puse todas las vacunas obligatorias e intenté no asustarme con la cantidad de enfermedades que podría contraer, solicité el visado, me despedí de mi mejor amigo felino, hice las maletas y ahí estaba yo, lista para abrirme camino en este país desconocido, quién sabe si para enamorarme de él.
1.ª parte
Luanda
Día 1
Me desperté temprano, con esa sensación de ser una aventurera de esas que salen en las películas estadounidenses, que se embarcan en viajes a países complicados o lejanos, sin nada más que la voluntad de conocer otras culturas y nuevos pueblos, aunque, en mi caso, el país ya había sido colonizado por los portugueses.
Pero estaba tan entusiasmada con el viaje que no pude pegar ojo durante la noche, por miedo a quedarme dormida y perder el avión.
He de confesar que me encantan los aeropuertos. Aquella pantalla con todos esos destinos que tanto me gustaría visitar, ese bullicio de personas que corren de un lado a otro buscando el mostrador de facturación, las despedidas largas y llorosas, las tímidas y apresuradas para que nadie se dé cuenta de que van a llorar, las sentidas con abrazos fuertes en los que se adivina la añoranza y aquellas cortas y sonrientes en las que se adivinan las ansiadas vacaciones.
Fue un viaje de ocho horas bastante tranquilo, sentada en mi asiento, con los auriculares en los oídos, viendo películas y dejando que mi imaginación corriese libre, tratando de anticipar cómo sería mi llegada. ¿Se darán cuenta las personas de la emoción que siento por conocer su país, me tratarán bien, sabré adaptarme desde el primer momento? Todas esas preguntas desfilaban por mi cabeza. Respiraba hondo y me dejaba envolver por una actitud positiva.
Llegué a Luanda con una temperatura a la que no estoy habituada, con unos 30 grados de mucho calor y humedad, como si me hubieran envuelto en una manta sofocante que me reconfortaba y me daba la bienvenida. Como ocurre en todas las primeras veces, todo es nuevo para mí, e intento asimilarlo todo poco a poco para no perderme ni un detalle.
Vimos el desfile habitual de maletas, con los dedos entrelazados en una oración muda, rezando para que mi maleta no se hubiera perdido. Después, intenté ponerme cómoda mientras esperaba a que me vinieran a recoger. Tras una hora de espera, sentada en aquellos bancos incómodos y duros, no me fue difícil abstraerme y mirar todo lo que sucedía a mi alrededor. Miraba como un ciego que ve por primera vez, porque estar en aquel aeropuerto, que no se podía comparar con ningún otro en el que hubiera estado antes, era una experiencia única. Al fin vinieron a recogernos.
La excusa más frecuente es que hay un atasco, y nadie lo discutiría porque, en cuanto nos pusimos en marcha, vimos que esa es la palabra que más se usa por estos lares. Yo ya tenía una idea de lo que me esperaba, pero no me habían dicho que no había carreteras en la capital. Al fin y al cabo, es una capital. Lo que hay son grandes agujeros, tan grandes como para que quepa una persona, que después de varios días seguidos de lluvia son aún más profundos. Por no hablar de la ausencia de iluminación nocturna. Hay farolas, como también hay un montón de semáforos para controlar el tráfico, lo que no hay es electricidad. En ninguna parte, ni en la calle ni en el interior de las casas. Pasamos una hora esquivando tanto los agujeros como a la cantidad de gente que cruza las calles como si fueran aceras y no calzadas, por caminos sin luz, con hogueras de basura ardiendo (única fuente de iluminación), almacenes destruidos y casas —vale, admito que parece excesivo llamar «casa» a cuatro paredes de un material extraño, con un techo de chapa y sin puertas ni ventanas— hasta llegar a mi destino.
He de admitir que, después de ver la mayoría de las casas existentes, estaba bastante preocupada por saber dónde iba a vivir durante un mes, pero debo de tener buena estrella, porque nuestra casa se parece más a una mansión que a una casa, y tiene dos cosas que considero imprescindibles: baño con agua corriente y aire acondicionado. Esto sí que es vida. Lo que necesitaba ahora para estar como nueva era un buen baño para quitarme el calor pegajoso y una noche de sueño para volver a recolocar los huesos y las articulaciones, dislocadas durante el viaje.
Respirar hondo es algo que no consigo hacer, ya que el calor es agobiante y el aire huele a yodo de tanta humedad. Los mosquitos revolotean alrededor de cualquier foco de luz que encuentran y espero que se queden ahí y me dejen en paz. Después de todo, nunca me gustaron mucho los insectos y, tras la charla sobre las enfermedades que se pueden contraer en este país tropical, confieso que me dan miedo. Pero, a pesar de todo, creo que esto me va a gustar.
Día 2
He dormido como un bebé. La combinación de siete horas de vuelo, una hora de coche y el calor agobiante que siento me hace estar inmensamente agradecida por tener aire acondicionado en mi habitación. Pequeños grandes lujos. Comparto la habitación con una pequeña residente llamada ngela, sobrina de la dueña de la casa, con la que vive, y que es mi compañera de viaje y de aventuras. Una habitación rosa, que me sienta como un guante (¿acaso no soy una princesa?), con dos literas, un escritorio y una televisión de pantalla plana que no funciona, pero que queda estupenda como decoración.
Me dirigí al cuarto de baño, equipada con el cepillo de dientes y una botella de agua para mi higiene matinal. Me parece un desperdicio lavarse los dientes con agua embotellada, pero no me atrevo a incumplir las órdenes de mi médica y, en cuanto veo el color del agua que sale del grifo, deja de parecerme descabellado. El otro motivo es que, sencillamente, no quiero ponerme enferma en este país en el que el sistema de salud es tan precario, además de ser excesivamente caro.
Tomo un desayuno que no tiene nada que envidiar al que suelo tomar en Portugal, en el que nunca falta el café con leche y un bollito de pan tierno, que la pequeña ngela nos trae, y estoy lista para mi primera visita a la capital durante el día. Todo lo que ocurre en las aceras es una novedad para mí, y pasan tantas cosas que por momentos me mareo de tanto mirar de un lado a otro para no perderme nada. Una novedad extraña, tan ajena a lo que conozco, pero que me deja totalmente fascinada. El conductor que tenemos asignado es el segundo hijo de la señora que nos da alojamiento, comida y un trato digno de una princesa. Tras un tiempo conduciendo, aparca el jeep negro de lunas tintadas justo a la orilla de un riachuelo en el que hay un montón de chavales y muchos coches aparcados, con las puertas abiertas. Muy cerca de mí está un chico sin camiseta, con unos pantalones cortos llenos de agujeros y unas chanclas que claramente son dos números más pequeñas que su pie, con un cubo lleno de agua en la mano, y cuál no será mi sorpresa al verle volcar todo el contenido en el interior de un coche. Menos mal que tenemos las lunas tintadas, porque así el chaval no puede ver mi expresión de incredulidad ante lo que acaba de hacer. Al preguntar qué hacía, me explican que así es como se lavan los coches por aquí. Hay tanto polvo en el aire que solo se puede limpiar así, y como las temperaturas son tan altas, la tapicería se seca en un abrir y cerrar de ojos. Aun así, me sigue pareciendo extraño, pero quién soy yo para juzgar.
Tras acordar una hora para que limpien nuestro jeep, seguimos hacia Luanda. Cuando llego a la capital, sigo a la espera de ver todos los rasgos de una ciudad, pero ya puedo esperar sentada. Las carreteras son un caos sin carriles definidos, los peatones cruzan cuando y por donde quieren, porque tampoco existen pasos de peatones, hay tierra roja en vez de aceras y veo basura. Montones y montones de basura, mire hacia donde mire.
El día se pasa entre entrar y salir del coche, oscilar entre un calor que nos deja el alma por los suelos y un frío nórdico en el interior del coche, salir y entrar en el Belas Shopping (el centro comercial más de moda de la zona), donde me sentí casi como en Portugal y, la guinda del pastel, entrar en un supermercado angoleño. Numerosas cajas abiertas con colas de más de diez personas en cada una, más empleados de los que puedo contar y, a pesar de todo, me encuentro en el mostrador de la charcutería con otros cuatro clientes, esperando veinte minutos por lo menos mientras seis empleados que deberían atender a los clientes estaban detrás del mostrador «superatareados» hablando unos con otros o paseándose de aquí para allá. Pero de atender, nada. Típico.
Para completar el día y sentirme más angoleña, nada mejor que una comida propia de este país. Tarpón a la parrilla con plátano macho cocido. Conclusión: delicioso. Por lo menos, me alivia saber que no me voy a morir de hambre, siempre que siga ignorando algunas de las normas básicas de higiene, pero he asumido la vieja máxima de que ojos que no ven, corazón que no siente. En mi caso, ojos que no ven, estómago que no se revuelve.
Me sorprendo a mí misma por la naturalidad y la desenvoltura con que acepto las realidades de este país.
Día 3
Ayer tuvimos una noche de tormenta y de lluvia. Para mí fue un espectáculo lindo de la madre naturaleza, con el cielo oscuro iluminándose constantemente por los relámpagos. La primera vez que vi iluminación nocturna en este país. Pero por culpa de eso se fue la electricidad en casi todas las casas, menos en la nuestra porque, gracias a todos los dioses existentes y alguno más que me pueda inventar, tenemos generador.
Me desperté muy temprano, en parte porque aquí no se puede dormir hasta tarde. Hay que dar vueltas, ir a muchos sitios, y hay que tener en cuenta el tiempo que vamos a perder en los atascos. Para un viaje que en cualquier otro sitio llevaría quince minutos, aquí echamos hora y media en el mejor de los casos. Pero no me quejo, porque la vista es siempre diferente, aunque pasemos por los mismos lugares. Primera visita mañanera cuando iba a desayunar: Cucarachas de un tamaño sobrenatural, al menos para mis estándares, caminando por todo el suelo como en una película de terror, ¿y qué hago yo? ¿Gritar a pleno pulmón, asustada, pidiendo auxilio? ¿Ponerme en plan exterminadora, zapato en ristre? Pues no, nada de eso. De puntillas, como si caminara por un campo de minas, con todo el cuidado de no pisar ninguna, seguí mi camino y dejé que ellas siguieran a lo suyo.