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Original text "O arrendamento" written in PT by Daniela Costa,
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Published in edition #2 2019-2023

Sín titulo

Translated from PT to ES by Sara De Albornoz Domínguez
Written in PT by Daniela Costa

Mis dedos, toscos por el trabajo y la vejez, me arañan las mejillas cada vez que me seco estas lágrimas que no me abandonan. Estoy convencida de que el mar no tiene fin y no sé de dónde me nace tanto sufrimiento, si ya estoy muerta por dentro. ¿No habrá paz después de que todo termine?

Nunca he visto el mar, pero sé cómo se hacen los caminos. Al agua nadie la atrapa, va siempre por donde quiere, pero yo sé encauzarla y sacar partido de esa tenacidad suya, antes de que se me vuelva a escapar y huya hacia los confines para llenar los vacíos de mi desconocimiento. Todavía no he llegado a vislumbrar ese enorme estupor que me provoca la contemplación de los océanos; soy analfabeta de horizontes y ya no logro hallar en lo más profundo de mi ser nada que permita satisfacer los mares de la curiosidad de esos inspectores de ahí dentro.

¿Qué les puedo decir? ¿Qué sé yo, salvo que no hay vuelta atrás? Mi luto era de por vida, pero eso lo llevaba bien; vestía de negro, cumplía los preceptos que pide que se hagan por ella en la Tierra un alma que Dios la tenga en su gloria, me abstenía de extravagancias (¡como si pudiera tenerlas!) y me acostumbré a esta forma de vivir agarrada a la negrura. Pero no conocía aún el regusto que le queda a una persona cuando la tragedia llama a su puerta y anuncia que cada día que pase será más duro que el anterior. Solo ahora he sentido el ímpetu del abismo, a pesar de haber tenido ya una sospecha de su profundidad.

A veces, me sorprendía a mí misma pensando que el señor cura corría peligro de muerte. Llegué a decirle:

—Padre, váyase a Francia, donde están sus padres, que allí nadie le hará daño.

Pero él no sé cómo se las ingeniaba para ahuyentar el miedo, era como si hubiese nacido ajeno a la debilidad, y me respondió así:

—Sabe que Cristo luchó, aun sabiendo que lo iban a matar. Él era consciente de todo lo que tendría que pasar y tenía la posibilidad de librarse de la muerte y, aun así, prefirió no huir.

Que Dios me perdone mi poca fe, que es mitad miedo y otro tanto ignorancia, pero le repliqué:

—Usted no es Cristo, padre. ¡Huya!

Me miró con aquellos ojos que eran como caballos salvajes, y me sentí abrumada.

—Si huyo, seré un cobarde. —Y ahí se acabó la conversación.

Siempre había vivido en la aldea, mi vida estuvo libre de acontecimientos de interés. Soy una vieja que solo sabe arar la tierra y adivinar el tiempo por el color y la velocidad de las nubes que nacen detrás de la sierra. La pobreza era una condición aferrada a nuestra piel como la tierra a las uñas de los pies. Mis hijos, en cambio, quisieron enfrentarse a ella, y yo los apoyé. Quería que les fuera mejor que a mí. Los vi partir uno a uno hacia Francia. Después, empecé a recibir cartas, dinero, fotografías de las bodas y de los nietos e instrucciones para construir casas. Mi mayor alegría era cuando me venían a visitar, aunque sus familias hubieran crecido en número de personas y en comodidades y mi casa fuera poco más que una cuadra. Tuve que ver el tamaño de las casas que construyeron en la aldea, los distintos utensilios y muebles que compraron para llenarlas, la ropa para diferentes ocasiones que traían y la cantidad de comida con la que se abastecían para darme cuenta de lo que nunca les había dado. Observaba esto, pero no había culpa ni resentimiento por ninguna de las partes. A quien da lo que tiene, no se le puede pedir más.

Un día, estando ya viuda, llamé a una vecina y le di un dulce para que me leyera una carta de mi hija Margarida. Decía que su hija mayor estaba en edad de ir a la escuela y que querían que estudiara en Portugal. Que me la mandasen, que yo me encargaría de ella, eso fue lo que le pedí a la chica que escribiera en el papel carta que había comprado en la ciudad. Al verano siguiente, la niña vino de vacaciones y, en el momento de la partida, rompió a llorar al ver que la familia se iba y ella se quedaba. Se me partió el corazón, pero hice todo lo que pude para que mi nieta se sintiera a gusto conmigo. Después, al año siguiente, su hermana también se quedó y ya fue más fácil porque siempre se tenían la una a la otra para consolarse. Cuando querían hacer trastadas, hablaban en francés, y yo hacía como que me enfadaba, pero me gustaba aquello.

Hasta que Paula terminó la escuela primaria y sus padres quisieron que fuera al instituto. Pero ¿cómo nos arreglaríamos si ni siquiera había una carretera que comunicase Vila Real con nuestra aldea? Mandar a la cría a pie, imposible, sería más de una hora y media para cada lado, por no hablar del clima extremo que hay en la sierra tanto en verano como en invierno. Mi hija acabó arreglándolo de esta manera: ahorró lo que pudo y compró una casa en Vila Real y me pidió que me fuera a vivir allí con las niñas. Cuánto me costó acostumbrarme a esa vida de comprarlo todo hecho y pasar más tiempo dentro que fuera de casa, pero en aquella época ya estaba tan encariñada con las pequeñas que estoy segura de que me iría a cualquier sitio del mundo en el que me necesitaran. Y así, me convertí en visitante en mi propia tierra y empecé a ver aquello que los que están dentro no consiguen ver. Solo en ese momento, cuando cogía a mis nietas y me las llevaba a la aldea el fin de semana o en vacaciones para atender la huerta —pues a los animales ya nos los habíamos comido, o los habíamos vendido, o dado—, solo entonces fui consciente de la miseria a la que estábamos sometidos. Sin una carretera por la que pudiese circular un coche para llegar al pueblo en un momento de apuro, sin un teléfono para hablar con quien estaba en la guerra o emigrado o hasta para llamar a un médico, sin electricidad para enchufar un aparato… Entendía ahora que quien salía de ese destierro ya no podía volver, y por mi pecho pasó una nube negra de disgusto al pensar que la lejanía de los hijos y de los nietos crecía con esa idea de separación irremediable.

La casa en la que vivíamos en la ciudad estaba nada más entrar en Vila Real, pasando la Cruz das Almas en dirección a la Escuela Industrial. Era una casa buena y tenía un jardín, que aprendí a cuidar a costa de mis ansias por mancharme los pies de tierra. Estaba situada en un edificio de dos plantas, pero las calles circundantes estaban flanqueadas por grandes casas en las que vivían ingenieros, profesores y médicos; uno de ellos era el Dr. Bento, que era quien solía acudir cuando algún disgusto en la aldea obligaba a llamar al médico y al cura; otro vecino era don Felismino Morgado, juez, hombre de pocas palabras. Los martes y los viernes, días de mercado, las mujeres de esos hombres importantes salían muy temprano con las criadas para escoger los mejores productos antes de que llegase el aluvión de personas de todas las aldeas de la zona. Yo prefería ir más tarde para encontrarme a alguna vecina de la aldea que me trajera noticias de mi tierra. Muchas veces, me pedían favores que yo hacía con gusto, como ir a llevar papeles a la administración o averiguar alguna información en Correos. A mis días de reclusión en casa les sobraba tiempo, y cualquier pretexto para salir me animaba, tanto más si podía serle útil a alguien. Por otro lado, me sentía como una gran señora por no tener que doblar el lomo para arrancar algo para comer como mis vecinos, y esos pequeños favores que les hacía me ayudaban a tener la conciencia tranquila. Así que, como adquirí la costumbre de ir a diario a misa, describí en confesión ese sentimiento de desazón por tener un privilegio que me alejaba de mis semejantes.

Mientras tanto, a mi hija y a mi yerno la casa les suponía muchos gastos y decidieron alquilar una parte. Como tenía dos plantas, pusimos en alquiler la habitación y la salita de abajo. Al lado había un cuarto de baño que sería de uso exclusivo del inquilino. En ese piso estaban también el comedor y la cocina, y en el de arriba estaban nuestras habitaciones y otro cuarto de baño. Dependiendo del contrato que hiciésemos, yo podría cocinar para el huésped, ya que no íbamos a dar derecho a cocina.

Pues bien, entre los que se presentaron para el alquiler, apareció un cura. Yo no tomaba ninguna decisión, solo hacía lo que me mandaba mi hija Margarida, pero cuando hablé con ella por teléfono traté de hacerle ver que tenía preferencia por él. Primero, porque siempre es una buena referencia, y hasta podría influir en mis nietas, que no mostraban mucho interés por las cosas de la Iglesia. Y después, por un no sé qué que no consigo explicar. Me gustó y me inspiró buenos sentimientos, creo que fue eso. Mi hija Guida estuvo de acuerdo y poco después empecé a cocinar para cuatro. No tardé mucho tiempo en confiarle la educación de las dos muchachas, que estudiaban en el instituto y necesitaban que se encargara de su educación alguien capaz de seguir sus estudios y plantear las exigencias necesarias. Como decía, yo soy analfabeta.

Este dolor me asfixia y detesto estar en este lugar. En mis oraciones, he sido constante en algunos ruegos a lo largo de la vida: que Dios me librase de morir en pecado mortal, que conservase la salud de los míos, que me alejara del escándalo, que no permitiese que conociera la prisión, el hospital ni los tribunales. Ya se ve que mis plegarias no fueron escuchadas, pero aún no he sido capaz de entender qué pecados habré cometido para merecer esto.

Alquilamos la habitación hace seis años y yo no podía estar más satisfecha con mi huésped. Siempre cordial, recto, de buen ánimo y sabio como pocos. Sin duda conseguí que mis nietas tuviesen una influencia positiva, pues lo escuchaban y le obedecían, y todos los consejos que les daba eran para bien. Recuerdo que, una noche, la más pequeña dijo una mentira mientras estábamos cenando. Ya no me acuerdo sobre qué, pero era algo sin importancia. El cura la pilló y repitió varias veces la misma pregunta, dándole a entender que podía corregir la respuesta. No estoy segura de si ella había faltado a clase o si era otra cosa menor, pero sé que él, con calma, le hizo entender que no creía lo que estaba diciendo, para que rectificase, mientras ella tercamente insistía en lo que había dicho. Tras un tiempo, sin cambiar su tono de voz ni usar una sola palabra que la humillase o la despreciase, le dejó claro que sabía que lo que había dicho no era verdad y que no toleraba la mentira. No sé cómo conseguía hacer aquello, sin necesidad de reñir para hacerlas entrar en razón. Incluso yo, que nunca había faltado a la verdad, me encontré a mí misma pensando en las veces que, obligada por la situación, había distorsionado las cosas o no lo había contado todo… y que eso también se podía considerar mentir.

Después, se marchó. Se fue a Lisboa, no sé qué fue de él, pero creo que siguió siendo profesor, como había sido hasta entonces en el seminario.

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