Tengo cuatro años y no he subido nunca más allá del primer piso. Estoy convencido de que la serpiente azul de la barandilla es interminable, de que sube y sube y sube, de que hace estallar el techo de brea de nuestro bloque de pisos y avanza invisible hacia el cielo. Es un pensamiento que
no cuento a nadie. El miedo se me calienta bajo la flama de este pensamiento.
La gente baja de los pisos superiores, desde el cielo, a veces hablan en voz muy baja y yo no oigo lo que se dicen. Pero nunca hay un silencio pactado entre ellos. Nunca hay tran-qui-li-dad. Los susurros flotan de uno a otro. Son como abejas o quizá como moscas obesas, que nunca sabe uno qué pueden ocultar.
Pero entre la gente no hay solamente susurros. Otras veces hay una alegría ridícula. Los hombres beben sin parar en unos vasos pequeños. Me imagino que dentro de los vasos pequeños hay un espíritu encantado que libera su corazón y les desata la lengua. Pero también sé que a veces el es píritu los vuelve locos, y entonces tanto los susurros como la alegría dejan sitio a los gritos de las mujeres. Cada vez que se escuchan los gritos de las mujeres de nuestro bloque de pisos, mi madre me dice que no tienen nada que ver con nosotros y me abraza. A mí me gusta eso: que mi madre me abrace, así que —en el fondo de mi alma— estoy del lado del espíritu que vuelve locos a los hombres.
Cada vez más a menudo, nos quedamos a oscuras. ¡Otra vez ha cortado la luz esa gente!, dijo mi padre una vez. Mamá levantó el índice y se lo llevó a los labios. Mi padre ya no pronunció nunca más esa frase, pero a mí ya no se me ha olvidado. Cuando esa gente vuelve a dar la luz, delante de cada puerta de nuestro rellano aparece una sillita. En esa sillita se sienta el hombre de la casa. A veces, aunque muy de vez en cuando, in cluso a nosotros, a los niños, nos permiten acompañarlos. Los hombres se dicen palabras que solamente entiendo a medias. Todos son jóvenes, todos tienen dentaduras deslumbrantes que brillan en la oscuridad.
Los que bajan desde el cielo, de los pisos superiores, ya no tienen dientes, se parecen a los niños mayores, que los perdieron nada más comenzar el colegio. No sé por qué, pero los que bajan desde el cielo no se enorgullecen en absoluto de sus bocas desdentadas. Miro los dientes de mi padre, miro los dientes de nuestros vecinos.
A veces la luz estalla de repente, todo nuestro bloque de pisos se ilu mina y me imagino entonces que vivimos dentro de un fuego que no nos puede alcanzar. Cuando esa gente vuelve a dar la luz, todos los hombres cierran los ojos por un momento y dejan salir un murmullo de desconten to que apenas dura un instante.
Tengo cuatro años, es de noche, todas las luces están apagadas, me desvelo y llamo a mi madre. Mi madre no me contesta. Llamo a mi padre, mi padre no me contesta. Estoy solo y todo está negro, tengo cuatro años y sé leer el reloj de pared. Tengo cuatro años, son las cinco de la mañana y me han abandonado.
Me dirijo a la cocina, sé exactamente adónde voy, me encaramo a una silla, llego al cajón donde mi padre guarda una pequeña hacha. El ha cha tiene el mango pintado mitad rojo mitad blanco. Cojo el hacha, cojo la silla, la coloco delante de la puerta que da al mundo. Me subo a la silla y comienzo a dar golpes en la puerta de madera con el filo del hacha. Estoy llorando y dando golpes en la madera.
Casi he conseguido hacer una grieta en la puerta por donde podría entrar mi ángel de la guarda. La abuela me dijo una vez que tengo un ángel de la guarda. Más allá, en el mundo, no está mi ángel de la guarda. Más allá está el tío Petre, el sastre, que me grita que pare. Yo no paro y el tío Petre me grita: ¿qué te pasa, niño, qué cojones te pasa?
Dejo caer el hacha, salto de la silla y me voy corriendo a la habita ción del fondo, donde lloro, con las rodillas en el pecho. El tío Petre le da patadas a nuestra puerta, nuestra puerta echa a volar por nuestro pequeño pasillo, pero yo no la veo, ya no veo nada, tengo una cortina de lágrimas en los ojos. El tío Petre viene a la habitación del fondo y me dice que lo mire. No quiero. Y entonces viene mi madre.
Mi madre empuja con una mano al Tío Petre y me abraza, como cuando se oyen los gritos de las mujeres en nuestro bloque de pisos. Ya no tengo lágrimas, puedo ver cómo mi padre llena la habitación al entrar. Del hombro le cuelga una bolsa de plástico azul que deja entrever el cuello de una botella de leche vacía.
Al día siguiente, mis padres me llevaron con Petruța. Era el uno de agosto. Sobre nosotros ardía el cielo, y los zapatos de mamá dejaban huellas en el asfalto. Ese día decidí que ya no tendría miedo jamás. Ese día decidí que ya era mayor. Quise declararle la guerra a Petruța desde nuestro primer encuentro, pero tenía una mirada que no admitía oposición. Petruța tenía unos ojos de gigante bueno. Era la persona más vieja que había visto. No le declaré la guerra, me enamoré de sus ojos y comencé a escucharlos. Y no sé por qué, pero desde entonces jamás he podido mirar largamente a los ojos a una persona mayor.
Mis padres enseñaban matemáticas en la única escuela primaria de la ciudad, las matemáticas eran un continente alejado, al que llegabas después de enterarte de que tenías dos manzanas y de que si Petruța te daba otras dos, acabarías teniendo cuatro manzanas. No me gustaban las manzanas.
A Petruța le pagaban para cuidarme mientras mis padres estaban ocupados en la escuela o en otras cosas. Y ella realmente me cuidaba. Me cortaba las manzanas en trozos. Jamás he vuelto a comer una manzana si una mano de mujer no me la había cortado antes en trozos. Mis padres me depositaban de madrugada en casa de Petruța y venían a recogerme después, por la tarde. Fui feliz con Petruța, escuchá bamos juntos las noticias que llegaban por las ondas de la radio desde la capital. Eran noticias sobre el Partido Único y sobre Nuestro Gran Líder, pero para Petruța esas noticias no significaban nada. Cuando se oía la voz de Nuestro Gran Líder, ella hacía pequeños movimientos con la mano golpeando el aire que subía desde el suelo, en un gesto que no podía signi ficar otra cosa que: Venga ya…
Un día, Petruța me preguntó, sin preámbulos:
—¿Quieres que te enseñe a bailar?
No le di ninguna respuesta, porque no la tenía. Nadie me había propuesto una cosa parecida y tampoco estaba muy seguro de lo que quería decir bailar. Petruța interpretó mi silencio como una afirmación. Petruța me enseñó a bailar y ni siquiera sé cuándo llegó octubre.
Tenía un reloj de cuco, el cuco salía de su casita de madera con dignidad y daba la hora exacta. Era octubre, el reloj de cuco se estaba preparando para dar las doce. Entonces, Petruța tuvo otra idea, que me cambió la vida. Ella solía contarme cuentos cada día. Pero esta vez ya no me pidió escucharla:
—Ahora, cuéntame tú un cuento.
Miré por la ventana, y en el jardín (Petruța vivía en un apartamento con una sola habitación en una pequeña villa construida por los alemanes durante la Última Gran Guerra, de la cual yo no tenía conocimiento) vi un árbol enorme y grisáceo y deshojado y muy solo.
Le conté a Petruța un cuento de un ogro que quería ser el Príncipe Azul y que luchó, hasta el final, con otros ogros más pequeños, que vivían dentro de él mismo. Petruța me miró con sus ojos grandes y buenos y me dijo solamente:
—Tú tienes el don de contar cuentos.
Petruța no hablaba mucho, pero decía siempre todo lo que había que decir. Durante un año fui a su casa como si fuese a una academia, aunque no supiera lo que significaba una academia.
Crecí a su imagen y semejanza: ella era solitaria, yo era solitario. Éramos dos solitarios. Aquel año —que fue el más feliz de mi vida— me alejé de los amigos de nuestro bloque de pisos, aquel año me volví salvaje, por lo tanto libre. Estaba muy orgulloso de mi libertad. Aquel año me coloqué sobre los hombros el abrigo de esa libertad y jamás quise ya qui tármelo, aquel año me enseñó a creer en las islas.
Otro día, no se sabe de dónde, en el jardín de Petruța apareció un gato negro con una raya nacarada que le dividía el cráneo de una forma ridícula. A Petruța no le gustaban especialmente los animales, los llamaba alimañas, había trazado una frontera muy clara entre las alimañas y las personas y la mantenía con firmeza. Pero ese gato negro… Quizá Petruța viera algo en él o quizás lo hiciera todo sin darse cuenta de la importancia de sus acciones, de la misma manera que les sucede, de tanto en tanto, a los mortales.
Petruța decidió, sin consultarme, que desde ese momento en adelante nosotros cuidaríamos al gato. Rechazó mi propuesta de darle un nombre. Un nombre es algo definitivo, creo que a Petruța no le gustaban las cosas definitivas. Mi padre no supo nunca qué hacía con la leche que él iba a buscar levantándose a las cuatro de la madrugada. Mi padre no supo
nunca que la compartía con un gato negro que jamás tuvo un nombre propio suyo. Mi madre quizá sí lo supiera, mi madre siempre lo ha sabido todo.
Petruța y yo teníamos un secreto. Y lo que más cuenta en la intimi dad entre dos personas es compartir un secreto. Había llegado de nuevo el verano. Y un día de ese verano, por primera vez desde que nos habíamos conocido, el gato negro dejó de venir al jardín. Petruța y yo corrimos desesperados hasta la calle. Nos habíamos asustado pensando que lo en contraríamos despedazado por la ruedas de un coche, y sentimos entonces que no tuviera un nombre para poder llamarlo, pero ya era demasiado tarde.
Lo buscamos durante dos horas largas, luego nos sentamos el uno al lado del otro en el bordillo y dejamos que se instalara entre nosotros un silencio que podría significar cualquier cosa. Por encima, se extendía un trozo de cielo que estaba empezando a sangrar.