(...) Por no saber, entré en el club poco después de que abrieran, cuando la gente joven estaba todavía entonándose en las cervecerías cercanas. Por la pista, lo único que saltaban eran los efectos luminosos y el tecno-set de introducción de los DJ recordaba más a mantras de un monje budista que a algo satánico. Por el reflejo húmedo del suelo, estaba claro que hasta hacía media hora había estado dando vueltas por la sala el servicio de limpieza. Así que me puse mientras a meditar sobre lo ilusorio del destino humano y de vez en cuando iba a por una cerveza antes de que se empezasen a formar las colas para los cócteles. A lo mejor si vengo más tarde solo dejan pasar a chicas, o a parejas, como mucho. Las cosas como son, el sector del ocio nocturno tiene mil veces más claro lo del uso de cuotas que el ámbito político. La gente como yo —machos beta bebedores del alcohol más barato— es en la que no están pensando en ningún club del mundo.
Cuando ya se me estaba subiendo a la cabeza la espuma de la cerveza, empezaron a aparecer las primeras Afroditas en las mesitas. Cuanto más bonitas eran, más ínfulas se daban. Mientras, de vez en cuando, ya se subía algún valiente a bailar al escenario, borracho como una cuba. Cuando finalmente caía en que resultaba más patético que cool, lo dejaba en seguida, concienciado. Y nada, a seguir bebiendo. Y otros dos más poco después. Step touch, step touch, mambo... Y de nuevo nada. Después de un rato ya eran exactamente siete los valientes. Incluso se subieron de un salto a las barras de baile unas ninfas contratadas, en ropa interior sexi con estampado de tigre. Pero, de repente, nos pusimos a revolvernos absolutamente todos dentro de aquel crisol, hasta el fotógrafo del club con una fulgurante Olympus de la serie E-M10. Si a esa euforia colectiva no es a la que en la Antigüedad se denominaba dionisiaca, ¡ya no sé qué otra cosa podía ser!
(...) La elegida por la que me entregué a una danza infernal no tenía pecho ni cara y se le llama Muerte. La infalible cazadora de todos los cazadores. En cuanto ajusto la respiración y el movimiento del cuerpo a un cierto estado mental despersonalizado, soy capaz de sentir su frío roce. Esta es mi forma de soltar la frustración: purificarme en las aguas del olvido. Borrar por un momento, no solo a Andrea y todas las dificultades diarias, sino también la propia pesadumbre en sí, mi propia historia. Diluirme en la risa y el baile que, aunque surgiera de antiguas ceremonias sexuales, oculta tras la cortina del gozo la puerta al vacío. El vacío que antecede la evolución del ser humano. ¡Así que en el infierno —¿dónde sino en el infierno?— conseguí llegar al umbral de esa puerta! Un poco borracho, en una orgía de gente sin nombre y con la música mecánica de ordenadores portátiles, bafles y otros aparatos, invité a bailar a la muerte; y esta asintió con la cabeza.
El olvido. E o vid ... Olv o… Pom, pom, pom, pum, pom, pom, pom. De repente, en esa muerte mía se coló un ángel. Ningún miedo, no me voy a poner ahora con esoterismos baratos, aunque en el momento no tenía ninguna noción clara de la realidad. En resumen, el manager del club nos tenía preparada una sorpresa para cuando dieran las doce: un pequeño espectáculo teatral. Las ninfas de las barras desaparecieron en los vestuarios. Y el ángel, que con una acrobacia se aupó a unas cuerdas que colgaban sobre el escenario, era un estríper alado con solamente un tanga rosa y un violín. Era muy probable que también fuera una estríper, a esa altura no podía verlo tan bien. Digamos mejor que era algo intermedio, algo no binario, como sucede con los ángeles. Y sus alas eran, por supuesto, de quita y pon, en stock en cualquier tienda de alquiler de disfraces. También el violín parecía solo una maqueta de plástico; pero eso daba igual.
En cuanto el ángel rozó las cuerdas con el arco, el DJ cambió los set mortales por un remix de conciertos de cuerda. Por las sensacionales proyecciones de vídeo que acompañaban la actuación, diría que era la Música para los fuegos de artificio de Händel, solo que escrita originariamente para una banda de fiesta de pueblo. El resto de la gente, incluido el manager, tenía más que suficiente con la mera apariencia de música distinguida y extinta, de tiempos aún anteriores a la prehistoria actual. Y como no tenían ni idea de cómo bailarla, levantaron curiosos sus grabadoras de vídeo de bolsillo. Con la otra mano se cubrían los ojos rojos ante el aluvión de luz.
Un maestro en tanga, en el infierno, en playback. Si hubiera sido perfectamente absurdo, no habría tocado en mí también algo sagrado que yo estaba intentando matar a golpes. De los movimientos del ángel con el arco salían despedidas chispas, iguales a las que salen cuando se suelda acero, y su instrumento de cuerda se me clavó en el corazón. ¡Qué va, esa no era la muerte! Era un enviado, si no un dios, de la vida, del amor y de todo. Claro que en realidad se trataba de un bobo de gimnasio o de un salón de masajes que solo hacía de ser alado sin que nadie se lo tragara. Una bengala en las tinieblas del devenir humano… y nada más. Pero, sin quererlo, se produjo un impacto, que era solo para mí, y cuya intensidad había de ser duradera. Todo aquel que renuncia a sus anhelos juveniles es perseguido por estas señales de forma bastante habitual. Unas veces reflejadas en un sueño, y otras, a través de la infelicidad en el momento en el que se debería ser más feliz. De forma paralela, la persona también inventa técnicas para acallar dichos reproches y, frecuentemente, hasta encuentra un nuevo sentido a su vida en la propia lucha contra ellos.
(...) No, todavía no puedo sentar la cabeza. Hacer un pacto con un empleador por tiempo indefinido sin perder una gota de sangre. No ponerme preservativo antes de hacer el amor, pero ponerle en el dedito un anillo de compromiso a Andrea. No elegir el nombre de nuevos personajes literarios sino de próximos recién nacidos y que nuestros padres asciendan en el libro de la vida a la categoría de abuelos. No apropiarme del papel protagonista en el capítulo final de la dinastía —dejémosle eso al apocalipsis—, ni crear las condiciones para su continuación en una sitcom. Cumplir el sueño sempiterno de la gente de provincias, convertirme en un relevo, en una transición, sacrificarme… Que la poesía acabe con la rima de dinero’ y te quiero. Aunque el embarazo liberase a Andrea de sus dolores menstruales, yo menstruaría psíquicamente al ver su barriga rebosante. ¡No quiero a ese niño! Lo tiraré por la ventana de la maternidad o empujaré el cochecito para que lo atropelle el tranvía. El niño del que aquí estamos hablando soy yo, un huérfano entre la gente, al borde del aborto. ¿Me entendéis? ¿Habla alguien mi idioma? ¡A ese niño hay que salvarlo!
De igual manera, añado que no es por boicotear el actual orden social. Convertirme en su intruso y en su cara opuesta. No sucumbo al romanticismo de los malditos, ya he conocido suficientes desgraciados como para eso. Papá se gana la vida de trabajador callejero en una ONG, así que desde la niñez pasé la Nochebuena con vagabundos a la mesa a los que no quería nadie. Aunque eligieras correr su misma suerte —y no es algo que la mayor parte de ellos haya decidido—, la calle y algún madero te iban a atizar tan fuerte que de tu deseo de libertad te iban a quedar solo los dientes arrancados.
¿Otra solución? ¿Qué tal continuar estudiando, pasar de máster a catedrático? ¿Llegar a ser una autoridad, prepararte para la lucha por los derechos de los más débiles desde la soledad de tu torre y mirar desde la altura las viviendas familiares? Si uno no tiene suficiente fe para ser monje, todavía puede entregarse a la orden de los académicos. Subordinar una mente joven a las leyes de relativizaciones infinitas, refutaciones y polémicas en las que la valentía es sacada a empujones por la fría certeza de que las ideas son de repente hipótesis, las hipótesis son referencias a otras, las referencias son cuchicheos al pie de página… Y el sabio escribe que solo le quedarán unos brazos que han olvidado abrazar.
Me mentí pensando que, tras haber desdeñado vivir en lo más bajo y en alturas dejadas de la mano de Dios, había llegado la hora de tomar las riendas de un destino igual del que provenía: el destino de mis padres. Agarrarme a un amor del que había escrito durante tanto tiempo y tapar con una invitación de boda el agujero de su divorcio. Vivir de un trabajo, cuando hasta entonces había vivido a costa de otros. Ahora que se me ofrecía todo ello como una senda caminada durante siglos hacia la fosa común, de repente se despide el estríper moviendo las alas, una música de ensueño de mi niñez levanta remolinos de humo de los cigarrillos, y yo, lo quiera o no, tengo que dar media vuelta por tercera vez. Retorno del infierno de la noche despoblada hacia Andrea, mientras que la abandono mentalmente. Desde ese momento, en la memoria tengo una sola cosa: invéntate tu propio destino. Con fervor. Sin miramientos. Aunque no hagas otra cosa que errar entre las posibilidades y al final no te decidas por nada.
A quien no sabe por dónde tirar, el tito Google se lo dice. Un proyecto de doctorado en su origen al servicio de la digitalización de las bibliotecas, gracias a un cómodo algoritmo para la búsqueda de información, saltó a la posición de buscador preferido en internet y una de las marcas más valoradas del mundo. El resto de marcas, para mejorar su posición de búsqueda, reaccionaron amontonando spams. El acceso más sencillo a la información inspiró también de forma secundaria el boom de la información basura. Junto a la tecla «Buscar con Google» existe la tecla «Voy a tener suert», que te dirige directamente a la primera página de la búsqueda. Tecleé en el buscador algo como «no quiero trabajar después de la universidad, qué hago», y la tecla me teletransportó a una entrevista sobre estilos de vida con una, así llamada, voluntaria europea. Tras algunas frases algo nebulosas del tipo «una oportunidad única», «cambiar el mundo a mejor» o «encontré el sentido» acompañadas de selfies borrosos, venía un enlace a una página con proyectos concretos. Tras clicar en él, lo que destacaba como más actual era una oferta de voluntariado de un año en Burdeos, Francia, con el patrocinio directo de la Casa de la Unión Europea. En la sinopsis no quedaba muy claro cuál era el programa de la estancia. Probablemente todo y nada con suficiente tiempo libre. Tenía que haber en total doce voluntarios de distintos países, lo que, comparado con el resto de proyectos para dos o tres desdichados perdidos en algún bosque, hacía que destacara aún más. Y la UE cubría todos los costes.
(...) ¿Que así me contamino de propaganda europea? Por favor, ¿es que se puede ser puro hoy en día? Casi me atrevería a decir «elige tu propaganda y ámala», si de todos modos no dependiera de lo inasequible de cada situación concreta. La pureza política, eso se llevaba en nuestro país tras la caída del comunismo, en el que se les llamaba «camaradas» hasta al cepillo y a la pasta de dientes y «comité central» a la boca. Con el rechazo a la retórica propagandística de entonces, apolillada hasta el ridículo, por poco renunciamos a la política en sí. Con la perspectiva que da un cuarto de siglo, la gente se da cuenta, por fortuna, de que hasta la inocente antipoliticidad era en realidad solo un truco de algunos de los más hábiles, que a la sombra de los carteles electorales se repartían la riqueza de la nación. Ahora ya es hora de tomar más en serio el control de la democracia con nuestras propias manos, mientras sigamos teniendo un techo bajo el que cobijarnos. Salgamos a la calle, antes de que durmamos en ella. Aprender cómo funciona políticamente Europa en este sentido, me pareció, cuando menos, instructivo, aunque fuera a decepcionarme.
En el año 2004, cuando Chequia entró en la Unión Europea, me pilló con casi quince años. Yo aún no había descubierto la ópera, como sí había pasado con el placer del onanismo o la apolillada Iglesia católica, que tiempo atrás había sido mi madre adoptiva. La incorporación la recuerdo por algunas imágenes en televisión como un acontecimiento festivo contra el que no se refunfuñaba mucho. El presidente de entonces presentó por un lado la solicitud de admisión a la UE, mientras que en el referéndum sobre el ingreso votó en contra junto a esa quinta parte que se oponía. La celebración la hizo después como provocación en el monte Blaník, en el que sus míticos caballeros debían rendir vasallaje, después de a la OTAN, también a la Política Común de Seguridad y Defensa (PCSD). Y su aversión se intensificó con el surgimiento del Tratado de Lisboa tres años después, que consideraba una desviación de la Unión «de la liberalización a la unificación», o dicho de otra manera, de la libertad a la igualdad, del empresario checo al comunista europeo.
Yo percibía ambas cosas: tanto el generoso flujo de ayudas, simbolizado con el círculo de estrellas de oro en las más distintas obras de nueva construcción, como los gruñidos contra la severidad de las regulaciones adoptadas, que arruinó más de una cantina y a más de un agricultor. Pero, por lo general, cuando sacaba el argumentario europeo sobre este u otro ámbito, me era más cercana la erudición que la defensa tabernaria de los representantes del pueblo checo, cuyo trillado sentimiento de «colonización de Bruselas» no compartía. ¿Por qué hacer de nosotros una provincia desvalida mentalmente si, con la lógica del proyecto europeo, deberíamos convertirnos en sus coautores? También estaba agradecido a la UE por mi erasmus, que no podía haber salido peor. No obstante, la visita a Bruselas me quitó la borrachera de golpe.
A unas horas en autobús desde la sucia, hipócrita y colapsada París, me dio la bienvenida la sala de exposiciones de Europa, una ciudad medio golosina para muñequitas de balneario, medio complejo de edificios superlujosos en los que se reúne el Poder. Os diré una cosa: aunque los que se reunieran fueran dioses, mientras exista una sola víctima de la injusticia, es necesario estar alerta ante cualquier forma de poder. No dejarse arrullar con sus cancioncillas. Y estar siempre del lado de los débiles. Esto exactamente es la base de la intelectualidad, como determinó Émile Zola: no se trata solo de una clase de gente aguda e incomprensible, como se los caricaturiza habitualmente. Un intelectual es un erudito que manifiesta valor, aun en perjuicio de su propia carrera.
Lo que me estremecieron mis primeras impresiones de Bruselas, paradójicamente culminó con la visita al Parlamentarium, un centro de visitantes supermoderno, con el que por aquel entonces esperaba intensificar mi interés por la Unión Europea. Por desgracia, estaba hecho como para tontos, quizá oficialmente para niños. Ni las tecnologías más caras podían ocultar la desnudez de la idea que ahí se erguía como única: «La unidad europea dentro de su diversidad nos salvará de la Tercera Guerra Mundial». Esperaba algo más del concepto; aquello no era más que un eslogan que se repetía en forma de bocadillos de cómic en boca de los pensadores más destacados de los últimos siglos: desde Churchill hasta Wagner, Camus o Kafka. Eso me ofendió. Esa propaganda desconsiderada hacia otros relatos, sin contar el relato completo de la Unión con todos sus contrastes, derrotas, incertidumbres… que es el que resultaría creíble.
Y así me decidí por un año de voluntariado europeo para entrar en aquella vacuidad y dar forma a mi propio relato a través de ella. «¡Otra huida!», se entusiasmaba mi conciencia checa, aunque, como seguramente sabréis, más bien era todo lo checo lo que me distanciaba de mí mismo, lo supuestamente bueno, o dicho de otra forma: planta un árbol, construye una casa, engendra un hijo desagradecido. Buscaba un bote salvavidas que me llevara lejos de todas esas arboledas, ciudades y casas de maternidad, cuyos arruinados partidarios están aguardando cada día tu propio fracaso. Y el bote apareció, solo había que descender primero hasta el corazón del infierno.
Los checos no conocían el proyecto o eran demasiado vagos para sacar el hocico de la madriguera, por lo que, teniendo en cuenta la cuota obligada de aceptar a un checo, busqué en vano quiénes eran mis competidores. Me cogieron inmediatamente sin leer mi currículum.
Entonces reuní el coraje para anunciárselo a Andrea. Se quedó del color de la pared, no entendía nada.
—¿Acabamos de empezar y tú te vas de repente?
—Perdona, cariño… —dije apartando la mirada—. Me va la vida en ello.
—¡¿Cariño?! Eres un egoísta incapaz de querer a nadie.
Puede que este golpe en la vanidad de un teórico del amor impidiera que nos separásemos. Reconocí que, si nuestra relación hasta ese momento se había mantenido, básicamente, por el sexo y la banalidad, la distancia postal podría hacerla extraordinariamente más intensa o atrofiarla lentamente sin cortar por lo sano. ¡En beneficio de nuevas sensaciones y amores! De forma parecida, a distancia, funcioné en una relación amorosa con Dios hasta que dejó de corresponderme.
En lugar de Dios me quedó un padre obeso, un bonachón caritativo que se entregaría a los demás hasta en perjuicio de sí mismo. Lo pillé frente al ordenador, mirando boquiabierto una peli americana de acción bajada de un servidor pirata.
—¿Sí? —Se quitó los auriculares molesto, intuyendo que le quería decir algo.
—Me voy un año a Francia.
—¿Y necesitas algo?
¿Y no me vas a decir nada más? Como, por ejemplo, adónde, por qué y qué vas a hacer allí. Solo quería despedirme de ti. Bueno, pues ya está, ¿no? Volveré, a diferencia de mamá. Podemos llamarnos por Skype, es como si no me fuera. Con el portátil estoy en casa en cualquier lugar que tenga un enchufe y conexión a internet. Puede que online hablemos más que si siguiéramos viviendo en la misma ciudad. Al menos eso aporta la distancia, una mayor necesidad de comunicación. En la afabilidad que surgirá gracias a la separación que antes nos faltaba.
Pero no te interrumpo más, papá. En tu monitor está muriendo gente. Me voy en coproducción con la Unión Europea a vivir mi propia película.