La luz intensa de una bombilla de neón de poca calidad oprime a Marijana Grujić mientras intenta limpiar el polvo de sus muslos. Es muy joven todavía y la vida le concede ese correr absurdo hasta la entrada de su edificio, el no tener que caminar por el asfalto y poder destruir sus zapatillas viejas pisando la tierra y el polvo. Piensa que tan solo ayer era capaz de saltar a la comba sin siquiera tocarla, mientras que hoy un chico le ha dado un beso con lengua, esa lengua cálida y áspera que le ha llenado la boca. «La vida va cambiando», dice su abuela, «la vida siempre va cambiando y siempre a peor». Ahora bien, piensa Marijana Grujić, la lengua de su nuevo novio es una alternativa bastante buena incluso a las treinta veces de salto sin tocar la comba, a esa sensación en el pecho cuando ya no puedes más, a caerse de rodillas, a tocar el asfalto con las manos, a la herida en carne viva esperando que las amigas hayan salido incluso peor paradas.
Dado que ya es toda una adulta, ahora Marijana habla por teléfono incluso en la ducha, incluso mientras la abuela cuenta historias de su juventud, incluso mientras sus padres discuten. Incluso ahora, en la bañera, el teléfono de Marijana suena y ella contesta. Es una chica que la desafía a una pelea, le dice «hija de puta, me has robado a mi novio» y ella, por supuesto, lo acepta, le da las gracias y cuelga. Marijana Grujić pasa tres horas largas en la bañera intentando no salir de allí jamás. Primero pega su espalda al fondo mojado, luego junta las piernas y las apoya contra las frías paredes. El cálido emanar del agua le recuerda a la alcantarilla junto a la que solía cazar pequeñas ranas verdes. Si hubiera seguido cazando ranas, saltando a la comba, si hubiera seguido arrancando las cabezas de sus muñecas y si hubiera pedido a su abuela que le hiciera un vestidito más para su muñeca Barbie, ahora no habría tenido que llegar a las manos. Es su culpa. «La vida va cambiando, pero pa´ qué quieres cambiar tú también con ella», se enfada Marijana y se da cuenta de que debe presentarse a la pelea, lo cual le provoca tales náuseas que casi vomita una parte de la cena. La tarde de abril se transforma en un tremendo ruido en los oídos de Marijana Grujić y esa noche la pasa empapada en sudor, sin ninguna esperanza de que mañana vuelva a ser lo suficientemente joven como para no tener que ir a la plataforma y llegar a las manos y a los escupitajos.
Por la mañana, la abuela limpiaba con un paño seco las peras, maduras como el culo recién desarrollado de Marijana. Al mediodía se sirvió una comida sospechosa de carne de poca calidad y por la tarde todo aquello se había convertido en una soberana nube de caos en la tripa de Marijana Grujić, que estaba preparándose para el enfrentamiento. «Así es como se vive la vida», piensa, mientras con una mezcla de dolor y miedo se pone unas zapatillas que ya le quedan pequeñas. Este va a ser el último par de zapatillas que se le van a quedar pequeñas a Marijana y, si lo hubiera sabido en aquel momento, si hubiera sabido que iba a interrumpir su infancia justo con ese par de zapatillas, y que la infancia ya siempre iba a ser lo que se quedó atrás, si hubiera llegado a saber todo ello, se habría tirado de la duodécima planta de un rascacielos.
La neblina grasienta se arrastra por el hormigón cálido de la plataforma. La chica que quiere tener la pelea ha traído compañía. Veinte adolescentes encrespados están pasando de un pie a otro nerviosamente en el sitio, esperando que la suave pisada suene cerca. Marijana Grujić está caminando; sin embargo, no siente estar haciéndolo. En una mano aprieta una piedrecita, lleva bien atados los cordones. Se funde con la masa como si fuera una de ellos. La niña que le quiere dar de hostias recibe otra de vuelta. Luego otra más y entonces cae al suelo. Algo rabioso y estridente agita las sinapsis de Marijana y ella enfurecida ataca incluso más fuerte, pero entonces la muchedumbre acaba por cubrirla de puñetazos y bofetadas hasta que su cabecita choca obtusamente contra la esencia incómoda de un bloque de hormigón. El silencio que en ese preciso momento toca el cuerpo de Marijana Grujić se puede percibir como el más sabroso helado de vainilla: fuerte y delicado. La primavera se retira a los tocadores de sus dueñas empolvadas dejando atrás la plataforma desierta. ¿Qué es lo que oye esa noche de primavera?
Un pequeño charco de orina se desparrama por las braguitas de Marijana. Desde donde está ve claramente cómo una rana llena su boca de aire y acaba sobreviviendo. Nota sus propios dedos apoyados al lado de la cabeza y se acuerda de su primer orgasmo, para luego darse cuenta de que la vida ha cambiado y de que nunca nada más será mejor.
Guarda la esperanza de que se haya dado en la cabeza lo suficientemente fuerte como para olvidar las bellas mañanas de la infancia que acaba de perder. En un solo instante, sus pies crecen un milímetro y dejan de crecer para siempre. Pese a la primavera.