La granja, así la llamaban, se erguía solitaria sobre un altiplano en la cima de una baja colina. Era un caserío de dos plantas, una construcción de madera, rectangular, estrecha y larga.
Desde la ventana grande de la planta superior, sentado en la mecedora en el pasillo, Jens observaba el campo que se extendía más allá del río. Sus pequeños ojos negros no dejaban de moverse, escrutando el horizonte envuelto en la oscuridad, atentos a cualquier detalle sospechoso. Elia y Natan estaban sentados en el suelo, a su lado, jugando con coches de juguete oxidados.
Se oían los ruidos de la noche —los insectos, el crepitar de las hojas, los últimos mugidos en el establo— y el chirrido de la mecedora.
Con la mano derecha, Jens empuñaba una escopeta de dos cañones; tenía a los pies una caja repleta de balas. De vez en cuando, apartando la mirada del mundo exterior, posaba la mano en la cabeza de uno de sus chicos.
Elia, de piel clara como el nácar, cabello rubio casi transparente, ojos celestes y rasgos delicados. El otro, Natan, el mayor, igual a él en todo: moreno, desgarbado como el palo de una escoba, enjuto, pero de ese seco difícil de quebrar.
Elia puso en marcha un coche pasándolo varias veces por el suelo. Lo levantó y bloqueó con la palma las ruedas, para que no se accionara el resorte. Se puso de rodillas, se giró hacia las escaleras y con un gesto pidió a Natan que se apartara.
Apoyó el coche en el suelo, lo soltó y observó cómo arrancaba, aceleraba, cambiaba de dirección y rodaba escaleras abajo.
Retumbó cayendo en cada escalón, y cuando llegó a la planta baja lo oyeron moverse todavía unos segundos.
Elia resopló y se dispuso a bajar.
Se oyó el chirrido de la puerta de casa, luego un ruido que venía de la cocina, como unos pasos, y Elia se paró en seco.
Jens se levantó de golpe aferrando la escopeta.
—A vuestro cuarto —dijo—, rápido.
No hizo falta repetírselo dos veces. Los dos hermanos se abalanzaron a su habitación, cerraron con llave la puerta y atrancaron las contraventanas.
En el pasillo, Jens escuchó de nuevo ese ruido de pasos. Muchos pasos. Sujetaba la escopeta entre el hombro y el mentón, apuntando al final de las escaleras.
Retrocedió, arrimándose a la ventana. Echó un vistazo atrás.
Una manada de unos cinco o seis lobos merodeaba por el patio. En el establo y el gallinero reinaba el silencio; los animales parecían ajenos a todo.
Con el pie derecho, paró el balanceo de la mecedora.
Después oyó crujir los primeros peldaños. Estaban subiendo.
Jens rebuscó con la mano libre en el bolsillo del pantalón. Encontró un perno, lo cogió y lo lanzó por las escaleras. El tintineo paró a las bestias. Jens aprovechó la tregua. Se inclinó apoyándose en la escopeta, se llenó los bolsillos de balas y se volvió a levantar.
Luego siguieron subiendo. Ahí estaba, el ojo rojo.
El lobo había extendido el hocico hacia la luz de la luna que se filtraba vulpina por la ventana.
El cañón de la escopeta de Jens apuntaba directamente a la bestia.
Era un lobo consumido, espectral. Tenía en las comisuras del hocico marcas de una herida sin cicatrizar. Rechinó los dientes y el desgarro en la parte derecha dejó a la vista la dentadura estropeada pero aún letal.
Erizó el pelaje y subió unos escalones más hacia el hombre.
Jens tenía el dedo firme en el gatillo, las pupilas muy abiertas e inmóviles, sin parpadear. Advirtió detrás otros ojos rojos. Había dos, ahora, en las escaleras.
Esperaba. Esperaban.
El lobo siguió acercándose, gruñendo y enseñando los colmillos.
Cuando estaba a pocos metros del hombre, las nerviosas patas del animal se movieron en un arrebato convulso y Jens apretó el gatillo.
Alcanzó a la bestia mientras saltaba, con las zarpas a medio metro del suelo. El impacto de la bala estampó el cuerpo de la bestia contra la pared. Una mancha de sangre salpicó la pared.
Jens no se descompuso. Volvió a apuntar al lobo que venía justo detrás y descerrajó otro tiro. Al segundo animal no le dio tiempo a saltar; yacía en las escaleras. Jens advirtió otros lobos dispuestos a subir. Se abalanzó sobre ellos blandiendo la escopeta como una lanza. Consiguió evitar el ataque de otro animal hiriéndolo varias veces en la cabeza, hasta reventársela. Sacó del bolsillo más balas y cargó rápidamente el arma, sin pánico, sin titubeos.
Bajó corriendo las escaleras por encima de los despojos y vio tres lobos trémulos en la penumbra de la cocina. Disparó en el cuello al más cercano y se lanzó a por los otros, que huyeron.
Llegó al umbral de la casa y, cuando se dio cuenta de que no había más bestias, cerró la puerta y volvió sobre sus pasos.
El último lobo al que había disparado estaba tendido de costado, incapaz de alzarse. Se retorcía en espasmos descompuestos. Medio muerto, jadeaba feroz, aún tenía la osadía de gruñir. Intentó ponerse en pie varias veces. Tropezaba, caía, se agitaba como si resbalase sobre hielo. Quiso enseñar los colmillos, pero lo único que consiguió fue restregar el hocico en su propia sangre.
Jens se acercó y acabó con él de un tiro en la cabeza.
Era una hembra. Tenía las mamas mordisqueadas y consumidas, prueba del hambre de sus pequeños.
Jens subió las escaleras, fue a llamar a sus hijos. Antes de irse a la cama, limpiaron la casa con la precisión de la costumbre.
[…]
VIII
Cuántas veces se había dicho Jens a sí mismo que se lo explicaría todo a sus hijos. Un día, se decía, un día se lo contaré todo. Sobre el hombre y la mujer, sobre cada detalle del mundo. Y se disculparía, diría que había callado para protegerlos. Que era su deber: protegerlos. Era una promesa que había hecho hacía muchos años y no quería romperla. Les contaría quién era Ailin, les contaría que ellos también tenían una madre. Una mujer que los había llevado en su seno de milagro y luego los había parido, los había amamantado, los había transportado del mundo inmaterial al material. «¿Y dónde está ahora nuestra madre?», preguntarían, y él, ¿él qué respondería?, ¿era realmente un regalo esa verdad?, se preguntaba. Solo había dolor en aquella historia, y había decidido quedársela, hacerse cargo de ella; un castigo. Luego, volvía a decirse que debería contarles que no todos los niños crecen enterrando cadáveres, que no es algo que hagan los niños, que no es algo que se haga, que los ríos no traen despojos de seres humanos. Debería contarles por qué y de dónde venía ese aluvión inexorable de muertos, y por qué les temía y tenían que quemarlos. Así que los había mantenido en la oscura ignorancia, encarcelados en ese pequeño mundo donde el mal se podía modelar, controlar, despedazar y esconder en otro mal, y luego enterrarlo y olvidarlo, al menos durante un tiempo. Ni siquiera les había enseñado a leer porque, pensaba, leer es la clave de todo, modifica cada pensamiento. Cuando descubres que hay un conocimiento que puede transcribirse y conservarse para siempre, que existe una memoria que no se borra, ya no aceptas nada más, y todo se convierte en un secreto por desvelar, por interpretar. Dejas de creer como un niño que se lo traga todo y empiezas a hacer preguntas y a no contentarte con las respuestas. Descubres que la verdad es un gran lío, que existe solo un paso por delante, y luego otro paso más, y luego otro más, siempre por delante, hasta que comprendes que la verdad es inalcanzable y quizá ni siquiera existe.
«Cuánto podía mantener aún el encantamiento», se preguntó.
Lloró, lloró en silencio. No conseguía contener las lágrimas. Solo lágrimas, nada más. Le resbalaban por las muñecas, por la barbilla.
En esa noche fría, de lluvia y viento, a la luz de las lámparas trémulas, con los rezos por un hombre moribundo en el corazón, sentados en el suelo, acurrucados como viejas figuras de un mundo sepultado desde hace siglos y olvidado por el bien de todos, estaban un padre y sus hijos y el misterio de la existencia, la fragilidad y la resistencia visceral de toda criatura, el tiempo que devora y el que cura.
Cuando se hizo noche cerrada, dormían abrazados en la oscuridad.
El temporal había pasado, un lobo aulló a la luna salvaje y desnuda.
IX
Natan se despertó. Jens no estaba. Elia estaba acostado en el suelo; una manta le cubría las piernas. Se frotó los ojos, miró el alba, el sol, que empezaba a trepar y a abrirse paso en el cielo.
Olía el aroma del café. En la mesa estaban los restos de una comida rápida. Se levantó y se acercó a la mesa.
En el plato quedaba una rodaja de pan, solo la corteza, y una pizca de mermelada. Ahora tenía hambre, le parecía que llevaba días sin comer.
El café estaba frío. Se llenó una tacita y bebió. Le revolvió el vacío del estómago.
Se preparó un huevo duro. Cortó con el cuchillo unos filetes de muslo de lobo seco y los pasó por la olla con mantequilla, por un lado y por el otro, para ablandarlos. Se sentó a la mesa y comió como si aquella fuera la primera comida en años.
Pensó en su madre.
*
Jens estaba en el sótano, junto al hermano Efraim. Estaba sentado con los brazos cruzados y las piernas estiradas. Miraba al hombre sobre el altar con la compasión de un Paráclito.
—Jens —susurró el hermano Efraim. Puso los ojos en blanco y, tras una larga respiración, soltó un estertor y tosió—. Jens —repitió.
Jens se acercó. Le dio la vuelta al paño húmedo que había posado en su frente.
—¿Qué pasa? —preguntó. La fiebre le subía cada vez más.
Lo hacía delirar.
—¿Cómo está la niña?
Jens le apretó la muñeca. La presión era baja; el latido, casi imperceptible
—Está bien, no te preocupes —lo tranquilizó una vez más.
—¿Dónde está? —Se giró hacia el hombre que lo cuidaba y acompañaba en la oscuridad que estaba por llegar—. ¿Está arriba con los chicos?
Jens asintió.
—Bien. —El hermano Efraim suspiró—. ¿Qué les has contado?
Jens acercó la silla.
—Todo.
—¿Todo?
—Todo aquello que necesitaban saber. El hermano Efraim cerró los ojos.
—¿Cómo han reaccionado? —preguntó. Abrió de nuevo los ojos.
—No lo sé. Creo que de un modo extraño ya lo sabían. Eran pequeños, pero de algo deben de acordarse.
—Puede ser —respondió el hermano Efraim—. Los niños comprenden cosas que ni los santos. —Se quedó en silencio un instante—. Jens —continuó—, quiero pedirte algo. Te parecerá raro, pero quiero que lo hagas por mí. Sé que no debería, pero tengo miedo.
Jens se inclinó en la silla, atento.
—Dime.
—¿Te acuerdas de que en Bet-semes, cuando íbamos al colegio, en los dormitorios, éramos pequeños, recién salidos de la Casa de las Madres, cantábamos una canción antes de irnos a dormir? ¿Te acuerdas? Eran pocas estrofas y un estúpido estribillo que rimaba. —El hermano Efraim soltó una carcajada ronca y espeluznante que parecía pertenecer ya al mundo de los muertos—. ¿Te acuerdas de ella, Jens?
—Por supuesto que me acuerdo —respondió divertido—, de vez en cuando me viene a la cabeza y ya no consigo pegar ojo. ¿Por qué me lo preguntas?
—Me gustaría que me la cantases, he olvidado la letra — dijo el hermano Efraim—. La mera idea de escucharla de nuevo me transmite paz. ¿Lo harías por mí?
Jens se quedó en silencio un instante, luego volvió en sí. Fue a la puerta y la cerró. Volvió al altar, acercó la silla y se aclaró la garganta. Pensó en las primeras estrofas, fingió haberlas olvidado, pero se acordaba de todas, como si estuvieran grabadas en la parte interna de los párpados.
—Imagina que se la cantas a Natan o Elia —lo apremió el hermano Efraim con un último hilo de voz—. No estás aquí. Haz como si estuvieras con Ailin y los chicos, en una pequeña casa junto al mar. Como si fuerais los últimos hombres en la Tierra. Haz como si fuera un canto de alegría.
Jens cerró los ojos. Se armó de coraje y empezó a cantar. Le parecía todo de lo más ridículo. Luego miró el rostro del hermano Efraim, sereno como un recién nacido a punto de dormirse, y entonces continuó con esa estúpida canción creyendo en cada una de las palabras que cantaba, ya fuera rezo o profecía.
Apretó la mano del amigo y sintió que la vida se iba entre las notas de aquella nana desafinada.