El blanquito que escribió el himno nacional sabía lo que se hacía. Le asignó a la palabra “libres” una nota tan alta que nadie es capaz de alcanzarla. Lo hizo así adrede.
Tony Kushner, Ángeles en América
Mi padre y yo nos dirigíamos al aeropuerto. Yo iba a pasar un mes en Estados Unidos, y a él se le había metido entre ceja y ceja venir a despe dirme.
Mi destino era Charleston, una pequeña ciudad costera de Carolina del Sur. Cuando mi padre me preguntó cómo era caí en la cuenta de que no había buscado ni una foto en Google.
Lo único que sabía de aquel lugar es que se había producido un tiro teo en el sótano de una iglesia blanca. Mejor dicho: el edificio era blanco; los feligreses, negros.
La palabra tiroteo quizá no es la más apropiada, porque podría en tenderse que varias personas se dispararon entre sí. No fue eso lo que ocu rrió. Fue un chico de veinte años escasos, pálido y con la cara llena de granos, que había pasado por la peluquería antes de ir a la iglesia. Entró en el sótano con el pelo recién cortado a tazón y una camiseta de rayas azules, participó durante una hora en la sesión de estudio de la Biblia, y entonces sacó una pistola de la riñonera y disparó uno por uno a todos los presentes.
Un par de semanas después del tiroteo, los familiares de los falleci dos perdonaron al chico del corte a tazón. Sin querer. Mejor dicho: no fue una decisión colectiva tomada conscientemente. No hubo reuniones pre vias. Durante la primera declaración de los testigos, el juez preguntó si al guien quería añadir algo. Una chica se levantó de su asiento y dijo que, pese al inmenso dolor que sentía, perdonaba al muchacho. Tras ella, los demás familiares de las víctimas se fueron acercando al micrófono para decir más o menos lo mismo.
Mi padre decía que no se puede perdonar en tan poco tiempo. No una cosa así.
—No me creo que lo hayan perdonado de verdad —dijo. Facturamos mi equipaje y nos fuimos a beber un batido.
—No te comas mucho la cabeza, ¿vale? —continuó—. O sea, que no te hagas demasiadas ilusiones. Sobre lo del perdón, quiero decir. Para mucha gente perdonar es, más que nada, asumir que el pasado ya no va a cambiar.
—¿Eso es de Oprah Winfrey?
—¿El qué?
—La cita.
—No.
—Oprah dijo una vez algo muy parecido sobre el perdón. Se rio, dijo que Oprah no hacía más que copiarle y me dio unos cuantos lápices sin afilar.
Cuando llegué la iglesia estaba cerrada. A la entrada había flores que ya debían de llevar muertas varios meses. Al día siguiente volví a llamar a la puerta. Dentro había unas veinte personas a punto de comenzar la sesión semanal de estudio de la Biblia, y me invitaron a participar. Había dos poli cías vigilando la puerta, cada uno con una biblia en el regazo. Yo llevaba un cuaderno sin estrenar y lo puse sobre la mesa que tenía delante de mí. Lo había comprado antes del viaje, y había escrito «El perdón» en la primera página, como si fuera a hacer un curso sobre el tema.
La palabra «Jesús» se repetía tanto durante el estudio de la Biblia que, de estar prohibida, me pregunto si alguien llegaría a abrir la boca. Mi padre me había prevenido diciéndome algo así como que son «bastante evangélicos». No sé muy bien a qué se refería, pero lo que estaba claro es que en aquel lugar era mejor no hacer comentarios del tipo «vamos a olvidarnos un momentito de Jesús», aunque eso era lo que me pedía el cuerpo. Porque allí nadie se olvida ni un segundo de Jesús. En aquella sesión había otra mujer blanca. Llevaba apretada contra el pecho una hoja plastificada con las caras de las nueve personas que mu rieron en la iglesia. Estaban algo desvaídas. Me explicó que la hoja llevaba seis meses pegada en la puerta de la nevera, desde el día del tiroteo, y en su cocina entra tanta luz que todo va perdiendo el color poco a poco. —Y ahora tenemos una deliciosa sorpresa —dijo el pastor al termi nar la sesión, y miró a la mujer.
Ella asintió con la cabeza, se levantó y se acercó a una mesa sobre la que se alzaba una enorme maqueta de la iglesia. Al menos a mí me pareció una maqueta.
—Hacer esta tarta —dijo la mujer— me ha llevado tres semanas. — Le empezaron a temblar los labios.— La matanza de junio me ha llegado muy, muy adentro, mucho más de lo que os podéis imaginar, y llevo ya medio año con esta hoja pegada en la puerta de la nevera.
Dejó de hablar para echarse a llorar. Aquella era la tarta más grande que había visto en mi vida.
—Lo siento—continuó—. He pasado mucho tiempo pensando en lo que podría hacer para mostraros cuánto me ha afectado. Alrededor de la iglesia había hecho un jardín de mazapán, y en el jardín había puesto nueve arbolitos de navidad, también de mazapán, uno por cada muerto. En lo alto de cada árbol había una paloma blanca de mazapán, una por cada muerto. Sobre una de las palomas cayó una lágrima. Las lágrimas eran negras, a causa del rímel.
—Lo siento —repitió. Alguien más rompió a llorar—. Lo siento muchísimo.
Estaba pidiendo perdón por las palomas, que para entonces pare cían cubiertas de barro, pero por un momento pensé que lo decía por todo. Por ese todo que te rompe el corazón, aunque no llegues a ver más que una gota.
—Las lucecitas de los árboles no se comen —dijo.
Oí sollozos a mi izquierda. Era el conserje, la persona que había en contrado los cadáveres.
Me contó que los encontró amontonados, así que supuso que debían de estar cantando una canción en close-harmony cuando los dispa raron.
Una vez había oído a alguien decir que, en Estados Unidos, la cara de un negro tiene que mostrar la fuerza de un puño, y en ese momento me pregunté si perdonar tiene que ver con eso, con negarte a aceptar que tu cara parezca un puño.
También la mujer seguía llorando.
Intentaba secarse las lágrimas abanicándose con la hoja plastificada en la que estaban impresas las caras descoloridas de los asesinados. Nos quedamos todos en silencio.
Durante ese silencio volví a guardar el cuaderno en el bolso. Estaba allí para tratar de entender lo que había pasado y no volvería a pasar gracias al perdón. En otras palabras, quería saber si el perdón tiene el poder sufi ciente como para impedir algo, para impedir futuras catástrofes; el pro blema era que lo que había ocurrido aún estaba por terminar.
El pastor me invitó a volver a la iglesia la semana siguiente. Estaba prevista una ceremonia especial para recordar a las víctimas. Quedé con la mujer de la tarta en que iríamos juntas, y el resto de la semana lo pasé sobre todo en el autobús, yendo de un lado para otro, de en trevista en entrevista. Nunca vi en el bus a ningún otro blanco. El conduc tor siempre era el mismo, así que acabé enterándome de que se llamaba Tom y que nunca había provocado un accidente de tráfico. También me enteré de que aquel perdón colectivo había provocado serias divisiones entre los feligreses. Había miembros de una misma familia que no se hablaban entre sí, porque una hermana había perdonado al ase sino y la otra aún no estaba preparada para hacerlo. La una salió en la por tada de la revista Time y en el programa de Oprah; a la otra no la invitaron a ningún lado, y desde entonces las hermanas no se hablaban. La otra no le perdonaba a la una que la una sí hubiese perdonado.
El día de la ceremonia la iglesia estaba llena a rebosar. Según me habían dicho, todos los miembros de la comunidad seguían asistiendo aunque no se hablaran entre sí.
Vi que la tarta estaba junto al altar. El pastor no empezó a hablar hasta que el silencio fue absoluto.
—Aquí estoy, sobre suelo sagrado. Esta iglesia la construyeron escla vos e hijos de esclavos que murieron abrasados en este trozo de tierra. Sobre sus cenizas se volvió a construir la iglesia y cantaron sus hijos en este trozo de tierra. Los lugares marcados por horribles tragedias pueden convertirse en lugares sagrados. No digo que esta iglesia sea sagrada, pero sí que bajo nuestros pies hay un cementerio. Lo que quiero decir es: santo es este trozo de tierra, santo es el momento en el que alguien abrió la puerta del sótano, bajó con un barreño de agua y un cepillo y se puso a limpiarlo. Santos el cubo y la sangre y la lejía y las lágrimas.
El pastor se acercó a la tarta.
—Y santa sea esta tarta —añadió—. Hay algo especial en ella, está hecha de lo mismo que levantó de nuevo la iglesia, de lo mismo que nos hace nacer una y otra vez. Después del servicio nos la vamos a comer porque, si esperamos un día más, se va a estropear. Me imagino que eso es lo que les ocurre a todas las cosas sagradas que pasan demasiado tiempo sin cambiar de forma. Y no sé lo que vendrá después. Cuántos de nosotros moriremos, cuántos tendrán que morir antes de que topemos con una tra gedia tan grande que nos abarque a todos. Amén.
El pastor nos indicó con una seña que nos levantáramos para cantar. A mi lado había una mujer. No sé la edad que tendría, pero parecía bastante más vieja que el movimiento por los derechos civiles.
En el cuello tenía un lunar del que nacían pelos blancos y recios. Parecía un pequeño cepillo de púas de acero. Cantamos Silent night, y yo arranqué fuera de tono. Cuando llegamos a «all is calm» escuché una se gunda voz. La mujer le estaba poniendo la segunda voz a mi canto desafi nado. Qué bien lo hacía, gracias a ella parecía que yo sabía cantar.
—¿Has visto? —me dijo después—. Dos personas desafinando juntas en close-harmony.
Pensé que, si el perdón se pudiera plasmar en una canción, sonaría como lo que habíamos hecho nosotras dos.
Al final de la ceremonia, el pastor arrancó la torre de la tarta de ma zapán y la rompió en pequeños trozos. Fueron pasando bandejas con café y todo el mundo se levantó para servirse una taza y comer algo de tarta. Salí a la calle.
Hacía sol. Apoyé la espalda contra la puerta.
Me avergoncé de haber llevado tan poca cosa a la ceremonia. Al estu dio de la Biblia. A Estados Unidos.
Tenía un cuaderno en blanco, una mochila llena de desconfianza, un libro que me había regalado mi padre, titulado Cheap grace. En él, el teólogo y héroe de la resistencia Dietrich Bonhoeffer afirma que perdonar es imposible si no hay arrepentimiento.
—¿Y si el arrepentimiento no llega nunca? —me preguntó el con serje, y no supe qué contestarle. En aquel caso concreto era muy probable que el arrepentimiento no llegara.
Ya no sé si la desconfianza que llevaba conmigo era mía o si alguien me la había metido en la mochila, como esa pieza de fruta que las madres ponen en el último momento en el equipaje de los hijos que se van de viaje. Desconfianza como medida de seguridad. Como una manera de sobrevivir pase lo que pase.
Creo que tenía buenas intenciones cuando decidí arrojar luz sobre el perdón de Charleston.
Pero yo sólo era una más de los muchos que ya lo habían intentado. Es más: comprendí que, cuando se arroja luz sobre un objeto, este cambia poco a poco de color. Arrojar luz no solo implicaba un intento de com prender lo ocurrido, sino también un deseo, el de encontrar la forma de ex plicárselo a un público (por ejemplo, el de la revista Time) que ve el perdón con incomodidad, incredulidad o incluso desconfianza. De modo que, en realidad, lo que consiguen mis preguntas (y, en general, cualquier pregunta que cuestione de una u otra forma si el perdón es auténtico o no) es desper tar algo, cambiar un rumbo, debilitar un vínculo.
Y si resulta que las preguntas estimulan la desconfianza, ¿se puede diseccionar el perdón? Aún diría más: ¿es deseable hacerlo? ¿Es deseable poner todos los hechos bajo una lupa gigantesca y arriesgarse a quemar hasta el último vestigio de autenticidad?
Cogí el autobús para ir a la casa donde me alojaba, saludé al conductor y me quedé de pie en la parte delantera.
Había habido un accidente y estábamos parados junto a un cartel publicitario en el que un hombre blanco en albornoz, con un paquete de cigarrillos electrónicos en la mano, miraba el skyline de una ciudad. El cartel decía: «Recupera tu libertad».
Le pregunté al conductor si de verdad sabía lo que era el perdón. Se rio y exclamó:
—Hell yeah!
Entonces le pregunté si había tenido que perdonar a alguien alguna vez y me respondió, a ritmo de blues:
—Baby! oh Baby, I gotta forgive all day long! —Me habría gustado conocer la canción, para saber cuándo entrar.