(Disclaimer: La mortífera es una antología de cuentos cortos compuesta de seis ciclos (Una noticia peculiar, Los pájaros no sobrevuelan los suburbios, Esbozos del minibús, La mortífera, Por la boca, Qué bien que nos bombardearais). Cada uno de estos ciclos está compuesto por cinco cuentos cortos. Los cuentos ofrecen un resumen en cuanto a los protagonistas y los acontecimientos con un final abierto, a menudo sin introducción y conectados a través del espacio. En su totalidad, la antología de cuentos La mortífera pretende mostrar una relación humorística e irónica de temas serios de la vida cotidiana de una persona que se encuentra en un periodo límite, tanto histórico como íntimo).
Ciclo Los pájaros no sobrevuelan los suburbios
Todos los centros culturales de todos los pueblos están convertidos en ultramarinos delante de los que tres o cuatro hombres calzados con chanclas de goma de la marca Abibas se pimplan unas birras. Uno declara que los políticos son todos unos mierdas, otro suelta una palabrota, el tercero escupe de lado y el cuarto, en caso de que lo haya, pisa silenciosamente el reborde de chapa de lo que antes había sido un canalón. En semejante compañía no se encontrará nunca Jovan Vokanović, el hijo único de una conocida familia de Desimirovac, con educación casi universitaria, intereses refinados y veranos consumidos en la costa griega. Jovan no compra en este ultramarinos repleto de productos locales de baja calidad de los que, quizás, lo que más asco le da es la pequeña cesta de huevos cubiertos de mierda que se encuentra justo al lado de la caja. No obstante, cuando le da pereza irse hasta la ciudad para abastecerse de productos de calidad, de distribuidores alemanes o franceses sobre los que él, siendo casi licenciado en economía, sabe bastante, a duras penas reúne las fuerzas necesarias para pasar entre estos estantes ajados. Puede que a Jovan no le costara tanto hacerlo si no tuviera que encontrarse con la cajera Jagoda Velkić, tan alta como la cruz situada frente a la iglesia de Desimirovac, negra como la noche invernal de Opornica. La ya podrida dentadura amarillenta y negra de Jagoda fue la primera dentadura con la que la lengua de Jovan Vokanović entró en contacto y él, aunque parezca sorprendente, cada vez que ella le dirige la mirada, recuerda aquella noche en el club de billar y se estremece con tan solo pensar que podía haber acabado con ella, obligado a seguir besando esa boca desdentada. Esa boca desdentada. Es así precisamente como se la define a sí mismo mientras intenta despegar dos billetes, optando por mirar esos huevos cubiertos de mierda antes que a los ojos de la curiosamente afligida Jagoda Velkić. Y la mirada de ella, esa misma que todos los días juguetea vivazmente con los clientes y pilla los chistes verdes y los no tan verdes, se apaga y cae al suelo cada vez que Jovan pisa el ultramarinos. De hecho, Jagoda lo tiene claro, puede sentir el olor de la gasolina que usa, puede presentir que va a entrar por el sonido de su coche aparcando, y lo peor de todo esto es que, ni siquiera después de todas esas no-miradas despreciativas, Jagoda no consigue asfixiar esa mariposa en sus ovarios que bate sus tiesas alas dentro de su vientre. Porque ella presiente que Jovan podría levantar la mirada en cualquier momento, podría cogerla de la mano y decirle: «Jagoda, me quiero casar contigo». Pero Jovan jamás se casará con Jagoda. Vivirá de la pasta de sus padres hasta que cumpla los cuarenta y ocho, cuando esté en sus cincuenta encontrará a una veinteañera a la que pondrá una peluquería, esta le dará dos hijos, uno gordo y otro guapo como ella, y, de vez en cuando, él le pondrá los cuernos con su madrina, la que hace profiteroles bien rellenos. Lo que Jagoda no entiende —mientras manosea un trozo de celo que no consigue despegar del mostrador por mucho que lo intenta, y mientras ordena las barras de pan seco para el día siguiente, y mientras una salada lagrimita de decepción se desliza por su mejilla— es que, durante toda la vida de Jovan Velkić, a partir de ese momento, a partir del instante en el que tira ese billete de veinte dinares delante de la mano de ella, hasta el momento en el que él esté muriéndose de cirrosis, durante toda esa vida, no existirá un único momento cuya intensidad se pueda medir con la broma más habitual de Jagoda, la que lanza de paso a una compañera de trabajo cada vez que en el ultramarinos entra un chico apuesto y ella cierra los ojitos, se lleva la mano a la frente y estira una sonrisa con dos filas de dientes negros y amarillentos.
Jagoda no entiende nada de eso, pero mañana, con suma certeza, volverá a sonreír de esa misma manera de siempre.
Ciclo Esbozos del minibús
El primer óleo sobre lienzo del pintor Neša Nedeljković fue vendido precisamente en el minibús de la empresa Gea cerca de Bujanovac. Un amigo ofrece cincuenta euros, decía el sms, y Neša dio las gracias a Dios por encontrarse a este lado de la frontera y tener cobertura para poder recibir la excelente noticia. Primero pasó un rato mirando su teléfono móvil y luego empezó a darle vueltas y a imaginar la manera más teatral posible de contárselo a su mujer Đurđa Nedeljković, que en ese momento tan importante estaba roncando de lo lindo, apoyada sobre una de esas almohadas hinchables para el coche, mientras de su dedo meñique colgaba una bolsa llena de dinares. Unos minutos más tarde, Neša despertó lentamente a su mujer, le mostró el cuadro y le preguntó si le gustaría que se lo quedaran o preferiría que se lo regalaran a unos amigos. Đurđa —que desde que Neša se había jubilado respetaba enormemente la iniciación en el arte de su marido, quien por fin compartía ese interés con ella— le sugirió, un poco indiferente, regalar el cuadro a sus padrinos. Al oírlo, Neša pegó un pequeño salto en el asiento y, sorprendiéndose a sí mismo, soltó casi a gritos, sonriendo: «No, este no lo podemos dar». La profesora jubilada de música, Đurđa Nedeljković, se incorporó en el asiento y miró los capilares rotos de los ojos de su marido, mientras este casi lamía los marcos de sus gafas con el relieve de su lengua. Al fin y al cabo, este era uno de los momentos más importantes de la vida de Neša Nedeljković; estaba seguro de que llegaría su época dorada, lo sabía incluso cuando las chicas le rehuían porque tenía acné, incluso cuando, a pesar de ser el mejor estudiante de toda la clase y después de que su madre y su padre murieran, no pudo terminar la carrera de Derecho, sino que pasó toda su vida escrutando las tripas tumorales de los automóviles de la marca Yugo. Neša Nedeljković sabía que un día como este llegaría, que de sus dedos de repente se descompondrían las décadas de capas de aceite de motor acumuladas. Ahora que el cerebro de Neša florecía como los árboles de sus cuadros, se ofrecía al cielo en tonos morados. «A ver si ha tenido un ictus», pensó Đurđa, un poco ingenua, mirando sin pestañear a los ojos palpitantes de su marido. «Este no lo vamos a dar, porque lo han comprado, por eso no lo vamos a regalar», soltó por fin Nedeljković con una voz un tanto peculiar, aguda pero determinada; casi chillaba. La profesora jubilada de música dio un salto en el asiento, claramente contenta, le propinó varios abrazos a su marido, le besó en la boca con unos labios húmedos y bien cuidados, y pegó varios gritos al aire. Tras todo esto pasaron un tiempo observando la fotografía que tomaron con el teléfono móvil de aquel cuadro, igual que de todos los demás cuadros, unos ochenta en total, que Neša había pintado durante su primer año de jubilado. Este era el que más les había gustado. «Es por este río», señalaba Đurđa el riachuelo finito que baja desde la cabaña hasta la colinita que cerraba el cuadro, «¿ves qué vivo lo habías pintado? No, no, por lo que más les gustó este fue por las nubes. Neša pasaba el dedo por la pantalla pequeña del móvil como si intentara tocarlas. En una gasolinera albanesa, todo el mundo salió del minibús en un intento de tomar un poco el aire, estirar las piernas, aunque fuera sentados en unas sillas con un cigarrillo para comer un burek carísimo. Sin embargo, Đurđa y Neša se quedaron en sus asientos, mirando, mudos, a una gaviota, convencidos del todo de que era precisamente esta y ninguna otra cosa más la razón por la que el cuadro se había vendido. Neša Nedeljković apoyó la cabeza en el hombro de su mujer y en una hora ya estaba durmiendo con la frente pegada al cristal frío que, de vez en cuando, vibraba bruscamente debido a los baches de la carretera. La profesora jubilada de música seguía sujetando en la mano el teléfono móvil con la fotografía del cuadro abierta y observaba la cabañita de paja y el riachuelo vivaz que confluía en una colina del todo desproporcionada, al igual que la gaviota que, cuando se miraba detenidamente, parecía volar hacia el espectador. Contemplaba a Neša dormido; sus manos, que se crispaban como las patas de un gato. Đurđa sabía que Neša era un genio cuando nadie más lo sospechaba y ahora… ¿Qué pasa ahora si se vuelve soberbio? ¿Qué pasa si encuentra una mujer más joven, se muda a París y empieza a hacer exposiciones allí, a comer caviar y a beber vinos espumosos? Un carril orgulloso y oscuro de la carretera atravesó el vientre de Đurđa y lo arrastró hacía atrás. «Neša», le despertó, «Neša, ¿y si no vendemos este? A este le tengo un cariño especial». Neša, somnoliento, pensó por un momento en silencio, le acarició la cabeza asintiendo: «Encontraremos otro», e inmediatamente después se volvió a dormir, del todo ingenuo. Đurđa, aun a sabiendas de que era solo durante unos segundos, consiguió salvarse por un momento de la gran desgracia que acabaría llevándose a su marido a Ámsterdam, quizás incluso a Nueva York, o a donde sea, en cualquier caso lejos de su voluntad. No obstante, no podía resistirse a imaginar una amplia sala del Pompidou y en ella La salida del sol en la tierra natal, pintado por Neša, gobernando soberanamente el espacio. Admirado por todo el mundo.
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En el kilómetro trescientos cincuenta y cuatro desde Belgrado, Marina se da cuenta de que podría comer algo. Saca cuidadosamente su hojaldre de salchicha, pero da lo mismo: la bolsa se arruga y ruge como el mar. Ahora tiene que ofrecérselo a los que tiene al lado. Además, un hojaldre de salchicha, que no se comparte. Aun así, lo tiene que hacer. Queréis un poco, no, ah, vale, por supuesto, e hinca sus dientes finos y agudos en la chiclosa corteza de la masa quebrada. El minibús se detiene en ese preciso instante en la gasolinera y Marina intenta ahora acabar su comida expuesta al viento. Está volviendo de la facultad, viaja tres veces a la semana entre Gračanica y Belgrado. En ocasiones se queda a dormir en casa de su hermana en Borča, pero muchas veces le da corte preguntar y su hermana ya no se ofrece voluntaria, porque le aburre pasar su tiempo con una persona que se queda callada de una manera tan impositiva. Desde que se ha matriculado en el programa de doctorado, siendo hija de la familia más rica de su pueblo, todo el mundo está por fin orgulloso de ella. Debido a su cara llena de cicatrices de acné, nunca le decían que era guapa, sino inteligente, pero incluso esto acabó desvaneciéndose después de unos años de sacar siempre las mejores notas. A pesar de todo, Marina ha cobrado ahora una nueva fuerza: los vecinos hablan de ella como de una científica importante y la prócer del pueblo. Si no fuera por su cara picada por el acné, dirían que habrá conocido a un hombre y que ya ni siquiera estaba estudiando, sino que se va de puteo y que sus padres pretenden disimularlo. No obstante, tal y como estaban las cosas, todo el mundo creía efectivamente que era doctoranda y, cada vez que venía, le hacían preguntas que habían oído en la tele mientras ella respondía concisamente y en voz baja, lo cual casi siempre los volvía locos, pues esperaban encontrarse con una persona sabia y acababan ante esta mema de mujerzuela. Sin embargo, no tenían otro doctorando, así que las respuestas cortas de Marina y el torpe crujido de sus finos dedos tenían que ser suficientes. Lo que no sabían era que esta fue la última vez que viajaba desde Belgrado y que jamás volvería allí, que en medio de aquel sinfín de estudiantes se sentía ahogada, bajo la mano dura de la élite intelectual local. Ella misma estaba sorprendida, habiendo sido hasta ese momento una estudiante de sobresaliente y, desde entonces, la que no aprobó el año por sus ingenuos y emotivos trabajos sobre los Karamazov, en los que decía que Aliosha era un ángel, ante lo cual el profesor emérito se quedó estupefacto y le devolvió su libreta de estudiante, mientras la compañera contigua esbozaba una sonrisa de satisfacción. «Es lo que ocurre cuando vienen aquí a blanquear su título», escuchó la confusa Marina mientras salía, por última vez, del gabinete de color ocre de su profesor de literatura. Y aquí está ahora: estirando las mangas para cubrir los dedos congelados. Y sigue igual de confusa intentando entender qué fue lo que pasó para que acabara en el césped seco de una gasolinera OMV, completamente despojada del sentido que le pertenecía tan solo unos días antes. Por todo el estrés y por el polvo de la ciudad, su rostro blanquecino está aún más inflamado, con el sebo descontrolándose bajo su fina piel. El conductor del minibús les canta las cuarenta a los viajeros para que vuelvan a subir al vehículo, ya que no tiene ninguna intención de dejarse diez horas en ese viaje. Si solo pudierais ver a Marina, ella no entra, sus piernas están clavadas en el césped, con los dedos completamente relajados flotando al lado de su cuerpo. Sabe que no puede volver a casa y por eso su cuerpo se ha quedado tieso y ahora finge que es un roble. El conductor está exasperado, los viajeros se rebelan. Una mujer se le acerca, pero se pega un susto al ver sus ojos inexpresivos y recula casi un metro. Los minutos pasan a la espera de cualquier movimiento de Marina, pero ella no se mueve, mientras su brioso cabello vuela en el aire. Marina es una antorcha. Se ilumina a sí misma y sabe lo lejos que llega esa luz. El conductor está hasta las narices y una bolsa de viaje de color azul marino cae a sus pies. Espabila por un momento y se mueve un poco de lado, ante lo cual el conductor y los viajeros miran una vez más en su dirección, mientras ella les devuelve una sonrisa ligera y tímida levantando el brazo derecho en forma de saludo. Cuando se cierran las puertas de la camioneta se acuerda de las palabras de su profesor —«usted es estilística y académicamente analfabeta, una vergüenza de académico»— y procede a coger su maleta y a dirigirse por la carretera hasta la salida de la autopista. Desvío a Velika Drenova, ni siquiera lo había visto. El aire fresco de la noche le ha entumecido las mejillas y Marina, intentando quizás descongelar su cara, abre del todo la mandíbula y casi sin querer vocifera: «¡ALIOSHA ERA UN ÁNGEL!» Entonces baja hasta el monasterio de San Elías y permanece allí el resto de su vida.