Recuerdo el día de ayer como si fuera ayer. En Bruselas cogí un tren hasta La Haya —dos trenes, a decir verdad; tuve que hacer transbordo—, para ver un solo cuadro, un único cuadro.
El demonio del deseo obsesivo se había apoderado de mí de manera que tenía que ir.
Pero el trayecto resultó ser bastante diferente de lo que me había imaginado, un viaje agradable, relajado a Holanda, y ya lo percibí después de haber salido del hotel, dejando atrás a todos y todo.
En la Gare du Nord de Bruselas casi que me subo al tren equivocado, porque me había sincronizado con el horario de la gare central; por lo tanto, en lugar de comprar el billete en la aplicación móvil, me decidí a comprarlo en una ventanilla pasada de moda, con un señor mayor al otro lado del cristal que fue tan amable que me imprimió no solo el billete, sino también un plan detallado del viaje. Fue tan amable que, al principio, llegué a pensar que no me iba a cobrar, pero al final me costó todo 90 euros).
«¿Qué podría ir mal?», recuerdo que pensé cuando había perdido casi toda una hora en la estación de aquella manera, pero después recordé que había olvidado comprobar el horario del museo Mauritshuis, adonde me dirigía: «¡Mierda, no conseguiré llegar a tiempo!». De pie en el andén, fumando nerviosamente, no estaba seguro de estar en la vía correcta. Y cuando el tren finalmente vino, no pude creer que realmente me iba.
Pero los caballos metálicos del tren se pusieron a galopar a través de la tarde de manera que, después de una hora de lectura y una hora de viaje, finalmente llegué a Breda, un lugar de Bélgica con un nombre esloveno. En Breda por poco pierdo el transbordo con el siguiente tren por culpa del retraso del primero en el que iba y al que me había visto obligado a volver, puesto que, a pesar de que fuera hasta La Haya, iba a la estación del sur y no a la central, y por lo tanto más lejos del museo, que estaba a punto de cerrar.
Sobre nosotros en el continente había una baja nebulosidad sobre la infame industria de la capital, que se extendía desde la línea de ferrocarril junto con algunas casas de ladrillos, mientras que sobre el frío mar hibernal a lo lejos, en el cielo claro, había una puesta de sol clarísima que había limpiado mi alma de las pesimistas dudas que me carcomían con un recurrente «tal vez no lo vayas a conseguir», de manera que las nubes de mis pensamientos giraron en dirección correcta y, junto con el viento, abrieron una vela maravillosa.
En la estación de La Haya me doy cuenta de que no voy a llegar, al menos no a pie, así que cojo el primer taxi que pasa por allí. El trayecto en medio del tráfico intenso en hora punta me puso todavía aún mucho más nervioso, aunque el taxista turco, con su chaqueta china de piel, me dejó en el Mauritshuis todavía a tiempo (la carrera costó 10 euros, e incluso le dejé una propina porque corrió todo lo que pudo, a pesar de que no entendía para nada mis motivos).
Era la hora casi en punto, puesto que la buena gente que trabajaba allí (desde el vigilante de la entrada hasta el curador de la galería) me quería convencer de que había llegado demasiado tarde, puesto que cerraban en quince minutos. Incluso la chica de la taquilla, en un espíritu protestante, intentó convencerme de que no valía la pena: «¿Realmente vale la pena pagar toda la entrada cuando solo tiene quince minutos?». (Por cierto, que el precio de la entrada era de 15 euros). Le contesté solemnemente que estaba allí para ver «un solo cuadro». Me miró como si yo fuera esloveno (que, por casualidad, soy), y entonces me preguntó: «¿Y de qué cuadro se trata?». «El jilguero», le contesté. No lo conocía.
Cogí la entrada junto con un plano del museo y subí por las escaleras más rápido que el ascensor (una escalera doble con bonitas…, vaya, no hay tiempo para eso ahora), mientras todo el mundo me miraba extrañado puesto que me iban pasando en dirección contraria (el museo ya estaba a punto de cerrar); en la segunda planta, fui casi corriendo de una sala a otra buscando lo que había ido a ver, y llegué a levantar las sospechas de un guardia mucho mejor vestido, que empezó a seguirme.
De repente, lo encontré.
Het puttertje, nada de particular, un trampantojo con el pájaro de tamaño natural, ligado con un cordel a su comedero, con la firma abajo del todo: C. FABRITIVS 1654. Y para mí en ese momento: todo. El motivo por el cual había abandonado mis talleres literarios en Bruselas y había ido hasta La Haya lo había provocado el deseo que, de una manera artificial y artística, había alimentado la novela que había leído: El jilguero de Donna Tartt, puesto que mi obsesión, como me di cuenta más tarde, reflejaba la misma que había dominado al protagonista de la novela. Theo “Potter” Decker cogió el cuadro y toda su vida lo escondió como un recuerdo y en memoria de su madre, a quien había perdido cuando explotó una galería de Nueva York donde se exponía temporalmente el cuadro; la explosión, que reverberaba en la que había matado a Fabritius, había destrozado su estudio y había enterrado la mayoría de los cuadros que había hecho ese año, como era el del jilguero.
Sin embargo, ahora ese cuadro estaba ante mí, pero mi mirada nerviosa pasaba del cuadro al reloj preguntándome cuántos minutos, o tal vez ya segundos, me quedaban antes de que cerrara el museo. En ese momento me habló el demonio: «¡Cógelo, hazlo tuyo, es tuyo!». Y realmente quería cogerlo y hacerlo mío. Ya conocéis ese deseo desorbitado de poseer las cosas (y a veces también a las personas). Pero no se trata sencillamente de gozo de la posesión sino del gozo de esa obsesión que te abrasa. Del amor para amar. En mi caso: el amor para amar ese cuadro del jilguero que alimenta el amor hacia la novela del mismo título.
Por eso lo hice.
Volví con el tren e intenté relajarme después de haber engullido una hamburguesa (2,50 euros en el autoservicio Febo). El vagón iba casi vacío. Dos jóvenes que escuchaban algo de tecno árabe con el volumen alto, un sacerdote callado vestido de blanco estaba sentado sin moverse y leía un periódico, cuatro adolescentes de colores indefinidos estaban charlando, así que decidí mirar mi premio.
Miré la foto que había hecho con el móvil, y entonces me di cuenta de repente que en el cuadro apenas se veía ese cordel que ligaba no tan solo al pájaro a su comedero hacia el que siempre volvía inevitablemente, sino también al artista con su cuadro y al arte pictórico en general, a la autora de la novela, a la figura que había creado a través de una obsesión con la pintura, y a mí con la pintura de la que me había enamorado a través del amor hacia su escritura a causa de la cual había emprendido ese viaje de todo un día de Bruselas a La Haya y de vuelta.
Pensé en mis propias cadenas, con las cuales mi demonio me liga a la escritura: sin tener en cuenta cuán libre pienso que soy, siempre vuelvo a esta actividad de escribir sin la que no puedo ser yo mismo, de igual manera como un jilguero escritor que puede volar donde quiera, pero siempre va a volver al mismo lugar.
Pero ¿no es esto precisamente el arte? Encontrar una cosa que conviertes en tu obsesión, en tu deseo, en tu amor, tal vez la única forma que los demonios que te dominan, tú les pones los arreos como a un caballo negro y tú los montas, tal vez hacia una puesta de sol como las que pintaban los antiguos maestros holandeses.