View Colofon
- "La ragazza che ascoltava gli uccelli" translated to IT by Lucia Gaja Scuteri,
- "Com as aves, partilho o céu" translated to PT by Barbara Jursic,
- "Niebo dzielę z ptakami" translated to PL by Joanna Borowy,
- "S pticama delim nebo" translated to SR by Jelena Dedeić,
- "Cu păsările am în comun cerul" translated to RO by Paula Braga Šimenc,
- "S ptáky sdílím oblohu" translated to CZ by Kateřina Honsová,
- "Ik deel de lucht met de vogels" translated to NL by Staša Pavlović,
Comparto el cielo con los pájaros
A veces llega a ser insoportable. Hacen tal cantidad de ruidos al comer que me despiertan. Además, discuten para ver quién consigue el trozo más sabroso, y no me dejan dormir. Se oye todo, a pesar de que tengo doble vidrio en las ventanas y cierran bien. Uno quisiera pipas de calabaza; aquel quiere de linaza, porque crujen de manera muy agradable; los más jóvenes se tragan las migas más pequeñas de pan, mientras que las hembras no quieren de ninguna manera pastel de sebo. Quién iba a pensar que los zorzales, los petirrojos, los herrerillos y los verderones, con sus aparatos digestivos, no quieren triturar sencillamente todo lo que les llega al pico. En realidad, son muy selectivos los habitantes de nuestro parque. Y hay muchas cosas más que uno nunca podría imaginarse, lo sé. Pero cuando empiezas a entenderlas, entonces ya no puedes taparte los oídos. Ni olvidarlo, creedme.
Todo empezó un día de actividades en la naturaleza. En primaria, la maestra en la clase de naturales nos explicó que los científicos habían clasificado a los pájaros en varias subcategorías. Una de ellas eran los pájaros cantores, que nos alegran con sus agradables melodías. Después tuvimos día de actividades en la naturaleza y nos dejaron salir al bosque cerca de la escuela, donde observamos a los animales del bosque. Nos repartieron unas hojas en las que teníamos que dibujar y escribir lo que veíamos y lo que oíamos. Los alumnos se fueron perdiendo entre los arbustos, desde donde volvían con dibujitos de caracoles, babosas, ardillas, urracas, herrerillos y también algunos gusanos. Una alumna que hizo esbozó en una hoja ni más ni menos que un jabalí se ganó la máxima admiración. Más tarde resultó que había oído los gruñidos de un bulldog francés que alguien se había llevado al bosque para pasearlo, pero ella, llena de miedo, huyó de manera impulsiva y estaba segura de que detrás de ella había salido corriendo un verraco. A causa de todo eso, la maestra le bajó la nota, lo que levantó bastante polvareda. Aunque no tanta como la que provocó mi trabajo.
La maestra, al principio, no quería ponerme nota. Después de clase me indicó que fuera a su despacho, me cogió suavemente de la mano y, con una voz muy amistosa, me pidió que mis padres fueran a la escuela. A pesar de que no era una alumna especialmente brillante, me entristeció aquello; en mi opinión, me había esforzado mucho, por eso me salieron algunas lágrimas. Para consolarme, quiso abrazarme, pero yo me aparté ofendida. Al final de todo, me entregó mi hoja de los deberes en la que había puesto un gran signo de interrogación rojo. ¡Y entonces fue cuando yo estallé en un llanto inconsolable! Con un solo garabato rojo, devaluó todas mis indagaciones científicas, todas las, ejem, transcripciones de conversaciones que habían llegado hasta mis oídos desde las ramas de los árboles, allí en lo alto, encima de nosotros. La diferencia entre mi hoja de deberes y los informes que habían entregado los demás alumnos consistía en que ellos, si veían a un pájaro carpintero, dibujaban una especie de pájaro que con el pico estaba dándole a un tronco, y debajo escribían «toc, toc, toc». Yo también dibujé un pájaro carpintero, pero debajo lo que escribí era algo por el estilo: «Laputaqueloparió, cuánto tiempo voy a tener que dar golpes para poder llegar a la primera capa de gorgojos, la hostia, con el hambre que tengo, y nada». Anoté lo que había oído. Incluso si no había entendido del todo de qué se trataba: «Uf, que venga alguien y me fecunde», salía del pico de una hembra de mirlo. El macho de una tórtola de collar, del que había oído sin querer el grito de apareamiento, dijo otra cosa: «¿Dónde estará alguna adorable hembra para podérmela follar?».
Mis padres, que hasta aquel momento no habían sido excesivamente severos conmigo — más bien habían actuado con psicología— esta vez se sulfuraron. Bueno, de hecho esa no es la palabra correcta: empezaron a tratarme de una manera más cautelosa, hablaban en susurros y después, por recomendación de la abuela, me apuntaron a piano y a un curso de danza expresiva. Odiaba tanto el piano como la danza, desde el fondo de mi corazón, pero los martes y los jueves por la tarde fueron a partir de entonces una oportunidad para poder ir sola al centro, y allí, durante los minutos que esperaba a que llegara el autobús que me llevaría a nuestro barrio de las afueras, me ponía a escuchar las nerviosas conversaciones de las palomas de la ciudad. Los días cálidos iba como en estado de trance hasta la fuente y observaba cómo se revolcaban en el agua poco profunda. Se mojaban y bromeaban; algunas eran groseras con las palabras, pero nunca ofensivas. ¡Qué habría dado para poderme unir a ellas! Quizás también ellas supieran qué me pasaba por la cabeza, puesto que, como si fuera un milagro, permitían que me acercara mucho. Nunca ocurrió que alguna de ellas hubiera echado a volar asustada.
Si la imagen de un niño que deja que las palomas le salpiquen en la fuente del ayuntamiento es cálida, como de postal, cuando se trata de una chica un poco mayor, que en la excursión de graduación, en lugar de entregarse a las perversiones habituales de la pubertad, se dedica a las gaviotas, entonces sus despiadados compañeros le ponen apodos nada compasivos. En el último curso de bachillerato, yo ya estaba casi dispuesta a creer en sus insultos, aunque no me importaban. Y qué que sea estrambótica, me dije temprano esa mañana cuando, desde el muelle de algún lugar de la costa española, justo antes de la salida del sol, observaba una bandada de gaviotas que sobrevolaba una barca pesquera. Me daba igual que mis compañeros, que en esos momentos estaban en las habitaciones de un hotel barato uno al lado de otro sumidos en delirantes sueños de alcohol, no me echaran en falta. Agucé los oídos y mis ojos siguieron el azul infinito del cielo. De repente, la bola incandescente iluminó brillantemente la superficie del mar, mientras que yo, en la grandeza de ese momento, estiré el brazo y de mi garganta salió un auténtico chillido de gaviota. Un viejo que estaba en el muelle remendando redes y que, en la penumbra de la mañana, yo no había visto antes, se estremeció.
Mientras tanto, mis padres ya habían abandonado cualquier esperanza de que su hija siguiera sus mismos pasos y se decidiera a hacer alguna carrera de humanidades. Estaba completamente claro que la gente, ni de sexo masculino ni de sexo femenino, no despertaba mi interés. Mi madre se esforzó discretamente en que me inscribiera en Biología, a pesar de las malas notas en asignaturas técnicas y de naturales.
Mis ingenuas expectativas de que el destino, hasta aquel entonces despiadado conmigo, finalmente en la facultad pondría en mi camino alguna alma gemela en forma de persona, ya desde las primeras clases resultaron ser estériles. Mis colegas y profesores eran una panda de corazones de piedra sin sentimientos. Lo que más les interesaba era la morfología y la anatomía particular de los invertebrados y los equivalentes calóricos y los cocientes respiratorios, pero ni un solo momento se preguntaron si esos animales que diseccionábamos (y no tan solo sobre el papel), pensaban. Las horas más felices las pasé, no en las aulas o durante las clases, sino en el parking de tierra delante de la facultad. Allí, en un árbol, había una colonia de cuervos grises. Esos pájaros inteligentes tenían una rutina cotidiana tan aburrida como la de los otros seres pensantes, por eso se inventaron un juego bastante complicado: jugaban con las matrículas de los coches que se acercaban. Está claro que capté muy rápido de qué se trataba, oí sus discusiones y sus acusaciones mutuas de que engañaban o sumaban mal los números. La esencia del juego se encontraba en las apuestas: apostar a una suma de números en las matrículas de los coches que llegaban al parking, con variantes de la hora y del día de la semana; bastante complicado, en resumen. Reconozco que ya he olvidado un poco las reglas, por desgracia no soy tan inteligente como ellos.
Los cuervos grises saludaban gritando cada nuevo coche que llegaba, y mis colegas y la gente en general lo veían como unos chirridos fastidiosos de los pájaros, pero yo sabía que se alegraban de un número, que impelían a jugar a un participante que no lo debía hacer muy bien y que los más fanfarrones y arrogantes ya estaban celebrando abiertamente su inmediata victoria incluso antes de haberla alcanzado. Se podía escuchar su alegría, y lo habría dado todo para poder jugar también con ellos. Durante horas miraba hacia arriba desconsoladamente cómo saltaban de una rama a otra en las copas de esos álamos y los escuchaba. Es extraño, no capté ni una sola palabra sobre mí, a pesar de que los cuervos no dejaban de hacer cáusticas observaciones sobre mis colegas. Estos, mientras, jugaban a sus juegos: se apoyaban en las ventanas de las aulas de la facultad, me miraban y competían para ver quién se inventaba el insulto más humillante para lo que yo estaba haciendo.
Durante cuatro años no encontramos una lengua común y me sentí aliviada cuando pasé todos los exámenes y solo me quedaba el trabajo final. Había elegido como director a un profesor de Etología y el título provisional de mi trabajo era La influencia de los cambios climáticos, en particular del drenaje de las zonas húmedas, en la vocalización del aguilucho pálido, del zarapito real y de la tarabilla norteña. Todos los pájaros mencionados viven en el pantano de Ljubljana, por eso me pasé el medio año siguiente en la hierba inundada de los marjales, bajo todas las clemencias e inclemencias del tiempo. En primavera, antes del alba, me congelaba y miraba la niebla que se iba levantado en la turba, mientras que en verano, ya con una mirada más tranquila, acompañaba la rueda incandescente que se hundía tras el monte Krim y dejaba el escenario a los pájaros que cantaban preferentemente antes de la salida o de la puesta del sol. En uno de los observatorios de caza, me monté un laboratorio manejable y me puse de acuerdo con los miembros del club de caza para dejar allí mis utensilios de trabajo: un captador de sonidos, un telescopio portátil, unos auriculares y un cuaderno.
Era un día de finales de agosto. En el aire se notaba el vapor que anunciaba una tormenta. La ropa se pegaba a la piel. Ahuyentaba a los molestos tábanos y mosquitos. Era un aire tan sofocante que los pájaros habían callado. Después vino volando una bandada de golondrinas. Se fueron posando en los postes eléctricos y empezaron a piar sobre si al día siguiente por la mañana se pondrían en camino. Fueron trinando sobre los lagos y los ríos que iban a sobrevolar, sobre el azul infinito por el que volarían largas horas sin poder descansar ni recoger las alas. Se despertaron recuerdos del verde exuberante de la latitud donde habían invernado los últimos años y que cada vez los había recibido con abundante comida y con un agradable calor, así que, qué diantre, por qué no iba ser igual este año.
Lo sabía: ahora o nunca. Me quité los auriculares. Me daba igual el diploma. Me daba igual el certificado de educación, los profesores y los colegas, mi padre y mi madre. En realidad, no era capaz de pensar en ninguna persona, ni una sola, que me echara de menos si yo desaparecía, si me uniera a esa bandada y partiera volando. ¿Por qué no? Me tendí en la valla del punto de observación, empecé intentando agitar los brazos, haciendo el reclamo de las golondrinas. Y entonces me elevé.
Bien entrada la noche me encontró un cazador. Me dijeron que había llamado por el móvil a la ambulancia que me llevó hasta el hospital. Se necesitaban dos semanas para que sanaran todas mis lesiones, que no tengo ni ganas de contar. Entre otras, una contusión cerebral, y mamá, que solía ir a visitarme, expresó la esperanza de que ese traumatismo en la cabeza me sacara esa tontería que era escuchar a los pájaros. Lo dijo exactamente así. Por sus palabras deduje que no deseaba que yo siguiera adentrándome en mi campo de estudio; es más, que para ella aquello era vergonzoso. Decidí que los complacería en todo, así que consentí también seguir el tratamiento.
De un hospital, de la sección de traumatología del Centro Clínico de Ljubljana, me llevaron a otro, a un psiquiátrico, un gran edificio señorial en Begunje na Gorenjskem. Todos los espacios están muy bien decorados, tengo mi propia habitación y, en realidad, no me puedo quejar de nada. Pronto voy a pedirle al doctor con el que hablo largo y tendido, evidentemente no sobre los pájaros, que me permita traerme los aparatos, puesto que los había dejado abandonados en el observatorio del marjal de Ljubljana. Me gustaría continuar con mi trabajo, pero mamá no debería saberlo. Es cierto que aquí no hay tarabillas, ni zarapitos reales ni aguiluchos pálidos, pero hay muchos otros pájaros que son también muy parlanchines. Una familia de zorzales que viene a la caja nido de nuestro parque es increíblemente divertida. Los escucharía horas y horas. A veces sus ideas me hacen saltar lágrimas de la risa. El que me gusta más es el macho que salió del cascarón el año pasado. No me puedo imaginar pasar todo un día sin verlo u oírlo. Es inmensamente divertido y yo me apunto en un cuadernito aparte sus afirmaciones, en las páginas de la izquierda, mientras que en la derecha anoto mis respuestas. Sé que no me entiende, pero en lo más profundo de mí deseo que algún día le pueda leer mi diario escondido.