View Colofon
- "De Dageraadlaan: het begin" translated to NL by Jan Willem Bos,
- "Viale Zorilor: L’inizio" translated to IT by Maria Alampi,
- "A Alameda do Amanhecer" translated to PT by Simion Doru Cristea,
Alameda Zorilor: el comienzo
Cada persona tiene derecho, y éste es un derecho divino, y tampoco puede ser de otra manera, a una última frase, no es obligatorio que esta frase sea larga, ni que se parezca a una nota de despedida, pero es importante que sea verdadera, tanta verdad cuanta quepa, de hecho, en una frase, sea ésta la última, porque la verdad tiene la costumbre de ser caprichosa, lo que no significa que no exista, está claro que existe, y se ha de decir, sólo que no se puede decir en un cuento, porque el cuento tiene su verdad, que no es lo mismo que la verdad verdadera, pero sin ser menos, y esta frase es mi derecho a un cuento, y lo utilizaré hasta el final, hasta el punto, yo puse muchos puntos, yo era periodista, en los tiempos en que los diarios solían existir, y nosotros, jóvenes como éramos, no creíamos que morirían, pero está claro que han muerto, porque no importa lo que crean los jóvenes, sino todo lo contrario, en el diario nos obligaban a escribir con oraciones cortas, para no aburrir al lector, pero el lector se aburría igualmente, como se aburren los hombres con el paso del tiempo, de hecho, aunque nunca os lo hayan dicho, tenéis que saber que los hombres mueren porque se aburren de vivir, vivir puede ser muy cansado, a mí no me han gustado nunca las frases cortas, pero las empleaba, no tenía más remedio, nadie tenía más remedio, y en mi defensa no puedo invocar otra cosa que la realidad de que, de vez en cuando, dejaba que algún gato, siempre negro, atravesara mis oraciones cortas, para dirigirse a ninguna parte, y los gatos atravesaban mis oraciones cortas y yo estaba orgulloso de no ser como todos los demás, yo creía en mis gatos negros, estaba dispuesto a morir por mi derecho a dejar que los gatos negros viajaran por las páginas de los diarios, pero nadie me pidió morir por ello, los periodistas vivían en unas salas inmensas que se llamaban redacciones, decían muchas palabrotas, se pegaban, se emborrachaban, no creían en Dios, creían en la verdad, los periodistas hacían el amor sin preliminares, tenían prisa, siempre tenían prisa, ellos realmente vivían cada día, daban su vida por una ilusión, y, constatando que habían vivido por una ilusión, morían jóvenes, y en seguida caían en el olvido, pero ahora ya no pasan cosas así, en nuestro país ya no hay diarios, ya no hay redacciones, era bonito por aquel entonces, pero no quiero volverme uno de esos viejos, ya sabéis cuáles, uno de esos viejos que hablan y hablan sobre su juventud perdida, sobre carros y carretas y caballos y amores cargados de misterio, porque la verdad, caprichosa como bien la conocemos, es que la nostalgia va en contra de la verdad, ella suele pulir la verdad, siempre se está mejor en el pasado, y por qué no iba a estarse mejor, por qué no tener este derecho a soñar la vida que hemos vivido, y quizás haya también otras maneras de acercarnos hacia el final, pero yo solamente conozco esta manera, la de mirar hacia atrás, siempre hacia atrás, y de colocar todo lo sucedido, como también lo no sucedido, todos los días, y todas las noches de mi paso por la tierra en esta única frase por la cual pido no ser juzgado, ni comprendi do, tengo derecho a escribirla tal como me gusta, podría ser también un poema muy largo o podría ser una carta o podría ser incluso un informe o podría ser —y de hecho incluso lo es— un certificado, un certificado que confirma que nací, que pasé mi infancia, que fui un adolescente y bailé, que bebí cervezas en terrazas y que fui al cine a ver películas, que fui al teatro y que escuché a los pianistas llorar, los pianistas lloran mucho en sus sonatas escritas por los hombres de antaño, hombres que ya no existen ahora, los pianistas lloran viajando a través de las fantasías y de los nocturnos de estos hombres antiguos, hombres con peluca, y sobre todo que escribí, escribí, escribí, estuve en contra de las barreras entre las palabras escritas, estuve a favor de la plena libertad e igualdad de las palabras escritas, estuve a favor de la rehabilitación de los clichés, me he servido de los clichés y lo sigo haciendo, porque los quiero, se abusa de ellos y se los desprecia y nadie los toma en serio, aunque sin ellos nada se podría decir, aprecié sobre todo los silencios, escribí porque me gustaba perderme entre mis palabras y mis comas, como un pianista entre partituras de conciertos de hace medio siglo o más, los diarios fueron mi música, tenía mi ritmo, y mi ritmo latía como un corazón, mi ritmo era la respiración misma del mundo, yo tenía que saberlo todo, ¡rápido!, ¡rápido!, y buscar en los pequeños sucesos el significado de las cosas, que por supuesto que no existe, cada mañana descubría lo que había ido ocurriendo en el mundo, cada mañana buscaba el sentido que no existe, y luego incluso me enviaron por el mundo, y viajé por el mundo, una noche en La Habana, en Cuba, me amó una joven negra, y en Pekín, en China, exploté a un hombre, un chino muy viejo, quizás eterno, y ese chino me llevó en su rickshaw un día de lluvia como en el Antiguo Testamento, y un invierno, en Transnistria, entré en el maletero de un coche, estaba todavía vivo, conocí la desesperación en una calle secundaria de Lima, en Perú y seguí a un ciego en la Isla de Oia, y en Brujas cogí a una señorita por la cintura y la levanté hacia el cielo y entonces ella realmente tocó el cielo, en Estambul casi vi la huella de Mahoma en la arena, y en Sicilia tarareé romanzas para asnos y para los amores de los cocheros, en Santiago de Chile bailé boleros en las grandes avenidas, sobreviví a una tempestad en el mar, entre las ciudades de Estocolmo y Helsinki, nunca naufragué, aunque conocí tantas islas y tantos navíos, y Praga me tiró encima un puñado de oro, en Lecce me hice esperanzas barrocas, no me mataron en duelo en Florencia, aunque me hubiera gustado tanto que me mataran allí, que me enterraran allí, en una colina, bajo un olivo, y, sin arrepentir me, dejé que me cayera la máscara en pleno festival, en Venecia, y en Moscú me sentí destrozado por la sinfonía de unos terribles silencios postindustriales, en Minsk miré la estatua de Lenin, y Lenin no tuvo el valor de mirar hacia abajo, hacia la gente, a Paris llegué demasiado tarde y toda la poesía del mundo se había acabado, en Jerusalén apoyé la cabeza en el Muro de las Lamentaciones y por un instante llegué a un amor algo más elevado, la hija de un rabino quiso fugarse conmigo al desierto y la única forma de impedir ese desenlace fue huir yo mismo una tarde, durante su sueño de belleza, que ella tanto necesitaba, sacrifiqué un verso blanco en aquel barrio de Ámsterdam, y en Nápoles me emborraché hasta el delirio, con la gran belleza, en Lisboa me recogí a la sombra de Pessoa, escuché la llamada de las noches, conocí arrabales y reyes y criminales y pordioseros y actrices de varietés, rondé largas temporadas por puertos, por burdeles, por minas, y saqué a la luz hombres enteros, y en otro momento, os digo que, lisa y llanamente, me pasé una noche entera mirando el mar, mirar toda una noche el mar es sobrecogedor, y entonces yo me sobrecogí, levanté barricadas y derrumbé murallas, creí en la Internacional de los Hombres Buenos del Planeta Tierra, y no fui nunca a la guerra, no me gustaban las guerras, aunque el comienzo se lo debo a las guerras, porque por aquella época vivía en la Alameda Zorilor, en una pequeña ciudad de provincias, y toda la ciudad dependía de la fábrica de armas, allí las armas se hacían con las manos, y con esas armas mataban a otras gentes en Kinshasa o quizás en Brazzaville, ¿quién sabe?, pero no oí nunca a nadie preguntarse si estaba bien o no que eso pasara, pero los comienzos suelen volar y alzarse en un instante hacia el cielo, y se hizo de noche, y se hizo de día, y en la ciudad ya no había tranquilidad, acababa de caer el Dictador, había comenzado la libertad, pero la libertad era complicada y la gente no sabía qué hacer, ¡una cosa así no se había visto jamás!, había tenido lugar una Revolución y estaba bien, porque íbamos a comer muchas naranjas, no habían disparado ni una sola bala en nuestra ciudad, nosotros no tuvimos héroes, en la capital murió el hijo de un cerrajero de la fábrica de armas, un estudiante de la Politécnica, pero las viejas decían que había muerto de tan borracho que estaba, que había salido, ebrio, a gritar él también “¡libertad! ¡libertad!”, como solía gritarse aquel invierno, e iba en zigzag y gritaba y un soldado le dio el alto para un control de rutina, si la rutina cabe dentro de una Revolución, y a él, por culpa de la borrachera que llevaba, ni se le pasó por la cabeza pararse, e incluso se metió la mano en el bolsillo del abrigo, como si quisiera sacar un arma, y el soldado le disparó un tiro mortal, porque él no podía saber que el hijo del cerrajero, estudiante en la Politécnica, no tenía ningún arma, sino una botella de aguardiente, pero en las Revoluciones es imposible prever esas cosas, en la ciudad ya no había tranquilidad, muy pocos estaban de parte del cerrajero, pocos creían que su hijo había sido, de verdad, un héroe, decían que había recibido una condecoración póstuma, pero no conocíamos a nadie que la hubiera visto, y el cerrajero se dio a la bebida, tomó el camino del restaurante Căprioara, los hombres, sean barberos o torneros o incluso médicos, tomaron todos el camino del restaurante Căprioara en el momento en que la vida perdía su sentido, yo tenía seis años, pero sabía qué significaba darse a la bebida, en nuestra ciudad, en la Alameda Zorilor, muchos hombres solían darse a la bebida, a quienes traían sus mujeres a casa borrachos, los traían diciéndoles por el camino todo tipo de palabras feas que a nosotros, siendo niños, no nos estaba permitido emplear, pero que evidentemente empleábamos, y los pobres hombres que se habían dado a la bebida ya no sabían qué hacer y pegaban a sus mujeres, les zurraban hasta que se les saltaban los dientes, según se decía, pero nosotros, siendo niños, queridos míos, no veíamos ningún diente saltando, solamente veíamos cómo se les hinchaban los ojos a las mujeres, pero también había mujeres más fuertes que se peleaban con ellos, les plantaban cara, y más de una vez los hombres que se habían dado a la bebida casi ni podían llegar a su casa por los insultos y golpes que habían recibido, y el cerrajero se dio él también a la bebida, como os decía, su mujer lo había dejado ya desde los tiempos del dictador y se había ido a vivir con otro, uno con cara de lobo, un hombre basto, de pueblo, y el cerrajero estaba solo, y por la noche pensaba en su hijo muerto de un disparo mortal por haber dejado que la mano derecha se le deslizara al bolsillo interior del abrigo durante una Revolución, cosa que no se ha de hacer, el cerrajero, evidentemente, se volvió loco, iba siempre con un bolso pequeño de piel, donde llevaba zanahorias, no paraba de sacar zanahorias de ese bolso, era como si el bolso de piel fuese, de hecho, un sombrero en el cual crecieran conejos, y los conejos necesitasen todas esas zanahorias, es incomprensible el misterio que traían las zanahorias a la vida del cerrajero, pero un día también su vida terminó, él escogió ese día, e hizo de una silla de cocina su patíbulo, se ahorcó, ya era casi otoño, lo enterraron fuera de las tapias del cementerio, la ciudad no tenía iglesia, al lado del cementerio solamente había una capilla, y al cerrajero no lo metieron en la capilla, y lo más curioso es que tenía una boina en la cabeza cuando lo metieron bajo tierra, yo me acuerdo de todo esto, ¿cómo no me iba a acordar?, si lo conozco desde los tiempos del Dictador, cuando era un hombre alto que podía llevar sobre sus hombros todo el cielo...