Su vida junto a Carmen Ottomanyi había comenzado de manera muy abrupta al acabar el primer curso de bachillerato. El día en que decidió marcharse de la ciudad, había ido a buscar a la tía aquella alta de la otra clase, una tal Fahrida (su viejo era iraní), que sin embargo se hacía llamar Frida. Se marchaba de la ciudad porque tenía el convencimiento de que cuando uno se va, deja atrás sus limitaciones; un convencimiento absurdo si bien, por otro lado, si uno nunca lo tiene acaba siendo objeto de compasión. Se encontró a la tal Frida con una pandilla de chicas, detrás del edificio, fumando y riendo. Por aquella época todavía se fumaba en los institutos de pijos como el Suber, o sobretodo ahí. Era un instituto sorprendentemente flojo si pensamos en los profesores, con algunas excep ciones, pero daba la casualidad de que había entre los alumnos los mejores cerebros jóvenes de todo el país, y de hecho, en las campañas de promo ción del instituto se utilizaba este asunto de manera algo descarada, sólo les faltaba decirle a la gente «Nuestros profesores son de lo peor, pero si traéis a vuestros hijos a nuestro instituto, tendrán como compañeros a los futuros primeros ministros». Era un instituto selecto. Llevaba el nombre de alguien de la Unión Europea, pero era, en gran medida, una empresa comercial. Era una especie de billete de primera clase donde nada era diferente de la segunda, excepto el precio del billete que era diez veces mayor, sin ningún motivo, de manera que si uno va ahí, sabe con certeza que se estará codeando con los ricachones. Radu Grinda y su profesor de inglés, un alcohólico que Dios había bendecido con todos los dones, así, ciegamente, eran las dos caras de la moneda, es decir Uivărășeanu tenía una mente como todo el claustro de profesores juntos mientras que Grinda no solamente no tenía ninguna cualidad excepcional, sino que su familia no tenía ni la décima parte del dinero que tenían sus compañeros. De manera que Radu se topó con Frida en los terrenos de tenis de atrás, donde las chicas, tremendamente guapas y provocadoras, fumaban y echaban la ceniza en las cajas de las pelotas. Había ido directamente hacia ella. Lo habían visto con antelación y les había dado tiempo a desternillar se hasta que él llegó ahí y le dijo que se marcharía esa misma noche de Bucarest, que se iría a vivir a Câmpulung y le preguntó si quería irse con él a vivir allí. Las chicas pusieron unos ojos como platos. Frida dijo rápida mente algún taco y todas estallaron en carcajadas, drenando dentro de esa risa gigantesca mucha angustia y energía sexual. Grinda se la quedó mirando tranquilamente y quiso marcharse cuando una tía de primero A o B, una rubia con cazadora de piel, dijo «Me voy yo». Ésa era Carmen Ottomanyi. A Frida y a las demás por poco se les hiela la sonrisa en la cara y aunque habían comenzado a empujarla y a decirle, «Tía, vete al carajo», «Te has vuelto loca», como es obligado que hable la juventud superdota da, la tía lo miró fijamente sin ninguna sonrisa en los labios y Grinda, después de pensárselo él también un instante, dijo «Vale». Esa tarde realmente se fueron a Câmpulung Moldovenesc. El viaje en tren había sido el viaje largo más cómodo de toda su vida. Una vez allí dieron una vuelta por los alrededores, completamente aturdidos, y luego Carmen le dijo que necesitaba comprar unas cuantas cosas. Grinda entró también en un supermercado y compró algo para hacer unos bocadillos. Resultó luego que cada uno había comprado dos cepillos de dientes también. Habían encontrado una pensión al lado del bosque, La Chorrada. La regentaban dos viejos, probablemente otra persona había escogido el nombre de la pensión por ellos. Comieron algo y estuvieron charlando un rato, y acto seguido cayeron rendidos, quizá más por las emociones que por el cansancio, o quizá no. Al día siguiente por la mañana, Grinda salió a buscar trabajo. Carmen se fue a ver si podría matricularse en el instituto de la ciudad a partir de septiembre. Allí, por un accidente histórico, dio con una secretaria que era un pedazo de pan, que casi la adoptó aquel mismo día. A Carmen le supo mal tener que mentir diciendo que había ido a vivir allí con su marido, pero ya no se podía echar atrás y, al fin y al cabo, ¿qué otra cosa había hecho sino ésa? Grinda no tuvo la misma suerte, dio con todo tipo de tíos huraños, pero de todas formas estaba claro que había bastantes cosas que hacer, mientras no tuviera uno pretensiones, claro está. De hecho, en menos de dos semanas ya estaba empleado en una empresa de construcciones. Nada fijo, sin embargo, alguien de allí le había dicho que tenían un montón de proyectos. Grinda se propuso no olvidar jamás al hombre que le había dicho aquellas palabras alentadoras. Pero esa noche no tuvo nada demasiado alentador que confesar; aun así, compraron una botella de vino y fueron a tomársela a la colina, dominando ambos bastante bien su nerviosismo y su miedo de haberse tirado al vacío, pues les había salido tan bien que cada uno sentía reforzada su decisión al ver al otro tan seguro de sí mismo. No solamente durmieron en camas separadas, sino que tan solo se tocaron con fines prácticos, es decir que se cogieron del brazo para cruzar la calle, como si este gesto contribuyese a cruzarla con más eficiencia o decoro. Por la mañana se despertaron con el padre de la muchacha llamando a la puerta de la habitación. Los dos nutrían la esperanza de que pasarían unos cuantos días, je, je, unas cuantas semanas antes de que la confrontación surgiera, pero habían subestimado la rapidez con la cual los padres de ella entraron en pánico y lo impresionante de su capacidad para mover los hilos. Quedó claro en seguida que, más allá de la furia que debía aparen tar, el hombre se sentía en primer lugar aliviado por encontrar a su hija sana y salva, y además, examinando a Grinda de la cabeza a los pies, llegó inmediatamente a la conclusión de que no representaba ningún peligro en cuanto a cambiar de una manera u otra el rumbo de vida de la muchacha.
En este punto estaba profundamente equivocado. Esa escena firme que quería y tenía que montar en calidad de padre, fracasó desde el principio porque se creó una situación enormemente embarazosa y, lo que era peor, los tres eran conscientes de ello. Su hija en camiseta, con un hombre que, estaba más que claro, ¡la consideraba una mujer hecha y derecha! Grinda le pidió que esperase fuera unos cuantos minutos y, ante su propia sorpresa, le obedeció. Cuando volvió a entrar, había conseguido, gracias a Dios, ponerse de los nervios ahí en el pasillo, y con razón, ya que su hija, alumna de instituto, se había fugado de casa, y les echó un discurso sobre el deber, sobre el miedo, sobre la inconsciencia. Antes de que Grinda consiguiera abrir la boca para contestar, oyó a Carmen tomando cartas en el asunto e interrumpiendo a su padre gritándole con una voz extremada mente alta y clara que jamás habría sospechado uno que podía cobijarse dentro de aquel ser tan grácil, «¡Estoy embarazada de él!» Su padre se echó a temblar y desde entonces, hasta que se fue con el rabo entre las piernas, ya no tuvo ningún ascendente sobre ellos. Grinda incluso le hizo un bocadillo para el camino y se lo envolvió con en papel higiénico porque no tenían servilletas. Una vez solos, la muchacha pidió disculpas por su intervención, pero Grinda no quería oír ninguna excusa, había sido un movimiento diplomático excelente. Constató que ahora la miraba con una atención diez veces mayor. La muchacha tenía ojos marrones, vivos como los del retrato de Brigida Spinola-Doria. Resultó que pasar este primer examen había sido coser y cantar. Cuando llegó la madre de Carmen, las cosas fueron distintas. Ella echó a Carmen para hablar con Grinda a solas. Era curioso eso de que pudieran marcharse a correr mundo, pero que también conservaran ese respeto atávico por los adultos, de manera que Carmen incluso salió de la habitación sin decir ni pío y él escuchó tranquilamente cómo la señora le decía, «¿Cómo te llamas, muchachito? ¿Radu? Dime tu, Radu, ¿me devolverán tus padres el dinero que gasté durante tres años con Carmen en el colegio "Jean Suberca seaux”?» Se oyeron incluso las comillas, aunque no estuviera muy claro para qué servían. Grinda la escuchaba con interés, debido a la preocupa ción por su hija. Solamente más tarde descubriría que el menor parecido entre la mujer que uno ama y sus padres, es, por simpático que parezca, tremendamente embarazoso. De momento toda esa gente eran unos extraños para él, y estaba bien así. La mujer lo había amenazado de diversas maneras, incompatibles de todas formas, que lo denunciaría a la policía, que lo obligaría a casarse con su hija y que así le destrozaría la vida, le explicó, aparentemente muy seria, que también enviaría a unos matones a romperle las piernas, luego, sin esperar que ninguna de las amenazas hiciera efecto, el joven apenas si tuvo tiempo de apuntarlas en su mente para poder procesarlas más tarde, pasó a las súplicas, a las ofertas...
Mientras la estaban escuchando, los dos se abrazaron. La mujer les gritó que ella no era como el papanatas de su marido, que con ella no podrían y que al punto se llevaría a su hija al ginecólogo. ¿Le pego?, le preguntó Grinda a Carmen en voz baja. Ella le sonrió y le dijo por señas que no. La madre siguió hablando un buen rato y luego, de repente, Grinda cayó en la cuenta y entendió por qué Carmen Ottomanyi tuvo que pasar por su casa deprisa y corriendo antes de marcharse, demostrando que había aprendido algo en las clases de literatura rumana del siglo diecinueve, con sus cartas que cambiaban, si era preciso, las decisiones de la gente. Después de quitarse de encima a la mujer, Carmen y él se fueron a caminar por el bosque. Los dos miraban alrededor como Durero al rinoce ronte, daba la sensación de que hasta entonces no se hubieran percatado de que dentro del bosque había tantos árboles, de que les gustaba crecer uno al lado del otro. Daba la sensación de que hubieran descubierto un planeta cubierto de árboles cálidos que se tambaleaban, donde lo único que había era tiempo para estar juntos, insectos transportando el sol y tierra que crujía a gran profundidad. Años después, cuando advirtió la importancia de aquel día en su vida, Grinda también comprendió por qué esa revelación contenía ya desde entonces la caída, porque toda revelación implica un período previo de ceguera, es decir un delito que más tarde hay que expiar. Entonces lo único que hubo fue la alegría de estar con Carmen Ottomanyi y de preguntarle si todo estaba bien, si quería quedarse más tiempo, y de oírle contestar simplemente que sí. No se quedaron allí, pero sí se quedaron juntos. Grinda había sabido siempre que la muchacha era más lista que él y no se rompió demasiado los cascos por averiguar a santo de qué se había ido con él, o si el suyo había sido un gesto gratuito. Se tomaba como tal la desastrosa ambición de Carmen por mantenerlo lavado y planchado, quizá fuese esa su forma de rebelarse a los diecisiete años, una rebeldía contraria a la de sus compañeros de genera ción, que buscaban el exceso y la frivolidad y la violencia y Tokio y Ámsterdam y la Tierra del Fuego. Ella se había ido con uno que no le prometía otra cosa que una monogamia banal, sin papeles, en el culo del mundo, un lugar que, según resultó, era demasiado bello para ellos. A Grinda no le importaba si éste también era o no un exceso similar en una mente demasiado sofisticada y llena de literatura como la de Carmen por aquel entonces. Lo cierto era que ella no iba a reprocharle ni una cuarta parte del asunto en todos esos años, aunque las cosas no habían sido fáciles, él acabó el bachillerato dos años más tarde que ella, en una palabra, trabajo duro permanente, dificultades y problemas, aunque hubiera también años buenos, retrospectivamente, como todos los años buenos, evidentemente. Pero el hecho de que hubieran conseguido hacer algo radical, es decir algo sencillo, no significaba que ellos también fueran sencillos, ni en cuanto a carácter ni tampoco en cuanto a historia perso nal. Dentro de aquella revelación de prueba, ellos seguían siendo indivi duos entrópicos. Sin embargo fueron unos años de solidaridad, una especie de servicio militar, durante el cual, la verdad sea dicha, no se perdían ningún concierto siempre que apareciese una guitarra en el escenario o en las tabernas donde solían tocar aficionados. Cuando pensaba en esto, no había nada que le impidiera disfrutar de este recuerdo, porque a pesar de todo lo que pasó después esa chica era la única que lo había apoyado en su creencia de que se podía vivir locamente, a pesar de las consecuencias, para ser más exactos, a pesar de las consecuencias inventadas por otros.
Se separaron, por descontado, cuando llegaron a conocerse y a tolerarse y cuando aparecieron por fin premisas para que también ellos pudieran florecer. Pero el motor que pone a uno en órbita es, al fin y al cabo, el mismo que lo hace caer del cielo. El escultural Adán ya lleva dentro un Cristo enfermo de ergotismo. Carmen había terminado la carrera, Grinda acababa de convertirse en el asistente de Uivărășeanu que estaba trabajando en un proyecto europeo magnífico y, cuando por fin podían pagar todas las facturas y el exilio había acabado, la máquina dejó de funcionar y se separaron durante unos años. ¿Por qué? Porque Carmen sabía lo que hacía y continuaba con su rebelión, valiéndose de medios que él ya no podía comprender. Un día, se pasó los dedos por el pelo y le dijo con mucho amor a Grinda que tenían que separarse unos cuantos años y que le agradecía que la hubiese conducido hasta el reino que ella estaba buscando. Él se quedó mirándola como un idiota. Que la mujer quisiera así, sin más, separarse de él era algo que, si no había más remedio, estaba dispuesto a entender, pero que fuera menester una separación temporal, de varios años, era una trampa demasiado insondable para su mente. De forma totalmente atípica para él, ilustrando a la perfección la idea de pérdida temporal de las facultades mentales, rompió un plato en la cocina, gritando que él no aceptaba esas brujerías literarias, esos experimentos suyos. Al darse cuenta de que a Carmen le provocaba placer su reacción, se tranquilizó. Quizá ella llevara toda esa idea del gesto gratuito mucho más lejos de lo que él hubiese imaginado que era posible o aprovechable. Pero Grinda prefirió decirse a sí mismo que no era otro hombre lo que ella quería sino un retorno a los años de instituto, allá donde él ya no la podía acompañar, porque no sabía cómo desprenderse ahora de la lógica de aquella soledad llamada madurez. Por lo tanto no la condenó jamás, aunque otro, más inteligente, lo habría hecho. Para él, aquella Carmen que se había ido con él cuando tenía que escoger entre él y el mundo, no podía volverse en su contra jamás, aunque ahora a ella le había llegado la hora de escoger el mundo.