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Original text "Revolta inversă" written in RO by Cătălin Pavel,
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Published in edition #1 2017-2019

Rebelión a la inversa

Translated from RO to ES by Corina Oproae
Written in RO by Cătălin Pavel

Su vida junto a Carmen Ottomanyi había comenzado de manera muy  abrupta al acabar el primer curso de bachillerato. El día en que decidió  marcharse de la ciudad, había ido a buscar a la tía aquella alta de la otra clase, una tal Fahrida (su viejo era iraní), que sin embargo se hacía llamar  Frida. Se marchaba de la ciudad porque tenía el convencimiento de que  cuando uno se va, deja atrás sus limitaciones; un convencimiento absurdo  si bien, por otro lado, si uno nunca lo tiene acaba siendo objeto de  compasión. Se encontró a la tal Frida con una pandilla de chicas, detrás  del edificio, fumando y riendo. Por aquella época todavía se fumaba en los  institutos de pijos como el Suber, o sobretodo ahí. Era un instituto  sorprendentemente flojo si pensamos en los profesores, con algunas excep ciones, pero daba la casualidad de que había entre los alumnos los mejores  cerebros jóvenes de todo el país, y de hecho, en las campañas de promo ción del instituto se utilizaba este asunto de manera algo descarada, sólo  les faltaba decirle a la gente «Nuestros profesores son de lo peor, pero si  traéis a vuestros hijos a nuestro instituto, tendrán como compañeros a los  futuros primeros ministros». Era un instituto selecto. Llevaba el nombre  de alguien de la Unión Europea, pero era, en gran medida, una empresa comercial. Era una especie de billete de primera clase donde nada era  diferente de la segunda, excepto el precio del billete que era diez veces  mayor, sin ningún motivo, de manera que si uno va ahí, sabe con certeza  que se estará codeando con los ricachones. Radu Grinda y su profesor de  inglés, un alcohólico que Dios había bendecido con todos los dones, así, ciegamente, eran las dos caras de la moneda, es decir Uivărășeanu tenía  una mente como todo el claustro de profesores juntos mientras que  Grinda no solamente no tenía ninguna cualidad excepcional, sino que su  familia no tenía ni la décima parte del dinero que tenían sus compañeros.  De manera que Radu se topó con Frida en los terrenos de tenis de atrás, donde las chicas, tremendamente guapas y provocadoras, fumaban y  echaban la ceniza en las cajas de las pelotas. Había ido directamente hacia  ella. Lo habían visto con antelación y les había dado tiempo a desternillar se hasta que él llegó ahí y le dijo que se marcharía esa misma noche de  Bucarest, que se iría a vivir a Câmpulung y le preguntó si quería irse con él  a vivir allí. Las chicas pusieron unos ojos como platos. Frida dijo rápida mente algún taco y todas estallaron en carcajadas, drenando dentro de esa  risa gigantesca mucha angustia y energía sexual. Grinda se la quedó  mirando tranquilamente y quiso marcharse cuando una tía de primero A  o B, una rubia con cazadora de piel, dijo «Me voy yo». Ésa era Carmen  Ottomanyi. A Frida y a las demás por poco se les hiela la sonrisa en la cara  y aunque habían comenzado a empujarla y a decirle, «Tía, vete al carajo»,  «Te has vuelto loca», como es obligado que hable la juventud superdota da, la tía lo miró fijamente sin ninguna sonrisa en los labios y Grinda, después de pensárselo él también un instante, dijo «Vale». Esa tarde  realmente se fueron a Câmpulung Moldovenesc. El viaje en tren había  sido el viaje largo más cómodo de toda su vida. Una vez allí dieron una  vuelta por los alrededores, completamente aturdidos, y luego Carmen le  dijo que necesitaba comprar unas cuantas cosas. Grinda entró también en  un supermercado y compró algo para hacer unos bocadillos. Resultó  luego que cada uno había comprado dos cepillos de dientes también.  Habían encontrado una pensión al lado del bosque, La Chorrada. La  regentaban dos viejos, probablemente otra persona había escogido el  nombre de la pensión por ellos. Comieron algo y estuvieron charlando un  rato, y acto seguido cayeron rendidos, quizá más por las emociones que  por el cansancio, o quizá no. Al día siguiente por la mañana, Grinda salió  a buscar trabajo. Carmen se fue a ver si podría matricularse en el instituto  de la ciudad a partir de septiembre. Allí, por un accidente histórico, dio  con una secretaria que era un pedazo de pan, que casi la adoptó aquel  mismo día. A Carmen le supo mal tener que mentir diciendo que había  ido a vivir allí con su marido, pero ya no se podía echar atrás y, al fin y al  cabo, ¿qué otra cosa había hecho sino ésa? Grinda no tuvo la misma  suerte, dio con todo tipo de tíos huraños, pero de todas formas estaba  claro que había bastantes cosas que hacer, mientras no tuviera uno  pretensiones, claro está. De hecho, en menos de dos semanas ya estaba  empleado en una empresa de construcciones. Nada fijo, sin embargo,  alguien de allí le había dicho que tenían un montón de proyectos. Grinda  se propuso no olvidar jamás al hombre que le había dicho aquellas  palabras alentadoras. Pero esa noche no tuvo nada demasiado alentador  que confesar; aun así, compraron una botella de vino y fueron a tomársela  a la colina, dominando ambos bastante bien su nerviosismo y su miedo de  haberse tirado al vacío, pues les había salido tan bien que cada uno sentía  reforzada su decisión al ver al otro tan seguro de sí mismo. No solamente  durmieron en camas separadas, sino que tan solo se tocaron con fines  prácticos, es decir que se cogieron del brazo para cruzar la calle, como si  este gesto contribuyese a cruzarla con más eficiencia o decoro. Por la  mañana se despertaron con el padre de la muchacha llamando a la puerta  de la habitación. Los dos nutrían la esperanza de que pasarían unos  cuantos días, je, je, unas cuantas semanas antes de que la confrontación  surgiera, pero habían subestimado la rapidez con la cual los padres de ella  entraron en pánico y lo impresionante de su capacidad para mover los  hilos. Quedó claro en seguida que, más allá de la furia que debía aparen tar, el hombre se sentía en primer lugar aliviado por encontrar a su hija  sana y salva, y además, examinando a Grinda de la cabeza a los pies, llegó  inmediatamente a la conclusión de que no representaba ningún peligro en  cuanto a cambiar de una manera u otra el rumbo de vida de la muchacha. 

En este punto estaba profundamente equivocado. Esa escena firme que  quería y tenía que montar en calidad de padre, fracasó desde el principio  porque se creó una situación enormemente embarazosa y, lo que era peor,  los tres eran conscientes de ello. Su hija en camiseta, con un hombre que,  estaba más que claro, ¡la consideraba una mujer hecha y derecha! Grinda  le pidió que esperase fuera unos cuantos minutos y, ante su propia  sorpresa, le obedeció. Cuando volvió a entrar, había conseguido, gracias a  Dios, ponerse de los nervios ahí en el pasillo, y con razón, ya que su hija,  alumna de instituto, se había fugado de casa, y les echó un discurso sobre  el deber, sobre el miedo, sobre la inconsciencia. Antes de que Grinda  consiguiera abrir la boca para contestar, oyó a Carmen tomando cartas en  el asunto e interrumpiendo a su padre gritándole con una voz extremada mente alta y clara que jamás habría sospechado uno que podía cobijarse  dentro de aquel ser tan grácil, «¡Estoy embarazada de él!» Su padre se  echó a temblar y desde entonces, hasta que se fue con el rabo entre las  piernas, ya no tuvo ningún ascendente sobre ellos. Grinda incluso le hizo  un bocadillo para el camino y se lo envolvió con en papel higiénico  porque no tenían servilletas. Una vez solos, la muchacha pidió disculpas  por su intervención, pero Grinda no quería oír ninguna excusa, había sido  un movimiento diplomático excelente. Constató que ahora la miraba con una atención diez veces mayor. La muchacha tenía ojos marrones, vivos  como los del retrato de Brigida Spinola-Doria. Resultó que pasar este  primer examen había sido coser y cantar. Cuando llegó la madre de  Carmen, las cosas fueron distintas. Ella echó a Carmen para hablar con  Grinda a solas. Era curioso eso de que pudieran marcharse a correr  mundo, pero que también conservaran ese respeto atávico por los adultos,  de manera que Carmen incluso salió de la habitación sin decir ni pío y él  escuchó tranquilamente cómo la señora le decía, «¿Cómo te llamas,  muchachito? ¿Radu? Dime tu, Radu, ¿me devolverán tus padres el dinero  que gasté durante tres años con Carmen en el colegio "Jean Suberca seaux”?» Se oyeron incluso las comillas, aunque no estuviera muy claro  para qué servían. Grinda la escuchaba con interés, debido a la preocupa ción por su hija. Solamente más tarde descubriría que el menor parecido  entre la mujer que uno ama y sus padres, es, por simpático que parezca,  tremendamente embarazoso. De momento toda esa gente eran unos  extraños para él, y estaba bien así. La mujer lo había amenazado de  diversas maneras, incompatibles de todas formas, que lo denunciaría a la  policía, que lo obligaría a casarse con su hija y que así le destrozaría la vida,  le explicó, aparentemente muy seria, que también enviaría a unos matones  a romperle las piernas, luego, sin esperar que ninguna de las amenazas  hiciera efecto, el joven apenas si tuvo tiempo de apuntarlas en su mente  para poder procesarlas más tarde, pasó a las súplicas, a las ofertas...  

Mientras la estaban escuchando, los dos se abrazaron. La mujer les gritó  que ella no era como el papanatas de su marido, que con ella no podrían y  que al punto se llevaría a su hija al ginecólogo. ¿Le pego?, le preguntó  Grinda a Carmen en voz baja. Ella le sonrió y le dijo por señas que no. La  madre siguió hablando un buen rato y luego, de repente, Grinda cayó en  la cuenta y entendió por qué Carmen Ottomanyi tuvo que pasar por su  casa deprisa y corriendo antes de marcharse, demostrando que había  aprendido algo en las clases de literatura rumana del siglo diecinueve, con  sus cartas que cambiaban, si era preciso, las decisiones de la gente.  Después de quitarse de encima a la mujer, Carmen y él se fueron a  caminar por el bosque. Los dos miraban alrededor como Durero al rinoce ronte, daba la sensación de que hasta entonces no se hubieran percatado  de que dentro del bosque había tantos árboles, de que les gustaba crecer  uno al lado del otro. Daba la sensación de que hubieran descubierto un  planeta cubierto de árboles cálidos que se tambaleaban, donde lo único  que había era tiempo para estar juntos, insectos transportando el sol y  tierra que crujía a gran profundidad. Años después, cuando advirtió la  importancia de aquel día en su vida, Grinda también comprendió por qué  esa revelación contenía ya desde entonces la caída, porque toda revelación  implica un período previo de ceguera, es decir un delito que más tarde hay  que expiar. Entonces lo único que hubo fue la alegría de estar con  Carmen Ottomanyi y de preguntarle si todo estaba bien, si quería  quedarse más tiempo, y de oírle contestar simplemente que sí. No se  quedaron allí, pero sí se quedaron juntos. Grinda había sabido siempre  que la muchacha era más lista que él y no se rompió demasiado los cascos  por averiguar a santo de qué se había ido con él, o si el suyo había sido un  gesto gratuito. Se tomaba como tal la desastrosa ambición de Carmen por  mantenerlo lavado y planchado, quizá fuese esa su forma de rebelarse a los  diecisiete años, una rebeldía contraria a la de sus compañeros de genera ción, que buscaban el exceso y la frivolidad y la violencia y Tokio y  Ámsterdam y la Tierra del Fuego. Ella se había ido con uno que no le  prometía otra cosa que una monogamia banal, sin papeles, en el culo del  mundo, un lugar que, según resultó, era demasiado bello para ellos. A Grinda no le importaba si éste también era o no un exceso similar en una  mente demasiado sofisticada y llena de literatura como la de Carmen por  aquel entonces. Lo cierto era que ella no iba a reprocharle ni una cuarta  parte del asunto en todos esos años, aunque las cosas no habían sido  fáciles, él acabó el bachillerato dos años más tarde que ella, en una palabra, trabajo duro permanente, dificultades y problemas, aunque hubiera  también años buenos, retrospectivamente, como todos los años buenos,  evidentemente. Pero el hecho de que hubieran conseguido hacer algo  radical, es decir algo sencillo, no significaba que ellos también fueran sencillos, ni en cuanto a carácter ni tampoco en cuanto a historia perso nal. Dentro de aquella revelación de prueba, ellos seguían siendo indivi duos entrópicos. Sin embargo fueron unos años de solidaridad, una  especie de servicio militar, durante el cual, la verdad sea dicha, no se  perdían ningún concierto siempre que apareciese una guitarra en el  escenario o en las tabernas donde solían tocar aficionados. Cuando  pensaba en esto, no había nada que le impidiera disfrutar de este recuerdo,  porque a pesar de todo lo que pasó después esa chica era la única que lo  había apoyado en su creencia de que se podía vivir locamente, a pesar de  las consecuencias, para ser más exactos, a pesar de las consecuencias  inventadas por otros. 
Se separaron, por descontado, cuando llegaron a conocerse y a  tolerarse y cuando aparecieron por fin premisas para que también ellos  pudieran florecer. Pero el motor que pone a uno en órbita es, al fin y  al cabo, el mismo que lo hace caer del cielo. El escultural Adán ya lleva  dentro un Cristo enfermo de ergotismo. Carmen había terminado la  carrera, Grinda acababa de convertirse en el asistente de Uivărășeanu que  estaba trabajando en un proyecto europeo magnífico y, cuando por fin  podían pagar todas las facturas y el exilio había acabado, la máquina dejó  de funcionar y se separaron durante unos años. ¿Por qué? Porque Carmen  sabía lo que hacía y continuaba con su rebelión, valiéndose de medios que  él ya no podía comprender. Un día, se pasó los dedos por el pelo y le dijo  con mucho amor a Grinda que tenían que separarse unos cuantos años  y que le agradecía que la hubiese conducido hasta el reino que ella estaba  buscando. Él se quedó mirándola como un idiota. Que la mujer quisiera  así, sin más, separarse de él era algo que, si no había más remedio, estaba  dispuesto a entender, pero que fuera menester una separación temporal,  de varios años, era una trampa demasiado insondable para su mente.  De forma totalmente atípica para él, ilustrando a la perfección la idea de pérdida temporal de las facultades mentales, rompió un plato en la cocina,  gritando que él no aceptaba esas brujerías literarias, esos experimentos  suyos. Al darse cuenta de que a Carmen le provocaba placer su reacción,  se tranquilizó. Quizá ella llevara toda esa idea del gesto gratuito mucho  más lejos de lo que él hubiese imaginado que era posible o aprovechable. Pero Grinda prefirió decirse a sí mismo que no era otro hombre lo que  ella quería sino un retorno a los años de instituto, allá donde él ya no la  podía acompañar, porque no sabía cómo desprenderse ahora de la lógica  de aquella soledad llamada madurez. Por lo tanto no la condenó jamás,  aunque otro, más inteligente, lo habría hecho. Para él, aquella Carmen  que se había ido con él cuando tenía que escoger entre él y el mundo, no  podía volverse en su contra jamás, aunque ahora a ella le había llegado la  hora de escoger el mundo.

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