Me despertó la lluvia. Se infiltró en mi sueño y, en un primer momento, no supe de qué mundo venía. Estaba nadando en el infinito del Pacífico. Sé que se trataba del Pacífico, lo reconozco por los programas de televisión. Atravesaba a nado el azul turquesa y el agua cristalina. Es lo que dicen en los reportajes: el azul turquesa y el agua cristalina. Las cuentas decorativas que sirven para atar el bañador colgaban de mis caderas. Lo reconozco por las fotos. Es mi primer bañador, de cuando era niña. El cielo corrió sus cortinas mientras me arreglaba el nudo. Las pesadas gotas que salpicaban mi coronilla y mis brazos extendidos se hacían cada vez más espesas y más duras, hasta que el agua acabó cubriendo el mundo entero. Terminó por envolverme en un eterno abrazo, como en un útero acorazado. Hice un amago de nadar hacia arriba y entonces me desperté. Una pena. Me hubiera encantado aprender a nadar. Por lo menos adquirí la certeza de que el océano no era la solución.
Mis sueños han sido intensos desde que era una niña. Complejos. Convincentes. Excitantes, a diferencia de mi vida cotidiana. En esta no hay más que números. Las precisas operaciones elementales. La contabilidad y los recibos. Neto y bruto. Los porcentajes del seguro médico y de la Seguridad Social. Una parte a la cuenta bancaria, la otra a un sobre. Han pasado décadas desde la época en la que recibía dinero en mi cuenta bancaria. Intento no darle muchas vueltas. Tampoco le di muchas vueltas hace treinta años. Era como todos los demás. Al final de un día gastado, el sueño siempre me daba alegría. Esta mañana he tenido que levantarme con el primer sonido de la alarma. Me esperaba una colada, hacer las maletas, pagar las facturas pendientes y confirmar de nuevo las fechas con la agencia de viajes. Irena —la encargada que me vendió el paquete— me recordaba constantemente qué preparativos debía hacer para el viaje. Me soltaba un montón de consejos útiles, me recomendaba las aseguradoras fiables y los paquetes del seguro médico que me convendría contratar. Desistió, servil, cuando le solté bruscamente que no necesitaba ningún seguro y que dejara de molestarme porque todavía estaba a tiempo de cambiarme de agencia. Reaccioné de manera muy parecida cuando me comentó que tenían en su oferta unos cruceros majos a precios similares. Me miró preocupada, como si no estuviera segura de que una estancia en el trópico fuera lo más adecuado para mí. La interrumpí de manera muy descortés. Puesto que no mantengo comunicación habitual con la gente, mi umbral de tolerancia para este tipo de mierda es bastante bajo. Aunque tampoco debe de ser muy fácil para ella. Podía haberle lanzado una bofetada del copón y ella seguiría afirmando con la cabeza, diciendo «entiendo y perdón por meterme, solo quería ayudar», pues este es el servicio que uno recibe cuando paga por un viaje a un destino como el que había elegido. Me acuerdo de nuestro primer encuentro y de la incredulidad de Irena cuando le pedí que me hiciera el cálculo para una de las ofertas más caras de su agencia de viajes. Estoy segura de que suponía que iba a firmarle un talón para Bečići o Calcídica. Cuando por fin conseguí atraer su atención, su cara adquirió el color de la más alta comisión mensual.
Las ventanas retumban por la lluvia. Me tambaleo hasta el balcón y me asomo a través de la celosía. Al otro lado de la calle la sombra de Marina está ajustando la cortina de la ventana. Está ya despierta, por supuesto. Mi amiga se levanta a las 6.45 todas las mañanas, sin excepción. Mientras la habitación se ventila, Marina hace gárgaras con aceite de calabaza para detoxificarse. Ella misma se ha prescrito esta terapia alternativa. Cree que existen ciertos métodos que pueden conservar bien el cuerpo. Hace poco, incluso yo misma llegué a pensar que esto podría ser cierto, aunque no me duró mucho.
Tengo media hora más antes de que Marina termine con sus rituales matutinos. Como rutina, escucha el pronóstico del tiempo, hace los ejercicios recomendados por su quiropráctico, zurce los agujeros de la ropa. Prejubilada a causa de una lesión de espalda, Marina no se rinde. Cree en el happy end y estará lista cuando llegue. Siempre va maquillada, con las uñas pintadas y con la cabeza alta, para comprar el pan, la comida y las flores. Hace que los pendientes vayan a juego con la ropa, el bolso con los zapatos, la sonrisa con la mirada del interlocutor. Cuando vuelve de la compra, coloca la fruta en una cesta de mimbre, las flores en el florero y, después de lavar las verduras, las pone a cocer a fuego lento. Si decide malgastar su salud, dice ella, lo hará en una taberna. Nunca se pierde las reuniones mensuales con las excompañeras y los excompañeros de trabajo, que duran hasta la madrugada. Después de esto, la dieta equilibrada, levantarse temprano, paseos diarios, el aceite de calabaza. Es doce años mayor que yo, pero nadie lo diría jamás. Marina se aferra a este mundo con sus garras de gata y no tiene intención de darse por vencida. Por suerte o por desgracia, Marina tampoco se rinde conmigo, me invita siempre a que vaya con ella, tanto si consigue entradas por Facebook para el teatro como si se apunta a una visita gratuita de los pasadizos subterráneos romanos debajo de Belgrado. Va a todas partes y siempre vuelve a casa más fuerte. Me llama sin excepción para contarme qué tal le fue. Ayer por la noche me llamó para preguntarme si me acordaba de la letra de una antigua canción, muy popular cuando éramos niñas, la que va de la ciudad y de las olas. Quiso buscarla en internet, pero no se acordaba de los versos. Yo la tenía en la punta de la lengua, pero no conseguí acordarme… Eso me dejó un poco triste, más por ella que por mí.
Marina es la razón por la que me levanto por las mañanas, me lavo los dientes, contesto al teléfono, pues todo eso resulta más fácil que tener que justificarme ante ella por el desorden y la dejadez.
El mes pasado encontré un perro muerto detrás del garaje. Cuando presienten la muerte, los perros se recluyen. Se esconden de la gente y pasan esas últimas horas en la Tierra lejos de las miradas curiosas. Este se había hecho un ovillo entre el garaje prefabricado y el cubo de basura. Sus fauces, pegadas con babas secas, parecían haberse anquilosado en medio de su último intento de respirar aire. Alrededor de su ovalada cabeza, las moscas revoloteaban y en su orificio nasal se atisbaban unas alitas verdes. Si ignoráramos todo eso, parecería dormido. Saqué el teléfono del bolso y tomé la foto del perro muerto, asegurándome de que nadie me viera. Más tarde Marina, espantada, se negó a mirar la foto y tan solo apretó los labios en un gesto de repulsión: «No entiendo qué es lo que te fascina aquí. Los animales, a diferencia de los humanos, no pueden influir en nada». «Los humanos son animales», le respondí. Este era el típico acto de mi pequeña malicia hacia la Marina sensata, tranquila, puntual. Siembro un poco de desasosiego en su vida ordenada, como si la preparara para las sorpresas que la acechan en cada esquina sin que ella lo sepa. De todo lo que ha de venir, Marina, por ahora, tan solo sabe que he vendido el piso y que me voy de vacaciones.
Me siento en el borde de la cama y empiezo a vestirme. Mis nuevos medicamentos me provocan náuseas en el estómago y pesadez en la cabeza. He aprendido a vivir con el pulpo invisible que se agarra con fuerza a mi tronco y envuelve mis extremidades con sus tentáculos. Es mi niño pesado de unos diez años de edad, que no consigo quitarme de encima. Por eso camino, duermo y pienso con ese peso como si nunca hubiera sido de otra manera. Sin embargo, ahora hay elementos nuevos. Últimamente, mi circulación se ha deteriorado y por eso me pongo dos pares de calcetines y guantes sin dedos. Me cuesta ponerme el jersey por la cabeza. Los pantalones del pijama son lo último que me quito. Al levantar las nalgas de la cama me encuentro con una sorpresa desagradable en la sábana. Una mancha húmeda y roja. Si en este infierno del cuerpo en cambio y deterioro constantes ha habido una sola condición oportuna, esa sería la desaparición de la regla. Y ahora, después de tantos meses, estoy sangrando de nuevo. Mi propio organismo me está reprogramando, me está haciendo acostumbrarme a cambios incesantes. Me está jodiendo, vamos. El síndrome de Hashimoto siempre ha sido un invitado exigente, pero, desde el pasado mes, mi estado ha empeorado.
Encontré un olvidado paquete de compresas que me había sobrado. Abrí la bolsita verde y pegué la hoja fina en el interior de mis bragas desfasadas, que saqué de la bolsa de la ropa interior vieja. No es muy propio de mí guardar cosas innecesarias, no soy una urraca. Algunas personas no tiran nada. Tienen las estanterías y los aparadores repletos de objetos cogiendo polvo; sin embargo, el rechazo simplemente no es una opción para ellos. No soy una de esas. No colecciono, recuerdo. Los recuerdos materiales me ahogan, son muy demandantes, ocupan espacio y rutina, exigen cuidado, se deterioran y, cuando se acaban, se convierten en otra pequeña desgracia más. Recordar es mi disciplina y día tras día renuevo mi colección. Quizás sea por eso por lo que esta despedida no me está costando tanto.
Ya he empaquetado y bajado a un trastero de alquiler gran parte de mis cosas. Los cajones y los armarios están ordenadamente vacíos. Encima de la mesa tan solo hay un libro, una novela policíaca que mantiene mi atención y los documentos. El pasaporte, el historial médico, las recetas de los medicamentos que tengo que recoger, el informe de la oficina de trabajo social:
Edad: 53.
Sexo: femenino.
Estado civil: soltera.
Hijos: sin.
Padres: fallecidos.
Educación: bachillerato en economía.
Situación laboral: desempleada.
Años cotizados: 8,2.
Años de experiencia laboral: 32.
Decisión de la comisión: ayuda social no concedida.
Marina es una cabrona pesada y suspicaz. Me pregunta qué estoy haciendo día tras día. Habla bajito, pero con determinación, palabra por palabra. Nos conocemos bien y desde hace mucho tiempo, seguro que sospecha que algo importante está sucediendo a sus espaldas. No me atrevo a decirle la verdad, pero tampoco sé cómo mentirle. No quiero ver su cara cuando se dé cuenta de lo que tengo pensado hacer, porque temo que no me entendería. Le doy una respuesta vaga: «Ultimando los recados antes del viaje». Marina cree que he contratado este descanso para compensar al menos una parte de lo que me he perdido en la vida y que en tres semanas volveré como nueva, más parecida a ella, igual de motivada que ella y con una paz recién descubierta; que me mudaré a un estudio que compraré con el dinero que me quede.
Ya no tengo miedo al dolor. Nada me cuesta más que mantenerme despierta e indefensa en esta cama, ante la pantalla plana, bajo el techo agrietado. Escalar los bosques me dolerá, el mar helado me dolerá, la mochila en la espalda y las piedras bajo las plantas de mis pies. Me dolerán mi tripa hinchada y los pulmones y la columna vertebral y la lengua en mi boca, pero todo eso no será para tanto, todo eso es pasajero. La naturaleza es para mí un planeta inexplorado y ahora quiero adentrarme en ella todo lo que pueda. No tengo mayor deseo que ese.
Mi bulto es mi liberación. Si no hubiera aparecido en la pantalla del ecógrafo anunciando billones de sus hijos voraces, tal vez nunca me hubiera atrevido a salir de este viejo piso. De hecho, tampoco estoy muy segura de cuánto tiempo llevan aquí, hace años que no me he hecho una eco de tiroides. Cuando empezaron a aparecer las molestias, contacté con mi médico, porque pensé que había que cambiar el tratamiento, no habría sido la primera vez. Había que pedir cita para la revisión con meses de antelación, así que pasé medio año en la ignorancia. En cuanto al dolor de la garganta, pensé que se trataba de un virus, Marina siempre me trae algún parásito del mundo exterior. Fue entonces cuando me encontré con un nuevo diagnóstico: cáncer anaplásico de tiroides. La doctora me dijo que habíamos perdido mucho tiempo y que teníamos que reaccionar rápidamente. Y así hice.
No creo en Dios. Creo en Marina y en el hombre de tez morena con sus chanclas de plástic que espera la llegada de la gente de Occidente a la entrada del pueblo. Su presencia les garantiza protección de los carteristas y de las tropas de guerrillas. Entonces los lleva al curandero local, cuenta el dinero y los deja en una habitación bajita y oscura con suelo de tierra. Estoy convencida de que este hombre, flaco y encarcelado en su propio pueblo, conoce la manera de conseguir una pistola. Intentará regatear conmigo, sin saber que estoy dispuesta a darlo todo. Cuando ya no pueda disfrutar del agua y de la lluvia, cuando se me haga difícil abrir los ojos y beberme un sorbito de té, todo lo que tengo será suyo.
*
Dormí casi el día entero. A veces, el cansancio me derriba durante una hora o dos, a veces más. Aun así, me atengo a la costumbre de que el descanso nocturno es el más importante; cuando me ducho, me cambio de ropa interior y me lavo los dientes. Me voy a la cama únicamente cuando veo la luz apagada en el dormitorio de Marina. El aire huele a lluvia. «Las olas cubrirán la ciudad», me acordé de los versos, «y al sueño me devolverán». Se lo contaré a Marina en cuanto amanezca.