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Original text "De hel" written in NL by Aya Sabi,
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Published in edition #2 2019-2023

El infierno

Translated from NL to ES by Carmen Clavero Fernández
Written in NL by Aya Sabi

Al filtrar el ruido de los niños que están jugando, quedan algunos sonidos a los que, cada día, se aferra desesperadamente. Recoge los pocos que atraviesan las paredes. Siempre vienen acreedores a la casa de sus vecinos, a pesar de que no sirva para nada, porque el hombre no está dispuesto a pagar. «Ni aunque me saquen los órganos primero y luego me maten», le oye decir a su esposa cuando los acreedores se han ido. Ella se siente como un eslabón en las historias y los secretos de los demás. Frente a su casa, vive un hombre muy mayor que todas las mañanas pone un taburete en medio de la zona en la que juegan los niños y luego se queja durante toda la tarde de que los niños perturban su paz y de que los jóvenes de hoy en día ya no tienen vergüenza. Se imagina sentada donde está él, mirando hacia el interior de su propia casa a través de la ventana. O se imagina a sí misma como uno de los niños y se pregunta cómo puede fastidiar al viejo. Los niños lanzan el balón contra una de las patas del taburete; ella haría algo mejor. Lleva unas cuantas semanas charlando con esta gente. Les habla de su ciudad natal y del viaje que ha hecho, asiente compasiva, se ríe o se indigna cuando ellos se quejan de los acreedores, del viejo gruñón y de los niños irrespetuosos: «¡Pero si solo son niños! Necesitan espacio para jugar y no hay mucho espacio en esta ciudad. No queda ni un centímetro en el que no hayan construido algo. ¡Pon tu taburete en otra parte!» O: «¡Puedes robarle el taburete cuando entre en casa a buscar cerillas para encender un cigarrillo!». No quiere vivir experiencias importantes y luego no poder contárselas a nadie, porque entonces todo sería inútil. A cada uno le da una voz y unas características diferentes; siempre una tonalidad distinta.

Conoce el infierno por los sermones de los viernes en su pueblo y ahora está entre sus piernas. Al principio piensa que sus extremidades arden en llamas, pero cuando mira, no ve fuego. El dolor se extiende hacia abajo. Por primera vez tras meses de silencio recuerda cómo suena su propia voz. Él no lleva fuera más de medio día y en uno y medio llegará a la casa de su suegra para decirle que todo va bien con ella, aunque en realidad estará muerta. Grita y grita, su voz se vuelve ronca, luego se le atasca en la garganta y el dolor ya no puede salir a gritos de su cuerpo. Una forma aparece sobre ella. El mundo se desvanece y por un momento no sabe en qué posición está con respecto al suelo y al techo. La vecina de arriba se libra de sus hijos, pone agua a hervir, la lleva hasta la alfombra, le pone una almohada bajo la cabeza. ¿Lella Cherki? Lella Cherki es la comadrona. ¿Por qué tiene que ir a buscarla? Se está muriendo. No sabe cuánto tiempo tardará en comprender lo que entraña la vida. Una mujer. Un hombre. Un bebé. La planta baja de una casa larga. Eso es todo. El dolor remite lentamente. Su cabeza está sudorosa, mareada y somnolienta. Ni siquiera se hinchó durante el embarazo. El bebé se escondía en el cuerpo de una niña.

Hay sangre entre sus piernas otra vez. No se trata de una herida que le cause un dolor pasajero, que se cierre cubriendo la zona o presionando la piel con vendas, para que después de unas horas se forme una costra y al cabo de unos días se regenere la piel. Este dolor es permanente y la herida permanecerá abierta para siempre. Aunque se lave veinte veces al día, su cuerpo siempre sangra. Sin embargo, sigue lavándose. Mientras se lava no oye el llanto del bebé. Los niños de la vecina de arriba quieren desayunar. Llaman a su puerta, que está cerrada. Cuando el bebé deja de llorar, oye a la vecina bajar corriendo por las escaleras de madera y susurrar su nombre a través de la puerta. Pero ella lo mantiene todo cerrado, no quiere ver a nadie. La casa está sucia. No puede hacer té en una casa que huele a secreciones, a pérdidas de sangre y a placenta. Quema inmediatamente hojas de menta en el fuego y se ahoga con el humo porque la única ventana y la única puerta de la habitación están cerradas. La vecina de arriba llama a la puerta. El bebé chilla. Pero ella mantiene cerradas todas las puertas y ventanas.

Cuando la ciudad duerme, abre sigilosamente la ventana y saca la cabeza. La luz de las estrellas aún ilumina la ciudad y se pueden ver los cuerpos celestes en el cielo. Quiere soñar con ellos, pero por la noche se sube al lomo de un dragón plateado que vuela demasiado alto sobre su pueblo natal. Quiere pedirle que baje y gire a la derecha para poder mirar dentro de la casa de su madre, pero no sabe cómo hablarle. El dragón vuela cada vez más alto, hasta que el suelo desaparece. El ruido la despierta repetidas veces, pero cuando se da cuenta de que es el bebé llorando, se despreocupa y vuelve a dormir.

Lava las alfombras cada dos días. Frota las cazuelas con lejía hasta que aparece una nueva capa bajo el óxido. Lava las verduras siete veces antes de usarlas. Lava el grifo antes de lavar las verduras. Frota los estropajos antes de limpiar las cazuelas con ellos. Nunca seca los vasos por dentro, aunque, por si acaso, haya lavado tres veces los paños de cocina. Los pone boca abajo hasta que caiga toda el agua arrastrando la suciedad invisible con ella, y cuando quiere beber de un vaso, lo huele antes de secarlo solo por fuera con un paño de cocina. Así pasan las horas antes de que se ponga a desayunar y, cuando haya terminado de desayunar, ya puede empezar a preparar la comida y luego la cena. Por la noche se duerme al instante.

A esta hora la vecina de arriba ya no puede bajar. La vecina quiere ayudarla con su bebe: enseñarle a ser madre. Ya es de noche. El llanto ha parado por un momento. Esta es su oportunidad. Desliza la cerradura hacia un lado y abre un poco la puerta. Ahí está. La vecina lleva sentada en las escaleras todo este tiempo y mete rápidamente el pie entre la puerta y el marco para que no le dé un portazo en la cara. Cuando la vecina ve al bebé en un rincón de la habitación, es como si ella también viese a su bebé por primera vez, aunque a menudo lo haya movido para poder limpiar debajo del pequeño cuerpo y en los rincones de la habitación. Al margen de eso, todo lo que ha hecho hasta ahora lo ha hecho de espaldas al bebé, mirando hacia afuera por la ventana. Le pitan los oídos porque el bebé ha llorado durante días y ahora hay un silencio sepulcral.

— ¿Qué has hecho? ¿No le cambiaste los pañales? ¿No le diste el pecho? Está muerta. Está muerta.

Mira hacia abajo y ve las manchas húmedas de su vestido a la altura de los pechos. La vecina alza las manos y se golpea las mejillas y los muslos alternativamente mientras chilla. Pasa mucho tiempo antes de que la vecina se agarre la cabeza, se siente en posición de loto e intente calmarse. Entonces pone agua a hervir, coge un cubo y lava todo el abandono del cuerpo del bebé.

— Dile que nació muerta.

Llama a su marido y en medio de la noche se van al cementerio. Si la vecina y su esposo pagan lo suficiente, los sepultureros no harán preguntas.

No sabría decir por qué tenía que mantener a esta niña con vida. Pero se olvidó de decirles a los vecinos que la niña necesitaba una tumba de adulto. Todavía debe convertirse en una mujer en la tierra. Ella no sabe cómo son las cosas allá abajo, pero no pueden ser peores que aquí. Las niñas solían ser enterradas vivas. Ella ha dejado a la suya morir primero. Así su hija muere una vez, no una y otra vez, cuando se va de su pueblo, cuando se despide de su madre, cuando yace bajo un hombre tan viejo que él también huele a muerte.

Tras un par de años, dejará de pensar en ello, pero permanecerá en todo lo que hace. Cuando coma tortitas y satisfaga su hambre, comerá una extra para ella, mantendrá a sus hijas dentro de casa todo el tiempo que pueda, odiándolas porque sus vidas no se parecerán en nada a lo que ella esperaba. Las odiará porque no murieron en la cuna, no se casaron con hombres que ya eran grises, no fueron golpeadas y no se les prohibió salir a la calle. Tendrán otras cosas en la cabeza, la brecha salarial y el acoso callejero, pero esas no son cosas de las que quejarse. Que todavía hay un mundo ahí fuera. Que la vida de una mujer no es la vida de otra mujer. De eso se dará cuenta más adelante. Ahora, el haber dejado que su hija muriese es algo evidente.

Él regresa de su ciudad natal cargado con barriles de aceite de oliva para una habitación demasiado pequeña. Ella limpia el polvo de los barriles día y noche hasta que brillan. Huelen a casa. Le ayuda a mover los barriles porque tiene problemas de espalda. Ya no se acuesta sobre ella. Le quema ahí abajo. No habla del tema. Agarra una botella de aceite de oliva y, cuando el dolor reaparece, la estruja y su cara parece la de una mujer que, a punto de dar a luz por quinta vez, sabe lo que le espera. Cuando el dolor persiste, se acurruca como un recién nacido. En el suelo, sobre el aceite de oliva, se retuerce de todas las formas habidas y por haber, pero en vano: el dolor permanece con él. En silencio, ella va a buscar paños lavados para limpiar el aceite del suelo y se pasa el resto del día lavando los paños y la alfombra, colgándolos para que se sequen y, como el aceite se adhiere tanto a los paños y a la alfombra, lo vuelve a lavar todo al día siguiente. No le preocupa el dolor de su marido, ella ya ha pasado por eso y ha sobrevivido. Le preocupa su presencia. Que se quede más tiempo en casa, que trabaje cada vez menos. A veces va al baño, golpea la puerta y gime, lo oye sollozar. Ya no distribuye el aceite.

Lo ve consumirse muy, muy rápido. Les pasa a muchos hombres a esa edad, pero su madre le prepara brebajes, porque no quiere enfrentarse al hecho de que su hijo se esté muriendo sin que ninguna poción mágica pueda remediarlo o frenarlo. Pero le ha llegado su hora. En menos de seis meses estará muerto.

Viajan hasta el pueblo en un camión vacío. No ve nada por el camino, porque el paisaje pasa muy rápido y mirando se marea. Cuando llegan, tiene que vomitar y luego su madre le pregunta por qué el camión está vacío, ¿dónde está todo lo que tenían en casa? Ella señala a su suegra y se encoge de hombros.

— ¿Ni siquiera trajiste tus mantas? Un matrimonio de año y medio, sin hijos y sin herencia. Inútil.

Su madre se acerca a hablar con su suegra y unas semanas más tarde traen sus pertenencias al pueblo.

En las afueras del pueblo hay un lugar para él en la tierra. Es humillante ver lo poco que queda de una vida humana. Su hija muerta está enterrada a doscientos kilómetros al norte, sin haber aprendido a hablar, él nunca la conocerá, ella nunca vivirá para contarlo. Lo que pasó está olvidado, es devorado bajo tierra por los gusanos y la humedad. Cuando dentro de cuarenta años se remueva la tierra, ambas serán polvo, y dejarán sitio para nuevas tumbas.

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