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- "Fili" translated to IT by Francesco Panzeri,
- "Niti" translated to SR by Aleksandar Đokanović,
- "Nici" translated to PL by Ewa Dynarowicz,
- "Provázky" translated to CZ by Veronika Horáčková,
- "Vezi" translated to SL by Ariela Herček,
- "Fios" translated to PT by Lut Caenen,
- "Fire" translated to RO by Irina Kappelhof Costea,
Hilos
No empiezo a buscarla conscientemente. Siento una conexión con ella alarmante e inexplicable y su desaparición me desconcierta. Cuando despierto, me pregunto dónde duerme y cómo vive, y sigo pensando en ella, masturbándome con suavidad y sedosidad bajo las sábanas, mientras observo las nubes a través de la ventana abatible. Cuando camino entre los puestos de fruta de nuestro barrio, paso las yemas de los dedos por las naranjas hasta que encuentro una que me recuerde a ella, una con los poros perfectos.
Acabé en sus clases de yoga por un persistente dolor de cuello. El fisioterapeuta me recomendó este tipo de yoga, el método Iyengar, porque se utilizan soportes y es más seguro para principiantes con tanta tensión como yo. Cuando entré en el centro, las cuerdas, los bloques y los cojines dispuestos contra las paredes me conquistaron de inmediato por la promesa de dominio que irradiaban, de agarre. Pero pronto me daría cuenta de que estos instrumentos solo servían para hacerme perder el control. Lo único agradable de la primera clase fue la posición de savasana del final, cuando podíamos fingir que estábamos muertos. La inmovilidad que sentíamos al tumbarnos mientras ella caminaba entre nuestros cuerpos me pareció maravillosa.
—Sigue respirando, siente tu respiración como un hilo que pasa por la nariz, por el labio superior. Concéntrate en tu respiración.
Enseguida empecé a odiar al resto de participantes, a su forma de flotar por la calle con esas esterillas enrolladas, a sus voces lentas, a la posición de loto que adoptaban antes de empezar la clase. Soñaba con arrebatarles sus botellas de colores brillantes y hacer que sus labios inferiores temblasen de agitación. Odiaba a toda la gente que hacía yoga en mi barrio, excepto a ella.
Era su manera de recogerse el pelo negro y fuerte en un moño, que luego se deshacía lentamente durante la clase, hasta que la goma se aflojaba y los mechones se soltaban y caían sobre su espalda. Era su pequeña y orgullosa figura, la tranquilidad de su postura de la vela, su inclinación. Era la combinación de todo: cómo se sujetaba la camiseta bajo las mallas durante esa postura, el gesto recatado de su mano, cómo separaba los cortos dedos de los pies y los presionaba contra la esterilla; parecían los pies de una salamanquesa. Era como si se uniese algo que de otro modo permanecería separado, algo que ni con todo el control del mundo se podría juntar.
Ese pelo. Lo olí por primera vez durante un ejercicio en parejas, que es lo que le gusta a la gente que va a yoga, hacer ejercicios juntos. Por suerte, casi siempre hacía estos ejercicios conmigo, porque los demás, que temían mi obsesión por el control y mi desesperante rigidez, se apresuraban para formar parejas entre ellos, dejándome a mí sin compañero. Me movía lo menos posible cuando ella tiraba de mis hombros hacia atrás, empujaba mis vértebras hacia abajo o sostenía mi cuello mientras recitaba su sabiduría sobre el yoga. «Todo está conectado, los tendones y la piel, los músculos y los huesos, si algo cambia en tu postura, todo cambia». Entonces me atrapaba de lleno el olor de su pelo, olor a madera humeante, un aroma enloquecedor, y me imaginaba sacándole la goma y pasando la mano por esa cortina dramática, mis dedos enredándose entre sus mechones.
En el invierno me la encontré por la calle y me sorprendió verla con algo que no fuese ropa de yoga, una nueva combinación con el color de su piel y de sus ojos, una combinación no menos lograda. Descubrí que ella también vivía en el barrio. Mientras me hablaba de cómo había terminado aquí, miré su bufanda de color ocre y me la imaginé a ella tumbada en el suelo; yo cruzaba los extremos de la bufanda bajo sus omóplatos y tiraba hacia arriba, hasta que la tela se tensaba estirando su columna vertebral, lentamente, vértebra a vértebra, justo como ella había hecho conmigo la semana anterior durante la clase, con una cuerda. No sé por qué ese acto me conmovió tanto; el hecho de que te estiren.
—Respira y suéltate —me dijo mientras aplicaba la fuerza—. Si aguantas la respiración, tu cuerpo entra en pánico. Seguir respirando significa que todo va bien y el cuerpo se adapta.
Una semana después nos hizo atar las cuerdas entre sí y pasarlas por las anillas metálicas de la pared, tras lo cual empezamos a colgarnos de estas construcciones como si fuéramos prisioneros. Aquella respiración bocabajo era pura entrega, una forma de sumisión. Después del ejercicio, bajó la intensidad de la luz y nos dejó descansar sobre las esterillas. Entreabrí los ojos y vi la luz amarilla, oí el sonido de la lluvia contra las ventanas y atisbé ese pelo recogido, todo se disponía alrededor de su perfil, fuerte y silencioso. Sentí cómo descendían los fluidos por mi cuerpo y pensé en la casa en la que me crie, en los días luminosos y ordenados de mi infancia. Pensé en mi familia en esa casa, recorriendo habitaciones que eran menos pequeñas, menos oscuras de lo que me parecen ahora. ¿En qué momento cambió todo aquello de generación, desde cuándo esa gente tiene arrugas y los muebles, polvo? Su pie con los dedos separados junto a mi cabeza y su voz:
—Primera causa de sufrimiento; no existe la certeza, todo cambia.
Dos meses después estalló la pandemia y el mundo cambió de verdad, el centro de yoga cerró y ella desapareció de mi vida. Al menos sigo pensando que más bien se trata de un cambio, no de una desaparición real: del mismo modo que una llave no se esfuma, sino que acaba en otro lugar; del mismo modo que nuestros padres mueren y años después descubrimos las huellas que dejaron en nuestra mente; o del mismo modo que una nube cambia de forma. Pero si ella no ha desaparecido, ¿entonces dónde está?
Empiezo a buscarla por el barrio. Camino por las calles vacías, por delante de los escaparates de las tiendas cerradas, por bares a oscuras con los taburetes sobre la barra, y me pregunto qué estará haciendo. La plaza donde solía haber un mercado matinal está desierta a la luz del sol. Bajo la suela de mis zapatos crujen algunos trozos de cristal. Atravieso el cruce donde nos encontramos aquella vez y doblo la esquina, pues sospecho que vive aquí, en alguna parte, y miro alrededor. Veo plantas de interior en el alféizar, lomos de libros descoloridos, huele a sopa y a agua de fregar los platos. Un nido de nostalgia se instala en mi estómago.
De camino a casa, paso por delante de una librería y mi mirada se fija en un libro de bolsillo que está en el escaparate de la entrada. Se titula Impermanence is good news. Siento un extraño sabor de boca y algo indefinido parece transformarse en mi cuerpo. Permanezco inmóvil y pienso: «Sigue respirando, el cuerpo se adapta». La sensación desaparece y continúo caminando.
Aunque me pregunto si estoy volviendo a intentar controlarlo todo, no creo que se trate de una búsqueda neurótica, es más bien una espera, un vago anhelo. He empezado a moverme con más libertad y el cuello me duele menos. A veces me olvido del dolor, encorvándome para comer o agachándome para recoger algo del suelo. Siento en mí una extraña desidia estos días, ¿será por la falta de contacto social? Me tiro el café por encima en lugar de llevármelo a la boca y añoro la ropa suelta, pantalones que no aprieten tanto y sandalias en lugar de mis eternos zapatos de cordones. Además, miro a mi alrededor; nunca había mirado tanto mientras caminaba, yo que solía ir decididamente de un lugar a otro. Ahora miro los cables eléctricos tendidos sobre las calles, la enredadera en la fachada de una mansión… y pienso en las cuerdas del centro de yoga. Imagino mi mano perdiéndose entre sus mechones, cerrando el puño sobre la suave frondosidad y tirando de su cabeza hacia mí.
Por fin ha empezado la primavera y por primera vez salgo a la calle sin abrigo. Entre los edificios hay un aire espeso y saturado, ya perdí la costumbre de que las fronteras entre el exterior y el interior se desvanezcan. Mi dolor de cuello ha desaparecido por completo y estiro los brazos hacia atrás, disfrutando del movimiento y de la respiración con el pecho abierto.Buscarla se ha convertido en una parte tan importante de mi caminar que lo hago sin pensar, como un hábito cuyo significado has olvidado, o como un animal que sigue su camino instintivamente.
—¿Buscas huellas? —pregunta un chico cuando paso por el callejón donde creo que vive ella. Me sobresalto.
—No —digo; y luego, concentrándome en mis pensamientos—: Estoy buscando a una mujer que vive por aquí.
El muchacho, que se halla de pie frente a una puerta, dobla cajas de cartón. Más adelante, un gato se cuela entre los coches silenciosos.
—¿Qué aspecto tiene?
No sé qué responder, las caras son difíciles de recordar porque cambian sin cesar.
—Pequeña —digo finalmente—. De pelo largo y oscuro. De aspecto oriental.
—¿Tienes una foto?
—No.
Nos miramos a los ojos. Luego deja caer las cajas contra la fachada y se prepara para entrar.
—Me dio clases —digo, como si eso lo explicara todo.
Esa noche vuelvo a pensar en ella en la cama. Cada vez me cuesta más trabajo recordarla, pero esta visión borrosa no la aleja; al contrario, parece que está más cerca que nunca. Mi orgasmo es como la contracción de unas branquias.
Al día siguiente ocurre algo extraño mientras paseo por el parque. Me arrodillo en la hierba bajo un árbol y, sin pensarlo, descanso el trasero sobre los talones. Nunca había hecho esto antes. Las articulaciones suelen dolerme solo con sentarme y ahora estoy tranquilamente de rodillas mirando a mi alrededor mientras las pesadas ramas del castaño se balancean sobre mi cabeza. Me levanto y bordeo el árbol. ¿Camino ahora de forma diferente? Me miro los dedos de los pies en las sandalias y vuelvo a experimentar esa extraña sensación de trasformación corporal. Muevo el pie, meneo los anchos dedos; no cabe duda de que son míos, pero algo ha cambiado, no recuerdo haber visto estas sandalias antes. Me echo la bufanda al hombro y salgo del parque, caminando con ligereza mientras reflexiono.
De repente, ya no sé lo que busco. Respiro el aire primaveral y me siento como una persona nueva, como alguien más relajado de lo que yo he podido sentirme en años. Todo lo que se cruza en mi camino me sorprende gratamente: hierbas desordenadas entre los adoquines, el sonido de los cubiertos contra los platos a través de una ventana abierta, la respiración como un hilo que pasa por la nariz. Deambulando descubro un callejón por el que nunca había pasado y veo la torre de la iglesia desde un ángulo desconocido. Entro en una panadería y la vendedora me saluda como si me conociese. No recuerdo haberla visto antes. No hablo con casi nadie desde que empezó la pandemia y su familiaridad me conmueve.
A la mañana siguiente, me levanto tarde y me siento un rato entre las plantas y los libros en el alféizar. Miro el sol en los muros de yeso de enfrente, observo el ligero ondear de una sábana que seca colgada de una ventana. Luego despliego mi esterilla y tomo la posición adho mukha svanasana para acabar de despertarme.
Cuando saco el correo del buzón, sale el vecino.
—La semana pasada alguien preguntó por ti —dice.
—¿Quién?
Se encoge de hombros.
—Una mujer, muy delgada, con el pelo corto. Dijo que iba a tus clases.
—Qué extraño —respondo, y por un momento me siento inestable, como si alguien tirase de una cuerda. Me aparto el pelo de la cara, cojo una goma de la muñeca y me lo ato. Luego me cubro la nariz con la mascarilla y salgo a la calle. Las suelas de mis sandalias repiquetean sobre la acera.