¿Por qué cayó el Imperio romano? Esta pregunta, junto a la reflexión explí cita o implícita derivada de las consecuencias que tuvo este acontecimiento en el presente, ha atormentado a la civilización europea a lo largo de su historia. Impresionados por los restos monumentales de Roma y formados bajo su herencia inmaterial, hemos admirado sus conquistas económicas, tecnológicas y culturales, y nos hemos preguntado cómo habría evolucionado la civilización occidental si la caída del Imperio no hubiese modifi cado las condiciones de vida individuales y replanteado drásticamente las complejas formas de organización social. Generaciones de estudiosos han investigado los motivos más «veraces» y profundos de esta brecha. ¿Cómo es posible que una de las estructuras de Estado más extensas y duraderas de la historia, que pudo garantizar durante siglos paz y prosperidad al mundo mediterráneo, definida por uno de sus ciudadanos más ilustres, el filósofo Plutarco de Queronea, como «la más bella de las creaciones humanas», con un sólido aparato administrativo y militar, con una cultura refinada, con conocimientos tecnológicos, con una vida social y económica alta mente especializada y regulada por un sistema coherente de leyes, cayese en manos de bárbaros poco civilizados y organizados? Para la civilización eu ropea, que se considera heredera y continuadora de Roma, esta pregunta plantea un interrogante aún más inquietante: ¿cómo se podría evitar que vuelva a ocurrir?
En su libro Der Fall Roms. Die Auflösung des römischen Reiches im Urteil der Nachwelt (La caída de Roma. La desaparición del Imperio romano según la posteridad), publicado en 1984, el historiador alemán Alexander Demandt dedicó ciento cincuenta páginas a explicar este fenó meno crucial presentando y clasificando todas las causas propuestas hasta entonces: desde el ascenso del cristianismo hasta las tensiones entre clases sociales, pasando por el agotamiento de los recursos humanos y el mal fun cionamiento del aparato estatal. Sin embargo, siempre ha planeado en el horizonte una divergencia fundamental: el papel que desempeñaron las in vasiones bárbaras en este proceso: ¿se trató de un fenómeno incidental que, podría decirse, llegó a asestar el golpe de gracia a una estructura estatal ago tada? O ¿tal vez esta secuencia de acontecimientos traumáticos provocó di rectamente el colapso de las instituciones estatales y de la administración territorial y, por tanto, la caída del Imperio? En 1947, el historiador francés André Piganiol, en la conclusión de su libro L’empire chrétien (El imperio cristiano), impugnó con decisión las teorías que veían en la caída de Roma una consecuencia de factores externos, afirmando que el Imperio era un organismo fuerte y robusto, que cayó a causa de las incursiones bárbaras, cada vez más frecuentes y violentas. Son célebres las últimas palabras de su libro: «La civilización romana no murió de muerte natural. Fue asesi nada», pero la tesis de Piganiol deja sin resolver la cuestión más importante: durante siglos, los romanos fueron capaces de sofocar a las poblaciones bárbaras y de integrarlas de manera más o menos pacífica en el sistema gracias a una combinación de iniciativas diplomáticas, de control de la política migratoria, de apertura de intercambios comerciales y de de mostración de supremacía militar. ¿Por qué en el siglo IV se rompió este equilibrio y Roma ya no fue capaz de contener la presión en sus fronteras?
En su libro de 2006, titulado Barbari: immigrati, profughi, depor tati nell’Impero Romano (Bárbaros: inmigrantes, prófugos y deportados en el Imperio romano), Alessandro Barbero explicó el fenómeno migrato rio en la antigua Roma. Barbero demostró que la inmigración fue un fenó meno duradero que estaba íntimamente relacionado con la expansión del Imperio y con la estabilización de su control territorial. Obviamente, había una cuota importante de inmigración interna que hacía que, desde las pro vincias, llegasen tanto a la capital como a las ciudades más ricas habitantes en busca de mejores oportunidades económicas y posibilidades de ascenso social; pero también había una inmigración, en este caso externa, a lo largo de los miles de kilómetros de fronteras terrestres que separaban las provin cias de Roma del territorio controlado por otros estados, como las tribus germánicas de Centroeuropa, las bereberes del Sáhara y el imperio parto y los persas en Oriente. Estos confines representaban un límite extremada mente permeable, a veces más simbólico que tangible (salvo algunas excep ciones, como el Muro de Adriano, en Britania), en torno al cual se desarrollaron auténticas sociedades fronterizas, dedicadas a intercambios comerciales entre el interior y el exterior del Imperio y a la explotación de mano de obra bárbara. En la mayoría de estos territorios, la situación se es tabilizó en época augusta y julioclaudia, momento en el que el límite de control territorial romano atravesó y dividió a estas poblaciones que, en re sumidas cuentas, compartían lenguas, costumbres y tradiciones muy simi lares. Las que habían aceptado la soberanía imperial de manera más o menos voluntaria fueron cada vez más urbanizadas y romanizadas, mien tras que las que quedaron fuera de dicho límite conservaron sus costum bres y sus formas de organización estatal, si bien bajo la égida de la soberanía imperial. Si, por un lado, las diferencias administrativas y fiscales entre los territorios internos y externos del Imperio eran bastante eviden tes, por otro, el ideal universalista de la expansión romana hacía que, en teoría, la autoridad del príncipe se dirigiese a toda la humanidad: el empe rador era responsable del bienestar de quienes colaboraban en la construc ción del bien común y del castigo de quienes trataban de alterarlo, formasen parte o no de la organización territorial de las provincias de Roma.
Esta situación se mantuvo relativamente estable durante casi dos siglos. Hasta las últimas décadas del siglo II, durante el reinado de Marco Aurelio, dos factores (uno interno y otro externo al Imperio) determina ron un nuevo modo de gestionar las fronteras. El primero de ellos lo repre senta la inestabilidad geopolítica de Europa centroriental; y es que en este periodo se asistió a la expansión de los marcomanos, que aspiraban a impo ner su hegemonía sobre las tribus germánicas vecinas. Muchas de ellas aca baron bajo el yugo marcomano, mientras que otras, que huyeron por la violencia o abandonaron sus territorios de manera voluntaria, se dirigieron hacia las provincias de Roma con intenciones más o menos hostiles. Durante los quince años de guerras en el frente danubiano, la autoridad imperial aplicó una política de acogida y deportación según los casos: por un lado, permitiendo que pequeños grupos de bárbaros se asentaran pacífi camente en territorio romano; por otro, reuniendo a los supervivientes de tribus derrotadas para llevarlos prisioneros dentro del Imperio, donde se les establecía en zonas despobladas con el objetivo de recuperar la situación económica y demográfica precedente mediante su mano de obra. De hecho, esta medida se aplicó como consecuencia del segundo factor men cionado: la denominada «peste antonina», una epidemia letal, probable mente de viruela, que duró varios años y cuya propagación se vio favorecida precisamente por el desplazamiento de un ingente número de soldados al frente danubiano. La acogida de prófugos y el establecimiento forzado de deportados respondían a la crisis demográfica que la pestilencia había provocado en algunas regiones. Pese a constituir un peligro potencial —existen casos documentados de rebelión—, se prefería repoblar estos ter ritorios entregando tierras a poblaciones bárbaras a dejarlos despoblados; y es que la principal exigencia de la autoridad imperial era evitar que vastas extensiones de tierras dejasen de ser agrícola o fiscalmente productivas.
Después de veinte años de relativa estabilidad, la presión de las po blaciones bárbaras en las fronteras aumentó y no cesó durante todo el siglo III. Esta presión continua supuso un duro desafío para el equilibrio insti tucional del Imperio, que en este periodo experimentó la crisis más pro funda de su historia. Sin embargo, la convulsa sucesión de emperadores, las continuas guerras civiles y las devastaciones que provocaron las incursiones bárbaras no alteraron la política de Roma hacia las poblaciones que preten dían asentarse en los territorios del Imperio: a la vez que se ejercía la resis tencia militar contra aquellos grupos que mostraban actitudes hostiles, se realizaban cada vez más esfuerzos por integrar a los que pretendían estable cerse de manera pacífica. A esta integración contribuyó especialmente el ejército, que contaba cada vez más con un número mayor de bárbaros en sus filas, con el objetivo de recuperar a los soldados caídos en las continuas guerras. Reclutar bárbaros no era una novedad, ya que muchos de ellos pertenecían a poblaciones guerreras entrenadas para el combate; sin em bargo, en este periodo, la creciente importancia del aspecto militar favore ció que estos reclutas alcanzasen posiciones inesperadas. En el 235, Gayo Claudio Maximino se convirtió en el primer príncipe de origen bárbaro al ser nombrado emperador por los soldados tras una brillante carrera mili tar. No podemos saber cómo percibía su identidad étnica, pero sus oríge nes no le impidieron defender con todas sus energías los intereses de Roma y la integridad del territorio imperial contra los alemanes y los sármatas. Con todo, sus esfuerzos no fueron suficientes. En la época más oscura de la crisis, aproximadamente a mediados del siglo III, los romanos no fueron capaces de negociar desde una posición de poder: en el 251, Decio fue el primer emperador que cayó en combate mientras intentaba frenar una in cursión de los godos; en el 260, los persas apresaron a Valeriano, una afrenta que tuvo fuertes repercusiones en la moral del ejército y de todos los romanos.
Precisamente de las provincias balcánicas, muy devastadas por las razias y en las que se habían asentado pacíficamente una gran cantidad de bárbaros, procedían los príncipes de finales del siglo III, que supieron de volver al Imperio la integridad territorial y la estabilidad a sus fronteras. Tras esta recuperación, en el 301, el emperador Diocleciano y sus hombres reivindicaron legítimamente que habían llevado la paz a las fronteras en el prefacio al célebre Edicto sobre precios: «Ahora que la situación de la ecú mene es tranquila y se halla inmersa en la más profunda quietud, es posible dar gracias ante los dioses inmortales en memoria de las guerras que com batimos victoriosamente […] nosotros, que, por el benigno favor de los nú menes, reprimimos los saqueos que desde hace tiempo llevaban perpetrando los bárbaros, derrotando a las propias naciones bárbaras». Naturalmente, no era cierto que se hubiese acabado por completo con los bárbaros, pero es innegable que, tras el periodo más crítico, el Imperio había recuperado su estabilidad y hegemonía sobre las naciones vecinas, al menos en Europa y en África, mientras que en Asia la situación era más complicada dada la presencia del organizadísimo y agresivo Estado persa. En el siglo IV, Roma volvía a negociar desde una posición de poder apli cando su tradicional política de intervención militar contra los pueblos más agresivos y de acogida pacífica de prófugos y expatriados. Sin embargo, había una diferencia importante por lo que respecta a la integración de los emigrantes. Hasta mediados del siglo III, los bárbaros reclutados en el ejér cito se integraban en las legiones y estaban bajo el mando de oficiales roma nos. Las cosas cambiaron cuando el emperador Galieno decidió privar a los senadores del monopolio de los puestos de mando al asignarlos a los milita res de carrera. Esta medida aumentó notablemente la movilidad social en el ejército: gracias a su valor individual, ahora cualquier recluta, incluso de origen bárbaro, podía aspirar a puestos de mando y, en el mejor de los casos, incluso al título imperial. La extraordinaria excepción que representó el caso de Maximino se convirtió en un modelo cada vez más fre cuente a partir de las últimas décadas del siglo III.
Una vez superada la crisis, en el siglo IV el Imperio vivió una nueva situación de estabilidad en la que, junto a una recuperación relativa de la seguridad en las provincias fronterizas, el proceso de integración de las po blaciones bárbaras se aceleró vertiginosamente. Sin embargo, en la segunda mitad del siglo IV, dicho sistema se deterioró debido a la llegada de una nueva oleada de refugiados; un número ingente que generó grandes pro blemas en el aparato administrativo romano, tanto local como central. La desastrosa gestión de la acogida no solo supuso el fracaso de las políticas de integración, sino también el rechazo, por parte de los grupos de emigran tes, a reconocer la autoridad y las leyes estatales. Al cabo de poco tiempo, Roma tuvo que enfrentarse a un grupo organizado y armado de extranje ros incontrolados que se desplazaban con total libertad por el territorio im perial saqueando y ocupando ilegalmente tierras. Ante semejante desastre, la sociedad romana se planteó sus causas: merece la pena analizar con de talle las narraciones y las reflexiones de los autores de la época, en particular de los historiadores Amiano Marcelino y Eunapio, para comprender cómo un proceso de acogida e integración, emprendido con la mejor de las inten ciones, pudo llegar a convertirse en una amenaza real para Roma. A partir de este momento, sus relatos, plagados de errores de apreciación, de gestión y organización, y reacciones inadecuadas o desproporcionadas, resultan poco edificantes. No hay duda de que entender estos acontecimientos puede resultar de gran interés, pues pueden revelarse como una advertencia útil para evitar afrontar consecuencias similares en el futuro.