El 28 de noviembre de 2020, un mes después de que el politizado Tribunal Constitucional prohibiese el aborto en Polonia, Magda Dropek, una de las organizadoras de las protestas de mujeres en Cracovia, escribió en Facebook:
«Llevo varios años apoyando las protestas callejeras y durante todo este tiempo he estado segura de una cosa: no sé gritar ni corear, soy demasiado caótica para hablar con eficacia y lógica, por eso siempre se me ha dado bien trasladar mis pensamientos, pero al papel o a la pantalla, escribir, comunicarme sin voz. Esa es otra: mi voz, no soporto mi voz.
Durante las últimas semanas he gritado como nunca, desde las entrañas, desde el interior, desde el diafragma, el corazón y la cabeza. Vuelvo a conseguir mi voz y su fuerza, y creo que nunca me he sentido tan bien. Grito y no me da vergüenza, incluso cuando me parece que los demás dicen cosas sensatas y yo no sé hacerlo».
Fue esta una de las decenas de entradas sobre las protestas que leía todos los días, y a veces también escribía. Sin embargo, se me quedó muy grabada. Probablemente porque unos días antes, una tarde de niebla de noviembre, yo misma había escuchado en la calle mi propio grito.
Formaba parte de un coro de miles de voces, pero al mismo tiempo era individual, aislado. Bastante agudo y, aunque lo di todo, no tan fuerte como me hubiera gustado. Había en él ira, un cabreo visceral, pero también una especie de desesperación o angustia que se manifestaba en forma de una voz gastada, ronca, a veces chillona.
En respuesta a lo que nos hicieron los políticos de derechas que gobiernan Polonia y las organizaciones ultracatólicas que los apoyan, mi voz acostumbrada más bien a la moderación y la elocuencia, mi voz de participante de debates, de autora empática y de madre de un niño de tres años rugía en el centro de Cracovia junto con otras mil voces: ¡Wypierdalać! ¡Idos a tomar por culo!
Había fuerza en esta voz, en estas voces. La sensación de que su sonido iba a derrumbar los viejos edificios, de que estábamos caminando sobre los escombros de algo que nunca volvería a ser igual.
Así fue, pero esta descripción no es del todo precisa. «Rugir» es un verbo asociado más bien con la audioesfera masculina, con las voces graves y fuertes de los hinchas. Así que, ¿qué es lo que hacían en las calles nuestras voces, esas voces femeninas? ¿Chillaban?
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«¿Cómo suena la democracia?», pregunta en su artículo la antropóloga Laura Kunreuther, y contesta: suena como discursos políticos, como gritos de los manifestantes, como peleas en el parlamento y como debates acalorados en las cafeterías y los salones.
¿Cómo suena la revolución de mujeres?
Para acordarme —desde las últimas protestas han pasado casi tres meses— pongo la grabación de la manifestación de Katowice del año pasado, publicada por Tomasz Pizio en formato de disco, titulado El infierno de las mujeres.
Un «idos a tomar por culo» gritado al unísono. Risas, chillidos. Los comunicados de la policía («¡Atención! La Policía informa. Estamos en estado de emergencia. Las agrupaciones de personas quedan prohibidas»), tan altos que casi ahogan los discursos. Sin embargo, el grito colectivo es impresionante. Cuando se oye pasado un tiempo, cuando las primeras emociones, las más intensas, ya se han enfriado, su fuerza sorprende.
Igual que sorprende lo ocurrido en Szczecinek, una ciudad pequeña en el noroeste de Polonia, que ilustra perfectamente lo que la investigadora feminista Agnieszka Graff llama el rechazo al «gran compromiso» entre el Estado y la Iglesia, sobre el que se basa la identidad polaca desde 1989. El vídeo muestra un grupo de adolescentes colocadas en semicírculo alrededor de un cura que intenta hablarles y al que callan con gritos, o más bien, con chillidos: «¡Vete a tomar por culo! ¡Vete a tomar por culo!».
Es normal que, vista unos meses más tarde, esta escena sorprenda. En el momento en el que una chica, una mujer, oye su grito en la calle, reta no solo a Jarosław Kaczyński, líder de Ley y Justicia, sino también a:
Aristóteles: «La voz aguda de la mujer es una evidencia de su disposición malvada, pues las criaturas que son valientes y justas (como los leones, los toros, los gallos y los hombres) tienen voces fuertes y graves».
Solón: «El silencio es el universo de las mujeres».
San Pablo: «Porque no permito a la mujer enseñar ni ejercer dominio sobre el hombre, sino estar en silencio».
Los griegos antiguos creían que, al abrir la boca, la mujer altera el orden cósmico. Las mujeres de la Antigüedad eran incapaces de mantener la sophrosyne —la moderación, el autocontrol, la discreción—. Su habla se consideraba desordenada y estridente. La poetisa y filósofa clásica Anne Carson, que en su ensayo The Gender of Sound reunió los ejemplos de cómo se silenciaba a las mujeres en la Antigüedad, lo resume de esta manera: la mujer era un ser «con goteras», descubría cosas y emociones que deberían quedarse dentro. Otra investigadora de la civilización clásica, Mary Beard, recuerda en el libro Mujeres y poder que el primer ejemplo de una mujer silenciada por un hombre en la literatura occidental lo encontramos en la Odisea, cuando Telémaco manda a callar a Penélope: «Madre mía (…) marcha a tu habitación y cuídate de tu trabajo, el telar y la rueca (…). La palabra debe ser cosa de hombres».
Los que más en serio se tomaron la imposición del silencio fueron los ingleses de la Baja Edad Media, quienes inventaron la «brida de regañona», un instrumento de tortura en forma de máscara para inmovilizar la lengua de las mujeres que hablaban en público.
Se ha puesto tanto empeño en acallar a las mujeres que de verdad sorprende por qué seguimos hablando.
Sin mencionar el grito. La artista polaco-francesa Margot Sputo, en el marco del proyecto CRI ON, CRI OFF (grito on, grito off), invitaba a las mujeres al estudio y las fotografiaba mientras gritaban.
—Al principio fotografiaba también a los hombres —me contó hace unos años—, solo que ellos enderezaban las espaldas y gritaban como si quisieran demostrar algo, señalar que era su territorio. En el grito de las mujeres había algo más profundo. Para muchas el grito era una liberación. Decían: «estoy furiosa, desde hace tiempo tengo muchas ganas de gritar». Algunas revivían recuerdos difíciles, otras gritaban para quitarse de encima su enfado o protestar. Había también mujeres que eran incapaces de gritar. Pero su silencio fue una experiencia muy emotiva, en algunos casos incluso más que el propio grito.
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—¿Cómo era? —le pregunto a Magda Dropek, activista LGBT y una de las líderes de las protestas de mujeres en Cracovia, cuyo post me hizo pensar en la cambiante relación con la voz como efecto secundario de la revolución.
—¿Mi voz, antes? No existía —dice cuando quedamos una tarde de mayo en una de las cafeterías de Cracovia—. Ni siquiera hacía discursos en las marchas de orgullo, aunque durante años era una de las coorganizadoras. Solía hablar muy bajo, con vergüenza. Si nos hubiéramos encontrado hace dos, tres años, probablemente habrías tenido que aguzar el oído.
No hace falta: la oigo bien aunque estamos sentadas al lado de una calle ruidosa.
—Entendí que lo escrito nunca tendrá tanta fuerza como una persona que grita —explica Magda—. Pero que empezara a hablar en público forma parte de un proceso más largo. De pequeña era un marimacho. Me peleaba con los chicos, subía a los árboles y vociferaba en el patio de mi edificio. Cuando fui al colegio, empezó la socialización: debía comportarme como una niña, ser callada y educada. Así que durante la mayor parte de mi vida hacía las cosas desde atrás, apoyando a otros. Después, muchas veces los hombres se atribuían el mérito de mi trabajo. Bueno, una historia típica. Hace dos años, sin embargo, decidí entrar en política, me presenté para las elecciones parlamentarias. Lo hice para dar visibilidad a los temas LGBT. Por el mismo motivo empecé a dar discursos en las manifestaciones. Me di cuenta de que no serían visibles si yo misma no lo era. Así que comencé a crearme un espacio para decir las cosas que quería decir.
»Al principio mi voz, chirriante, chillona, disonante, luchaba por surgir —cuenta Magda—. Para mí fue literalmente una lucha, de mi diafragma, o en realidad de todo mi cuerpo. Pero después algo cambió. Un día estaba viendo el vídeo de una de las manifestaciones y me di cuenta de que la gente hablaba, hablaba, hablaba, y después salía yo y gritaba. Una persona cercana a la que no veía desde hacía dos años me preguntó al escuchar en internet mi discurso: ¿Qué ha pasado con tu voz, que se ha vuelto tan fuerte?
Un par de datos sobre la voz femenina: es una octava más alta que la voz de los hombres. Es cuestión de testosterona, de cuerdas vocales masculinas, más gruesas y largas, pero también de cultura y de costumbre. Se observa ya en los bebés de unos meses, que con las madres balbucean en un tono más alto que con los padres.
La voz femenina es un proceso: cambia y se hace más grave al dar a luz, con la edad, dependiendo de la época. En la actualidad, las mujeres occidentales hablan con una voz más grave que sus madres y abuelas en los años sesenta del siglo XX. Los científicos explican este fenómeno por el hecho de que una voz grave suele ser percibida como más autoritaria.
El cambio que a las sociedades les ha llevado varias décadas implementar, lo aceleró en su propio cuerpo Margaret Thatcher, esa mujer que de joven hablaba con una voz alta, casi chillona. Gracias a un entrenamiento intensivo, como primera ministra de Reino Unido tenía una voz de barítono grotesca —la única voz digna de una líder, como seguramente pensaban sus asesores.
El rechazo interiorizado hacia los tonos altos parece otra minitrampa patriarcal contra las mujeres.
—¿Finalmente, qué pasa con el chillido? —le pregunto a Basia Ciemięga, experta en cultura y autora del taller Voz de la mujer—. ¿Es bueno o malo?
—No me gusta pensar que existe un tipo de voz correcto —explica Basia a través de Zoom—. Nuestras voces se juzgan demasiado a menudo, empezando por las clases de música en el colegio, donde se le pone nota a nuestro canto. Acabamos la escuela convencidos de que la voz debería agradar, que es para otros.
Así que de manera descriptiva y sin juzgar:
—Cuando las mujeres se ven afectadas por las emociones, por ejemplo la rabia, la voz les sale habitualmente de la garganta y se parece a un chillido —dice Basia—. Muchas veces las mujeres se sienten separadas de su cuerpo de cintura para abajo, en el sentido energético, físico. Lo que me interesa a mí es buscar la calidad de voz que les ayude a las mujeres a establecer una conexión con estos espacios. Como el vientre o la vagina: tabuizados, amonstruados, impuros. De aquí sale la verdadera fuerza de la voz femenina.
Basia dice que cuando en otoño del año pasado empezaron en Polonia las protestas multitudinarias de mujeres sintió que era el momento del despertar de la voz femenina. Se cumplía para ella el sueño de ser su apoyadora y guía.
—Activé enormes cantidades de fuego interior, iba a las manifestaciones, organizaba los eventos —cuenta.
En una de las protestas, las participantes vociferaron la rabiosa canción del grupo musical femenino Chór Czarownic (coro de brujas), compuesto por cantantes profesionales y aficionadas de diferentes edades. Cantan sobre la fuerza y la rebelión de las mujeres, la ira, la maternidad. Sus referentes son las mujeres que en el siglo XVI fueron quemadas en Polonia en las hogueras. En sus canciones a gritos hay algo de ololyge, cantos rituales femeninos de la Grecia antigua, mencionados por Anne Carson en The Gender of Sound: aullidos —inhumanos, para el oído masculino— que podían expresar tanto un enorme placer como un dolor.
—No hace falta buscar tan lejos en el eje temporal y en el mapa, porque Polonia también tiene una tradición hermosa del canto colectivo de mujeres —dice Basia—. Pero nos separamos de esta tradición como nación al renegar de nuestras raíces campesinas. A menudo tengo la impresión de que resucita algo olvidado en lo que estoy haciendo.
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Sin embargo, por alterar el orden cósmico con el grito y chillido femenino hoy en día siguen aplicándose severos castigos, como en la Atenas y el Londres antiguos.
Las organizadoras de las protestas de otoño e invierno afrontan varios juicios por haber convocado durante la pandemia agrupaciones supuestamente ilegales. Muchas de ellas fueron víctimas de actos de violencia por parte de las fuerzas del orden, como Lana Dadu, otra líder de Cracovia, a la que un policía le dislocó el hombro durante una de las manifestaciones.
—La historia de la voz durante las protestas no es del todo una historia de emancipación —dice Lana.
Habla con una voz hermosa, grave, con un ligero acento del Este (creció en Lituania, lleva viviendo en Polonia más de veinte años). Cantó en el coro, trabaja como guía.
—Al escuchar la grabación con mi discurso durante una de las manifestaciones, me asusté: ¿quién diablos es la persona que está chillando? —cuenta—. Mi madre fue la primera en llamarme la atención, estaba preocupada. La verdad es que no era el momento de hablar a la multitud de manera calmada y solemne, las emociones y el miedo eran enormes. No sabíamos qué podría pasar de un momento a otro ni cómo actuaría la Policía. Sentía una gran responsabilidad por la multitud, como una pájara que cuida de sus polluelos. Hablé durante el estado de alarma. Aprendí a hablar rápido para transmitir cuanto antes lo que tengo que decir. Es una costumbre que se me quedó arraigada.
También Magda y Basia hablan sobre el cansancio del cuerpo cuando surge una voz fuerte.
—Ya antes de la huelga general de mujeres contra el veto al aborto me llegaban señales de mi interior de que me entregaba demasiado, que trabajaba en exceso —dice Basia—. En medio de las protestas, algo dentro de mí se rompió, o más bien explotó como un jodido volcán. Un día me desperté y empecé a llorar, lloré así durante varios días. Intento no centrarme en lo que pasa en el mundo de la política, pero joder, las cosas van mal. Una mujer cercana necesita abortar y sé lo difícil que es. A pesar de ello algo está ocurriendo dentro de nosotras, las mujeres; estamos viendo cómo cambia el paradigma, y eso es algo real, verdadero. Nadie nos lo va a quitar.
Evoca una escena de la protesta de mujeres de Varsovia del 30 de octubre de 2020.
—Por las calles de la ciudad marchan cien mil personas. Siento una unión por encima de las diferencias, communitas. Marcho en la multitud y de repente me pongo a gritar con una voz portentosa: «¡Soy libre! ¡Soy libre!». Para mí es el lema más importante porque la libertad encabeza mi escala de valores. Y el momento en el que lo grito yo en aquella enorme ola humana, es algo maravilloso.
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Me gustaría que esta fuera la reflexión final. Sin embargo, en mayo de 2021, cuando escribo este texto, la nueva ley del aborto ya está en vigor y la interrupción del embarazo es posible solo si la vida de la madre corre peligro o si es producto de una violación. Políticos y organizaciones ultracatólicas coquetean con la idea de prohibir los divorcios, el Gobierno se dispone a abandonar el convenio sobre prevención y lucha contra la violencia contra las mujeres. Las protestas callejeras se han apagado, por un lado a causa de los conflictos internos dentro del propio movimiento; por el otro, por un motivo trivial: es imposible protestar eternamente. Si hay una voz que se oye hoy en las calles de Cracovia, es más bien la de aquellos que piden una prohibición total del aborto y reúnen firmas para proponer un nuevo proyecto de ley, llenando la ciudad con un comunicado monótono que sale de los altavoces: «No dejes que maten niños».
A corto plazo, estamos peor que antes. El grito ha desaparecido de las calles, queda solo el símbolo del rayo rojo pintado con espray en los muros o colgado en las ventanas.
Desde una perspectiva más amplia: el grito ha cumplido su papel, las actitudes sociales están cambiando y ya dos tercios de los polacos y las polacas apoyan el derecho al aborto hasta la semana doce del embarazo. Mientras tanto, otros gritos del mundo han conseguido derribar a toda esa carcunda e impulsar cambios.
Un grito tan potente y blasfemo como el nuestro no puede no ser escuchado —quiero pensar— y el cambio es inevitable.
Lo único que me preocupa son los griegos. Ellos también acallaban a las mujeres de forma habitual, pero de vez en cuando dejaban que se desahogaran durante el ritual de «habla sucia», aiscrología, cuando podían insultar y maldecir lo que les diera la gana. Una vez terminado, todo volvía a ser como antes.