¿Cómo se puede medir el tiempo? ¿Es posible comprender en su totalidad esta categoría de pensamiento de la realidad que se nos escapa siempre que intentamos aprehenderla? En un mundo como el nuestro, en el que los relojes y los calendarios están muy presentes en la realidad cotidiana, resulta difícil imaginar qué significaba no tener conocimiento del momento, la hora o el día en los que se vivía. No hace tanto, en la época de nuestros abuelos, solo los ricos y las personas más cultas podían leer un periódico y permitirse un reloj de bolsillo, pero para quienes vivían y trabajaban en el campo la percepción del paso del tiempo estaba marcada por el repique de las campanas y el calendario de las fiestas religiosas. En efecto, lo que permitió que hace diez mil años el hombre pudiera medir el tiempo fue la conciencia de su carácter cíclico; y es que desde la revolución neolítica, cuando las comunidades humanas comenzaron a cultivar la tierra, la medida del tiempo se basa en la periodicidad de los fenómenos naturales. Entre ellos, destacan fenómenos de carácter astronómico como la alternancia del día y de la noche o, en concreto, la diferente altura del sol en el cielo según las estaciones, que, al influir en las condiciones climáticas y la oscilación de las temperaturas, determina la renovación anual de la vegetación y la sucesión de las labores agrícolas.
Ya desde la más remota Antigüedad se observaba la relación existente entre el movimiento regular de los cuerpos celestes y las alteraciones de las condiciones climáticas. Desde los albores de la civilización, el hombre se ha preocupado por comprender este movimiento con la finalidad de prever los cambios estacionales y establecer el calendario de las labores agrícolas. Los restos arqueológicos conservados nos informan de que, de todas las civilizaciones antiguas, la mesopotámica es la que registró un mayor número de observaciones astronómicas a lo largo de su historia. Los babilonios se dedicaron sobre todo al estudio del movimiento planetario para conocer su periodicidad; de hecho, al menos desde mediados del siglo viii, los babilonios desarrollaron un sistema de observación que, probablemente, contó con el apoyo de la autoridad estatal y permitió confirmar el movimiento regular de los planetas. El testimonio de observación del cielo más importante lo encontramos en los denominados «diarios astronómicos babilonios»: una colección de tablillas de arcilla, halladas en diferentes yacimientos arqueológicos en la actual Irak y conservadas en el British Museum, cuyos textos cubren un arco temporal de 600 años, desde la mitad del siglo vii hasta la mitad del siglo i a. C. Sin embargo, estos textos también circularon fuera de los archivos babilonios: en el siglo ii d. C. los utilizó el astrónomo romano Claudio Ptolomeo, quien, para hallar la datación absoluta de los fenómenos astronómicos registrados con anterioridad, empleaba la llamada «era de Nabonasar», rey babilonio (747-734 a. C.) a cuya época se remontaban los primeros fenómenos registrados. Gracias a la observación de estos fenómenos durante siglos y siglos, los astrónomos babilonios fueron capaces de reconocer el carácter periódico del movimiento planetario y calcular los intervalos de tiempo en que volverían a aparecer en el futuro, un descubrimiento de gran importancia, sobre todo para hacer previsiones astrológicas.
No sabemos si estas observaciones dieron como resultado en Babilonia la elaboración de teorías que intentaran explicar el funcionamiento del movimiento de los cuerpos celestes. Sí sabemos, sin embargo, que dichas teorías se desarrollaron en el mundo griego, sobre todo en la escuela filosófica jonia que floreció en el siglo vi a. C. en Grecia oriental. En esta época, las ciudades griegas de Jonia se hallaban bajo el dominio del reino de Lidia, que controlaba Anatolia occidental. Precisamente las estrechas relaciones que mantuvieron las ciudades griegas de la zona con el interior de Asia propiciaron intensos intercambios con civilizaciones del Cercano Oriente, que no solo fueron comerciales, sino también culturales y científicos. De hecho, los propios griegos reconocieron esta deuda: el historiador Heródoto de Halicarnaso, que vivió un siglo más tarde, pero creció en este ambiente cultural, reconocía de manera explícita (en el libro ii de su Historia, § 109) que los griegos habían aprendido la geometría de los egipcios y la astronomía de los babilonios. Heródoto concebía ambas disciplinas con un sentido eminentemente práctico: la geometría es la ciencia que se ocupa de medir el espacio, y conoció un gran desarrollo especialmente en Egipto para responder a la necesidad de delimitar las divisiones de las propiedades tras las crecidas del Nilo; mientras que la astronomía es la ciencia que se ocupa de medir el tiempo con herramientas específicas (el polo y el gnomon) y mediante métodos conceptuales (la división del día y de la noche en doce horas), y cuya invención la atribuye Heródoto precisamente a la civilización mesopotámica.
Merece la pena detenerse en los instrumentos que menciona Heródoto por su simplicidad. Por ejemplo, el gnomon no era más que un palo que se clavaba en posición perpendicular al suelo; su sombra, al acortarse durante la mañana y alargarse por la tarde, permitía seguir el movimiento del sol en el cielo y, por tanto, calcular las horas diurnas. De hecho, el término, que deriva del verbo griego «conocer», significa «aparato que permite conocer» el tiempo. Por lo que respecta al polo, término que da nombre precisamente al «eje» de una rotación, se trataba de un cuenco de forma hemisférica que, colocado en posición horizontal, se usaba como imagen especular de la bóveda celeste: al combinar el polo con el gnomon, esto es, al colocar un palo en el centro del cuenco, la extremidad de la sombra del palo, proyectada sobre la superficie externa del cuenco, reproducía especularmente el movimiento del sol en el cielo diurno. Así pues, la combinación del polo y del gnomon funciona según el mismo principio de un reloj o una meridiana solar. El testimonio de Heródoto prueba que estos instrumentos no constituían ninguna novedad, pues ya los utilizaban los babilonios para medir el tiempo. Sin embargo, la introducción de dichos instrumentos en el mundo griego provocó que estas actividades científicas conocieran un desarrollo inesperado y, en una sociedad tan tecnológica como la nuestra, sorprende sobremanera que los filósofos jonios fueran capaces de crear modelos teóricos de gran complejidad empleando dos herramientas tan elementares como estas.
Anaximandro de Mileto, que vivió en la primera mitad del siglo vi a. C., es el primer filósofo occidental al que las fuentes atribuyen la elaboración de un modelo teórico de la estructura del universo que está vinculado con las primeras medidas astronómicas verdaderas. De Anaximandro, y del resto de filósofos griegos anteriores a Platón, no se ha conservado ningún testimonio directo; lo que sabemos sobre él se lo debemos a los llamados doxógrafos, autores que vivieron algunos siglos más tarde, en época imperial o tardoantigua, y que intentaron recuperar el pensamiento de estos filósofos antiquísimos, si bien, en muchas ocasiones, sin acudir directamente a sus obras, sino a compendios existentes. De acuerdo con la reconstrucción que se deriva de estas fuentes, la principal novedad del método de Anaximandro, que más tarde marcará toda la tradición astronómica griega y romana, residía en su base geométrica y no aritmética; dicho de otra forma, en lugar de registrar simplemente las observaciones contando el número de días en los que un planeta estaba visible o no, Anaximandro elaboró un modelo geométrico capaz de describir el movimiento de los cuerpos celestes intentando comprender su modalidad y sus tiempos. Así pues, Anaximandro puede considerarse el inventor del modelo geocéntrico del universo, según el cual los cuerpos celestes se mueven con un movimiento circular uniforme alrededor de la Tierra, que permanece inmóvil en el centro del sistema.
De acuerdo con el doxógrafo Diógenes Laercio, que vivió en el siglo iii d. C. (Vidas y opiniones de los filósofos ilustres, libro ii, § 1), Anaximandro concebía la Tierra como una esfera situada en el centro del Universo: tomando como base esta premisa, utilizó la sombra del gnomon para hacer medidas astronómicas con el objetivo de establecer con exactitud los tiempos de los solsticios y de los equinoccios y, por tanto, la duración de las estaciones. Una vez que se colocaba el gnomon en el suelo, la observación de su sombra permitía seguir el movimiento aparente del sol; de este modo, señalando los puntos correspondientes en las extremidades de la sombra a intervalos de tiempo regulares, se pueden reconstruir líneas curvas de trayectoria parabólica que representan la proyección en el suelo del viaje del sol por el cielo. El mediodía solar, es decir, el momento en que el sol alcanza su máxima altura, obviamente corresponde con el momento en que la sombra del gnomon es más corta y apunta hacia el polo norte celeste o, lo que es lo mismo, coincide con el meridiano solar. Una vez que Anaximandro estableció la posición de la sombra meridiana, midió día tras día las variaciones que experimentaba su longitud; de este modo, pudo analizar cómo cambiaba la posición del sol no solo durante el día, sino también durante el año. Observó que la sombra del gnomon se acorta y se alarga en función del año y no solo del día, y que alcanza la máxima longitud en invierno y la mínima en verano. Naturalmente, hacía milenios que se sabía que el sol está más bajo en invierno y más alto en verano; sin embargo, Anaximandro fue más allá al medir esta variación de manera experimental y obtener importantes conclusiones sobre el cielo y los cuerpos celestes. Y es que, al medir la variación de la sombra meridiana, Anaximandro halló los dos momentos concretos en los que la trayectoria del sol empieza a desplazarse de norte a sur y viceversa: estos dos momentos se denominaron «puntos de giro» (en griego tropé) en el movimiento anual del sol, mientras que los círculos descritos por el sol en su movimiento diurno en correspondencia con estos dos momentos tomaron el nombre de «trópicos».
Este método revela el carácter relativamente simple de las medidas tomadas por Anaximandro, que utilizó herramientas antiguas y dotó, por primera vez en la historia, de una objetividad matemática a unos conocimientos que, desde hacía milenios, eran patrimonio común de la humanidad. Sin embargo, la principal innovación de Anaximandro y de la ciencia griega en general no consistió en la construcción de nuevas herramientas o en la exactitud de sus medidas, sino en la construcción de un nuevo modelo teórico que más tarde sería conocido como «modelo geocéntrico»: una representación mental del universo en el que los movimientos de los cuerpos celestes se proyectan en la superficie interna de una esfera de tamaño infinito o, mejor dicho, de una esfera tan grande que, en comparación con esta, la Tierra parece tan pequeña como para poder ser asimilada geométricamente a un punto. De hecho, esta nueva representación mental permitió a los filósofos jonios superar la tradición babilonia al sentar las bases de la astronomía y la geografía científicas como las entendemos hoy en día. Y es que el modelo geocéntrico presentaba una ventaja extraordinaria: al fin permitía medir con exactitud el movimiento cíclico de los fenómenos celestes, que ya no se expresaba en términos absolutos, esto es, mediante números y periodos (como en los registros de las observaciones astronómicas babilonias), sino en términos relativos, como fracciones de un movimiento circular. La astronomía y la geografía griegas y romanas se basan en el cálculo de distancias angulares según el sistema sexagesimal heredado de la tradición babilonia. La consecuencia principal que se derivaba del uso de las distancias angulares era la de poder trasladar las dimensiones (relaciones, proporciones, ángulos) obtenidas en la Tierra dentro de un pequeño cuenco hemisférico a los espacios infinitamente grandes del Universo, sin mantener, naturalmente, sus valores numéricos, sino aplicando sus proporciones respectivas. Las distancias entre los círculos del cielo, la posición del sol en las diferentes épocas del año o las latitudes geográficas se calcularon con un palo y un cuenco y se trasladaron a las inconmensurables dimensiones del cosmos con diagramas geométricos dibujados en una hoja de papiro. De este modo, nacieron conceptos básicos para la astronomía y la geografía griegas como el ecuador, los trópicos, las latitudes y otros muchos que hoy en día continúan utilizándose tras haber sobrevivido sin problemas al abandono del modelo geocéntrico, en cuyo ámbito se inventaron. El punto fuerte de este modelo se hallaba precisamente en su carácter de construcción teórica (así lo afirma Ptolomeo en los capítulos introductorios al Almagesto), creada para medir movimientos de cuerpos celestes y no para proponer hipótesis sobre su naturaleza. Paradójicamente, Copérnico y Galileo interpretaron el geocentrismo como lo que era en realidad: un modelo que, de hecho, podía (y debía) mejorarse, y demostraron haber entendido de manera correcta su naturaleza mucho mejor que sus más acérrimos defensores. Aunque ahora sepamos que los cuerpos celestes se mueven de otro modo y que obedecen a leyes diferentes, la base de nuestros sistemas astronómicos y geográficos de referencia no ha cambiado: una proyección esférica inventada hace más de 2500 millones de años por personas con una gran capacidad intuitiva cuya única herramienta científica era un palo clavado en el suelo.