Aún hoy no sé qué había ido a buscar exactamente en las islas. Solo sé qué había dejado atrás. El país que había expedido mi pasaporte. A la mujer que me trajo al mundo. Las cosas que se podían comprar con dinero. Un mundo que no sabía cómo cambiar.
El agua del mar estaba caliente. Por las tardes el plancton luminoso hacía brillar las olas. Tras años de viajes, confundía los embarcaderos entre palmerales donde subía a los diferentes barcos, uno tras otro. Confundía los nombres de las islas que empezaban por las palabras koh y nusa. Confundía los ojos oscuros y las ropas coloridas de los demás pasajeros. Sin embargo, a veces me topaba por el camino con gente que buscaba, como yo. No hablábamos mucho. «¿De dónde eres?», «¿adónde vas?» eran al mismo tiempo las palabras de saludo y de despedida. Sabíamos que no tenían importancia.
Buscaba a ciegas hasta que conocí a Tomás.
*
Se sentó a mi mesa en una taberna cerca del embarcadero. El sol iba ocultándose tras el horizonte. Las esposas de los pescadores limpiaban las redes en las barcas tras un largo día de pesca. Una mujer delgada que vendía fideo de carro fregaba los platos de plástico. Yo no sabía leer las letras en la botella del whisky local. Era oscuro como el mar que murmuraba sin cesar a lo lejos.
—Soy de la isla —fue lo que respondió a mi saludo. Levantó las cejas cuando pregunté de cuál—. La isla no tiene nombre. Tampoco la gente que vive en ella.
*
Tomás miró con dulzura bajo su flequillo moreno. Su camiseta de tirantes dejaba al descubierto un cuerpo esbelto y musculoso. Era difícil adivinar su edad. La piel quemada por el sol creaba las primeras arrugas alrededor de sus ojos. Aquella tarde, en aquel embarcadero, sentí la necesidad de saber más sobre él.
Me contó que había nacido en la orilla de un lago. Su madre estaba tumbada entre las sábanas blancas. Las mujeres más sabias y ancianas le sujetaban los brazos y le secaban el sudor de la frente. Ardían las antorchas. Otros habitantes las rodeaban, bailando y cantando hasta bien entrada la noche. Cuando llegó al mundo, todos querían sujetarlo, aunque fuera un rato. La nueva vida olía a misterio.
Los primeros años los pasó con sus padres. Bebía la leche materna y absorbía el amor incondicional de la gente que lo había traído al mundo. Cuando cumplió tres años, se trasladó a la guardería para convivir con otros niños. Los habitantes se turnaban voluntariamente para cuidarlos. Todos tenían la oportunidad de sentir el amor y la intimidad, el asco y la irritación. Los padres podían visitarlo en cualquier momento. Siempre que él también deseara verlos a ellos.
Su padre y su madre eran de los pocos a los que la comunidad había autorizado para traer un niño al mundo. La congregación concluyó que eran suficientemente responsables, emocionalmente estables, conscientes de sus limitaciones. Sin embargo, su amor no sobrevivió tres años al cuidado de un hijo. Cuando Tomás se fue a la guardería, se emparejaron con otras personas.
—En la isla no hay familias —explicó al ver mi sorpresa—. Cada uno puede tener tantas relaciones como necesite. Hay personas que se enamoraron hace muchos años y siguen viviendo el uno para el otro. Pero también tenemos sitio para aquellos que van de pareja a pareja sin rumbo y nunca tienen necesidad de quedarse con una. Y para la gente de gran corazón, que es capaz de amar al mismo tiempo a muchas personas, hombres y mujeres. La isla es para todos.
Cuando Tomás era pequeño, no le gustaba jugar con otros niños. Las cuidadoras de la guardería lo sabían y le dejaban pasear por donde quería. Tenían la certeza de que, en caso de necesidad, cada persona que se encontrara por el camino se ocuparía de él. En la isla no había desconocidos, así que nadie podía hacerle daño.
A Tomás le encantaba observar a los habitantes. Unos tenían la piel clara y sensible, a pesar del sol ardiente que la abrasaba sin cesar. Otros tenían el cuerpo de color chocolate, cubierto de pelo de negro azabache. Unos se rapaban la cabeza como los monjes. Otros dejaban que el pelo les creciera hasta el suelo y nunca lo peinaban. Unos iban arreglados con vestidos elegantes, en los labios les brillaba el carmín y en los párpados, las sombras. A otros les bastaba un taparrabos alrededor de las caderas.
Las casas en las que vivían eran tan distintas como ellos mismos. Las construían con sus propias manos, utilizando lo que producía la isla y lo que arrastraba el mar. Unos se conformaban con unas sencillas yurtas de lona y palos. Otros comprimían la paja formando fardos cuadrados con los que rellenaban unos complicados andamios de madera. En los sitios que habían dejado atrás existían diferentes costumbres. En la isla ninguna era mejor que otra. Durante sus paseos, Tomás a veces se detenía más tiempo en alguna de las casas. Ayudaba a poner los cimientos o a comprimir la paja.
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—¿No ibas al colegio? —pregunté, aunque podía adivinar la respuesta. Tenía la impresión de que conocía aquella isla. De que siempre había llevado en mi interior su imagen, su olor y el calor de su tierra. La sentía dentro, como el calor del whisky que poco a poco empezaba a circular por mi cuerpo.
Tomás se rio en voz baja.
—Los habitantes me enseñaron lo que ellos mismos sabían.
Sabían hacer que el agua corriera por debajo del suelo y por encima de él.
Cuando llegaron a la isla, no había árboles ni lago. La tierra rojiza se agrietaba por falta de humedad, las fuentes subterráneas se habían secado hacía mucho tiempo. La gente que vivió allí anteriormente taló los bosques para vender la madera. Agotaron la tierra con cultivos intensivos. Cuando la isla quedó saqueada del todo, se marcharon a otra.
Los nuevos colonos escuchaban a la tierra. Cerraban los ojos y desmenuzaban la dura gleba.
Construyeron en la isla terrazas, canales y presas que ralentizaban el flujo de la lluvia hacia el mar. El agua volvía a filtrarse en la sedienta tierra. Al cabo de unos meses corrieron los arroyos, primero debajo del suelo; después, encima de él. Al cabo de un año empezó a formarse un lago en el centro de la isla, y trajo consigo la vegetación.
Cuando eso ocurrió, los colonos formaron un círculo y durante un rato largo se quedaron de pie mirándose a los ojos. Se juraron que la tierra de la isla nunca más sufriría por culpa de la presencia humana, que serían precavidos como los corzos en el prado. Cuando corren, pueden pisar con sus pezuñas una mata de ajenjo, pero antes de que caiga la noche todas las hojas vuelven a ponerse rectas.
Los campos produjeron cereales con los que podían preparar olorosos panes. Las plantas de judías, tomate y berenjena produjeron verdura en abundancia. En los árboles aparecieron los rojos frutos de las manzanas y los mangos. Los habitantes de la isla sabían que podían quitarle a la tierra solo un poco más de lo que necesitaban para sobrevivir. El excedente lo cambiaban en las islas vecinas por lona, herramientas y espejos.
Enseñaron a Tomás a crear unas estructuras complejas de espejos. Reflejaban la luz solar de modo que calentaba las grandes ollas en las que cocinaban la comida. Le enseñaron a construir paneles que absorbían la energía. La devolvían a las lámparas cuando anochecía o a las estufas cuando soplaba un viento frío procedente del mar.
Sabían amar a las personas animales. Enseñaron a Tomás que nunca podría matar a ninguna de ellas. En la isla las vacas y los caballos pastaban sueltos. Los caballos a veces le concedían sus lomos cuando tenía que trasladarse al otro extremo de la isla. Las vacas a veces le concedían su leche cuando estaba enfermo y no podía recuperar las fuerzas por sí solo. Sin embargo, siempre tenía que pedirle permiso al animal. Le miraba profundamente a los ojos y formulaba la pregunta en su cabeza. Le enseñaron a escuchar la respuesta.
Al terminar el aprendizaje, Tomás estaba preparado para trabajar, como los demás. En la isla siempre había algo que hacer. Hacía falta sembrar o recoger la cosecha. Preparar la comida, limpiar los restos. Construir una casa, mantenerla en buen estado. A nadie le asignaban más trabajo que a los demás. A no ser que lo pidiera.
Cuando Tomás terminaba de trabajar, durante el resto del día y de la noche podía hacer lo que más amaba.
Amaba tocar la guitarra. Los sonidos armoniosos despertaban en su corazón una nostalgia desconocida.
Amaba estar sentado en la playa, quieto, observando el vaivén tranquilizante de las olas. Dirigía su atención hacia dentro, hacia el latir de su propio corazón, y hacia fuera, hacia el latir del corazón de la naturaleza. Dios estaba en todos los rincones de la isla y en ninguno. El templo se encontraba debajo de cada árbol y al lado de cada piedra. Todo era perfecto. Justo como es, como era y como será.
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—No es así en todas partes —dije pensando en el sitio que había dejado atrás.
—Lo sé. —Tomás sonrió con tristeza. Su rostro se ensombreció fugazmente—. Mis padres me contaron historias sobre el mundo del que habían llegado. Que la gente construía ciudades en las que unos trabajaban doce horas al día y otros no trabajaban. Y aun así los primeros se morían de hambre y los segundos acumulaban fortunas. Que un hombre mataba a otro hombre solo porque quería apropiarse de sus bienes. Que había lugares donde morían los árboles y la tierra porque el hombre no sabía convivir con ellos.
Los padres de Tomás recordaban los nombres de las películas que habían visto en los cines. El tacto de la espuma al tomar el baño. El sabor de un gélido vino blanco en una tarde calurosa. Sin embargo, en la isla querían olvidar todo aquello. Sabían que, si les entraran ganas de poseer más, llegaría la tentación de talar los árboles y vender su madera. De obligar a la tierra a producir más y más.
Para olvidar, una vez al día los habitantes de la isla se reunían en grupos pequeños. De uno en uno salían al centro del círculo y confesaban a los demás sus sentimientos más ocultos. «Deseo», decían. «Codicio». «Envidio». De sus ojos brotaban cálidas lágrimas. Entonces otros se les acercaban. Los abrazaban con fuerza y hundían las caras en sus cuellos. Permanecían así hasta que el dolor amainaba y finalmente se iba. Tomás participaba en estas sesiones, pero nunca salía al centro. No recordaba. No envidiaba. No deseaba. Oía a los habitantes más mayores murmurar que, cuando se fuera el último de los que recordaban, ya no harían falta las sesiones.
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—¿Crees que podría ir a la isla? —le pregunté tímidamente a Tomás. Ya era de noche, en la oscuridad apenas veía los blancos de sus ojos. El aire olía a fruta podrida, vibraba por el canto de las cigarras. Hacía mucho que las esposas de los pescadores se habían marchado a sus casas. La mujer delgada que vendía fideos dejó el carro en una esquina y lo cubrió con una lona. Yo sentía cada vez con más fuerza que la isla era el lugar que buscaba. Que todos buscábamos.
—Hoy ya no sé cómo llegar allí —dijo Tomás lentamente—. Pero sé que es posible.
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A veces llegaban a las orillas de la isla barcos que traían a viajantes ocasionales. En la isla nadie les preguntaba de dónde venían ni qué estaban buscando. A nadie le interesaban las tierras en las que habían nacido ni los pensamientos que llevaban en las cabezas. A nadie excepto a Tomás.
Los habitantes solían dejar que los viajeros se sentaran con ellos a la mesa. Les mostraban la isla. Contestaban sus preguntas aunque las consideraran absurdas. Cuando el sol empezaba a ponerse, los llevaban a la playa, al barco. Ni un brazo se levantaba en el gesto de despedida. A nadie nunca se le ocurrió que él también podría subir al barco.
—Fui el primero —dijo Tomás, y durante un rato se quedó en silencio mirando la noche.
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Cuando anunció que quería marcharse, resonaron en sus oídos por mucho tiempo los gongs que convocaban a todos a una reunión en el aula, en la orilla del lago.
En la isla nadie tiene poder sobre otra persona. No se ha escrito ninguna ley que gobierne la vida de los habitantes. En realidad, se aplica solo una: cada uno puede hacer lo que quiera mientras no moleste al otro.
A veces dos personas entraban en conflicto. Alguien había levantado su casa demasiado cerca de la del vecino. Alguien estorbaba al otro con un comportamiento ruidoso. En estos casos, las dos personas se reunían y hablaban el tiempo necesario hasta encontrar una solución. Si no podían llegar a un acuerdo, pedían consejo a alguien de la isla.
No era la primera vez que los gongs los convocaban a una reunión.
Hubo un año que necesitaban más materiales de construcción que de costumbre. Tenían que pensar cómo conseguirlos.
Otro año, la tierra no apoyaba a los hombres con suficiente cosecha y había que encontrar la manera de sobrevivir.
En esas ocasiones los habitantes se sentaban en un gran círculo y debatían hasta que todos estuvieran contentos con la solución. A veces tardaban varios días, a veces varias semanas.
Sin embargo, la partida de Tomás era un problema muy diferente. Hoy ya no recuerda cuántas semanas debatieron hasta que todos aprobaron la solución. Pocos estaban verdaderamente contentos. Los habitantes más mayores de la isla tenían lágrimas en los ojos cuando preparaban el barco que iba a llevar a Tomás al mar. Pero todos sabían que si decían no, la isla dejaría de ser la isla.
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—Cuando subí al barco, ni un brazo se levantó en el gesto de despedida —dijo Tomás, pero no noté rencor en su voz.
El cielo se aclaró en el horizonte anunciando un nuevo amanecer. A nuestro lado pasaron los primeros pescadores, listos para sacar al mar los barcos, tan diferentes de aquellos a los que íbamos a subir nosotros. Sus barcos siempre arribaban a la misma orilla de la que habían zarpado por la mañana. Nosotros estábamos como en el bardo, entre la realidad y el sueño, entre un mundo y otro.
—¿Adónde vas? —pregunté como despedida.
—No lo sé. —Se encogió de hombros—. Solo sé qué he dejado atrás.
(El pensador inglés Tomás Moro describió la isla de Utopía —el buen lugar o el no-lugar— a la que en el siglo xvii llegó el explorador portugués Hitlodeo. Es muy probable que hoy llegase a esta).