Todo el cuerpo de mi hermanastro se ha amoldado a su indiferencia. Sus piernas, algo torcidas y metidas en unos vaqueros desteñidos, acaban en unos pies que apenas se despegan del suelo al caminar, lo que hace que su presencia venga acompañada de un sonido constante de arrastre. Su torso se incrusta en su cintura como una tarta helada. Tiene los hombros hacia adelante y unos brazos desgarbados que solo levanta cuando es estrictamente necesario. Sin embargo, lo que primero me llama la atención cuando aparece en la puerta de su casa son las cejas y las comisuras de los labios. Caen hacia abajo de forma ostensible, evitando cualquier exceso expresivo. Parece como si tuviera que hacer un gran esfuerzo para resistirse a la fuerza de gravedad.
Es la segunda vez que veo a Martín en toda mi vida. El día que cumplí once años llamó a la puerta con dos horas de retraso. Mis padres y yo le estuvimos esperando en el salón durante todo ese tiempo. Mi padre no paraba de resoplar, mi madre iba demasiado arreglada y yo tenía mi monopatín sobre las rodillas, porque quería enseñárselo. Cuando sonó el timbre, un sonido corto pero intenso, mi madre me dijo que abriese yo, en un tono que daba a entender que era un privilegio dejar pasar a un desconocido.
Al igual que hace veinte años, me sorprende demasiado lo que me parezco a él como para poder formarme una opinión inmediata. Aunque nos hayamos hecho mayores, seguimos siendo muy parecidos. Eso sí, hemos invertido los papeles, porque esta vez soy yo la que toca al timbre, cinco minutos antes. En lugar de un monopatín, he traído galletas caseras. Cuando entro recibo un modesto saludo de un perro igual de perezoso que su dueño. Tengo ganas de ir al baño, pero no quiero preguntar enseguida dónde está.
Martín no me pregunta qué quiero de beber ni tampoco me enseña su casa. En la cocina hay una mesa cuadrada con un termo de café. Elige una taza para mí, pero primero tiene que lavarla. Cuando la deja sobre la mesa me doy cuenta de que en el borde brilla un poco de espuma de lavavajillas. La retiro con el pulgar cuando no me está mirando. No coloca las galletas en ningún plato, sino que las deja en su envase sin más. Cuando va por la tercera galleta me dice que le gustan mucho.
No sé si Martín tenía mucho contacto con mi padre. Y tampoco se lo puedo preguntar, porque murió hace unos meses. Martín no vino al funeral. No nos dio ninguna excusa, simplemente se quedó en casa. Después de dudarlo mucho, mi madre puso su nombre en la corona junto al nuestro. Durante la comida varias personas me preguntaron si Martín era mi nuevo novio.
En los meses que siguieron al funeral me metí en el Facebook de Martín en más de una ocasión para acabar sin enviarle ninguna solicitud de amistad. En lugar de eso, examinaba repetidas veces su foto de perfil, en la que veía una versión joven de mi padre y una versión masculina y más adulta de mí. El hombre que tengo enfrente parece ser a su vez una réplica más mayor de sí mismo, porque en su foto de perfil tiene los hombros y las comisuras aún erguidos.
De mi padre solían decir que era una persona difícil, pero yo siempre encontraba cierta ternura en su mirada huraña. Martín tiene el mismo gesto ceñudo. Sin embargo, al no conocerle bien, me cuesta encontrar algún signo de amabilidad en sus rasgos. Durante la primera taza de café dudo entre hablar del parecido o no, para así sacar el tema de mi padre. Pero a lo mejor es que no quiere parecerse a su padre. Además, al mencionar las semejanzas también acentuaría las diferencias. Mi padre me parecía una persona amable, pero si Martín se sentase a mi lado en la parada del autobús, me acercaría el bolso.
Cuando mi padre se jubiló ya no tenía ninguna expectativa de futuro, así que solo hablaba de lo que había sido. Se pasaba el día quejándose a viva voz de su espalda que, después de tantos años trabajando en la construcción, estaba tan fastidiada que los médicos no veían ninguna solución, solo un dolor que él estaba condenado a aguantar. Cuanto más hablaba de ello, más se le encorvaba la espalda. Hablaba de compañeros de trabajo que había tenido hacía muchos años, de su infancia, de mi madre en sus años de juventud, pero no dijo ni una sola palabra sobre Martín. Su vida era un libro de historia del que se habían arrancado algunas páginas. A veces me preguntaba si sencillamente había olvidado a su hijo.
La idea de invitar a Martín el día que cumplí once años solo pudo ser de mi madre. Haciendo teatro con una tarta de manzana y unas guirnaldas trató de imponer un afectuoso reencuentro entre padre e hijo, pero los protagonistas de la obra no aceptaron esos papeles. Se sentaron en el sofá sin hablar, uno al lado del otro, con los brazos cruzados de la misma manera. Mi madre hizo lo imposible para impedir que el silencio se transformara en un estruendo que no quería oír. Aunque yo era aún demasiado pequeña como para entender la magnitud del acontecimiento, ese día dejé mi monopatín en un rincón del salón y me fui a mi habitación después de la tarta.
Me imagino que Martín solo pudo sentir decepción al salir de nuestra casa. En cualquier caso, el hecho de que viniera significaba que en ese momento aún pensaba que podíamos aportarle algo, pero esa esperanza se había desvanecido aparentemente el día del funeral. Eso no entristeció más a mi madre. Más bien parecía algo enfadada por el hecho de que Martín no estuviera junto a nosotras en la ceremonia para quedarse mirando el ataúd y escuchar música clásica que mi padre no había escuchado en su vida.
—Al fin y al cabo, tenéis la misma sangre —suspiró mi madre cuando le saqué el tema.
Sin embargo, ahora que estoy sentada en esta mesa, entre una vida formada en su totalidad en mi ausencia y en la de mi padre, entiendo muy bien por qué Martín no estuvo allí. A fin de cuentas, mi sangre sigue siendo mi sangre y su sangre sigue siendo la suya. Mi padre no está por medio, y menos ahora que ya no está en este mundo.
La parte trasera de la casa tiene vistas a una pequeña jungla. Está claro que los arbustos bajos, las ortigas y la maleza siguen su propio camino desde hace años. Carcasas de juguetes asoman entre la densa vegetación y en alguna parte hay una piscina en forma de concha de un azul apagado. Entre tanto, el hijo que alguna vez debieron de bañar allí tiene ahora dieciocho años y, si puedo fiarme de las fotos que me enseña Martín, tiene un aspecto robusto y corpulento. En el chico apenas me reconozco, quizás solo la frente alta, o el color de los ojos, pero esos ojos están metidos en unas cuencas oculares completamente distintas a las mías.
Cuando le pregunto a Martín sobre su hijo empieza a hablarme de él con cautela. No me mira a mí, sino a la mesa. Junto a su taza de café hay una grieta gruesa por donde no deja de pasar los dedos. El chico vive con su madre, a doscientos kilómetros de distancia.
—Intento verle todo lo que puedo —dice Martín—, pero los fines de semana prefiere salir de fiesta con sus amigos a pasear con su padre.
Levanta la mirada y nos reímos. Yo intento parecer relajada, para no dar a entender que relaciono el resultado de su paternidad con el fracaso de su propio padre, pero creo que no necesita mi juicio para hacerse a sí mismo ese reproche. Por un momento la situación se vuelve incómoda. Cruzo las piernas porque todavía tengo muchas ganas de ir al baño, pero este tampoco me parece el momento de preguntar dónde está.
—Ya sabes, chavales de dieciocho.
Martín se encoge de hombros.
Martín y yo seguimos sin ser amigos en Facebook. Le envié un mensaje y tardé en recibir una respuesta porque le llegó al buzón de «otros». En el mensaje decidí no mencionar a nuestro padre. Escribí varias veces que sentía curiosidad por conocer a mi hermanastro, pero esa palabra me sonaba tan rara e incompleta que la borraba una y otra vez. Cuando envié el mensaje y después lo volví a leer por encima me pareció un tono bastante formal. Su respuesta fue breve y concisa: «Claro, aquí estoy, ¿cuándo te viene bien?». Me asustó tanto la naturalidad de sus palabras que elegí una fecha lejana.
Mientras termina la última galleta se oye el ruido repetitivo del movimiento que hace su mandíbula al masticar. En su mensaje percibí una hospitalidad que ahora no encuentro por ninguna parte. De alguna manera me irrita que no se haga ningún tipo de excepción para mí, que el día parezca arrastrarse de la misma forma que si yo no estuviera aquí. Como los veintisiete años que ha visto desfilar Martín sabiendo que yo deambulaba en algún lugar del mundo, cerca de mi padre. Me gustaría tener un monopatín para enseñárselo. Me gustaría que saliera de él hablar de nuestro padre, del funeral, que saliera de mí hablar de la herencia, me gustaría no parecerme tan aterradoramente a él, para dejar de pensar que tengo que mantener nuestra relación.
Cuando voy al baño casi tropiezo con el perro en el pasillo. El animal levanta uno de los párpados para volver a cerrarlo enseguida. El schnauzer, ya mayor, tiene una sotabarba gris que hace que parezca una caricatura de perro. En el cuarto de baño echo un vistazo a la puerta llena de fotos del hijo de Martín. A medida que va creciendo, posa cada vez menos con la mujer que con toda probabilidad es su madre. Veo a Martín en todo tipo de posturas y observo cómo se ha ido encorvando con los años. Cuando termino de hacer pis me quedo sentada un rato más. De todas formas, ahora que las galletas se han terminado, ya no hay nada más que hacer aquí.