Algunas personas no sueñan cuando vuelan. Se hunden en su asiento de cuero sintético, se suben hasta la barbilla la manta gris de tejido polar, se ponen unos auriculares y dejan que el suave murmullo de una película de Eddy Murphy invada sus oídos. Algunos llegan a dormirse, pero no hay nada en ellos que produzca imágenes. Ninguna experiencia fantástica y asombrosa logra encontrar el camino a sus cerebros (que avanzan a gran velocidad aprisionados en sus cabezas dentro del avión). Su sueño es tan plano y estirado como la parte superior de las nubes.
Otros, por el contrario, sueñan mucho y hasta con rabia cuando van en avión. Se mueven mientras duermen, rozan con su cabeza o brazo a los desconocidos que tienen al lado y se despiertan desorientados y confusos. A menudo arrastran sin querer las imágenes de los sueños al mundo real. De golpe descubren la cara de su madre en la de la sonriente azafata y ven salir un par de manos del envase vacío de lasaña en la mesilla plegable que tienen delante. Sus sueños se van soltando con lentitud en la atmósfera cerrada del avión.
Tengo la extraña costumbre de soñar con personas a las que nunca he visto. Mientras abajo en la tierra sueño siempre con mis abuelos, mi médico de cabecera, mis taxistas y mis ex, en el aire solo me encuentro con desconocidos. Los reconozco como modelos de los carteles publicitarios que hay en las paradas de autobús, o porque tienen la voz de un famoso presentador de radio o la cara de una estrella del pop, pero a ninguno de los que aparecen en mis sueños de avión lo he visto nunca en persona.
La cabina de pasajeros está sumida en la penumbra. En el aeropuerto del que salimos son ahora las tres y media de la mañana y hace algunas horas los azafatos y las azafatas se pasearon con almohadas y mantas envueltas en plástico. Todavía parpadea alguna pantalla en la parte trasera de los reposacabezas, pero la mayoría de los pasajeros están reclinados en sus asientos con los ojos cerrados. Se han quitado las deportivas, unos pocos incluso han traído unas zapatillas de casa, y a casi todos se les ha abierto la boca poco a poco, de manera que resulta conmovedor escuchar su respiración perfectamente audible. Delante de la fila de asientos hay una pantalla con un avión que se mueve arrastrando una línea de puntos blancos sobre un fondo azul oscuro. El océano. Los pasajeros sentados en la ventanilla han bajado del todo las persianas blancas de plástico resistente. Fuera del avión el sol brilla sobre la capa de nubes.
Yo estoy sentado en la ventanilla, pero he dejado la persiana abierta. A mi lado hay un asiento vacío y en el siguiente duerme un hombre con el cinturón de seguridad abrochado. Observo las nubes por la ventanilla. La luz del sol me roza la cara.
Sobre las nubes camina un hombre hacia mí.
La complexión y la forma de caminar del hombre parecen las de un acróbata viejo que, tras veinte años de fiel servicio, adquiere el circo en el que trabajaba para acabar declarándose en quiebra. De pura desesperación, asalta transportes de dinero y trenes con una pistola que le ha dado su padre, y que mantiene oculta en el cinturón de su pesado traje negro. Bajo la barbilla le cuelga una flácida pajarita, y su bigote y coronilla medio calva evocan los de un crupier de los años treinta de Montecarlo. Yo sé que no es ni un crupier ni un atracador.
A este hombre le he visto en una pantalla de cine de un museo de Nueva York. Se llama Barnett Newman y es pintor. En el documental, que vi al final de mis vacaciones en una sala trasera del Museo de Arte Moderno, aparece sentado en una banqueta entre todos sus cuadros. Lienzos altos de varios metros de largo pintados de campos de color rojo, negro, marrón o azul divididos por finas líneas verticales. En el documental, la cámara se va acercando poco a poco a los cuadros para que el espectador pueda apreciar su efecto al máximo. Según la voz superpuesta del documental, Barnett Newman pretendía que, como espectador, pudieras llegar a desaparecer dentro de ellos.
No me sorprende que este pintor deambule por mi sueño. El documental me pareció impresionante. Lo vi hasta el final, mientras otros visitantes entraban y salían de la oscura sala del museo. Pensaba que estaba despierto, pero en un avión soñar y estar despierto funcionan de otra manera.
Barnett Newman se ha subido al ala del avión. Saca un tubo de pintura y una brocha ancha y plana del bolsillo interior de su chaqueta. Del tubo arroja un pegote de pintura azul oscuro sobre el extremo del ala. Empieza a extender la pintura con la brocha. Como si fuera un anciano, se agacha con la mano que le queda libre sobre la espalda, pero no parece que le molesten ni el frío ni el viento del exterior.
—¿Sabes hacer nata montada? —me pregunta mientras sigue pintando tranquilamente—. Coges un balde de nata bien grasienta, y si quieres le añades una taza de azúcar. Después bates la nata con fuerza con la ayuda de un batidor frío. Sigues hasta que la nata tenga suficiente aire y empiece a solidificarse. La nata líquida se vuelve sólida, tan sólida que puedes untarla en la mesa sin que se salga por los bordes y sin que llegue a formar un charco.
En el avión, al otro lado de la ventana, puedo oír al pintor con facilidad. Es como si hubiera venido a sentarse a mi lado, en el asiento vacío, pero está fuera sobre el ala, y el hombre que duerme en el asiento siguiente permanece inmutable ante su voz.
—Lo bonito de los productos lácteos es que la mayoría son de una blancura total. Obviamente tenemos el queso, las natillas y la mantequilla, pero los machacamos tanto que olvidamos que son productos lácteos y, por ello, apenas guardan relación con la leche. Por suerte la leche, la nata y el yogur no entran en este grupo. Todos conocemos ese sueño en el que, hasta donde alcanza la mirada, puede verse un mar de leche o de nata. En realidad «mar» no es la palabra adecuada, porque el cielo y el horizonte también son de nata en este sueño. El problema con la leche o la nata allí es que no son estáticos. Incluso teniendo delante un vaso de leche muy fría y completamente inerte, siempre detectaremos algún indicio de oscilación. La posibilidad de que la leche se derrame hace que, incluso permaneciendo inerte, se encuentre expuesta al movimiento. La nata montada se mueve algo menos, por eso me gusta tanto. Mi sueño favorito no es el de un mar de leche, sino el de que soy una canica que cae en un cuenco sin fondo de sólida nata montada. La nata montada me deja caer, pero se va cerrando por arriba con una lentitud exasperante y vuelve a su estado liso. Acto seguido, todo mi alrededor es de color blanco. Blanco y sin movimiento.
Mientras habla, Newman continúa pintando con grandes brochadas. Ahora también saca de su chaqueta un tubo de pintura blanca con la que aclara un poco la pintura azul. La mitad del ala ya es azul.
—Una mañana enloquecí. De repente me di cuenta de que todo a mi alrededor se movía. Las tazas de café se caían, los platos se rompían, los coches, tranvías y aviones se oxidaban y se desintegraban. Incluso el diamante más duro se desgastaba un poquito cada segundo. Una mañana la conciencia de que el mundo entero se mueve siempre y nunca está parado, me asaltó con tal fuerza en la mesa del desayuno que me caí literalmente de la silla y me quedé tumbado en el suelo de la cocina. Allí, en el suelo, decidí distanciarme de este mundo en constante movimiento. En mis cuadros me centraría en algo que no fuera del planeta tierra, con la esperanza de descubrir algo terminado, algo quieto. El ensalzamiento de lo terrenal, ya fueran manzanas, arco iris, toros o carreteras, se había acabado para mí. Quería alejarme del arte que se ocupaba de cosas quebradizas.
Con un tubo de pintura en una mano y una brocha en la otra, me pasé años buscando la salida del movimiento. Descubrí que el movimiento solo existe cuando se vive en un espacio temporal. Una cosa solo puede transformarse en otra cuando están presentes los tres elementos sagrados: pasado, presente y futuro. Sin tiempo la leche no puede convertirse en queso y el queso no puede convertirse en moho. Si quería pintar un cuadro donde no hubiera movimiento, tenía dos opciones. O bien pintar un cuadro en el que pudieran verse todo el pasado, todo el presente y todo el futuro a la vez, o bien buscar lo atemporal.
Ahora el color azul llega hasta aproximadamente un metro de mi ventanilla y Newman está de pie sobre la parte del ala que ya ha pintado. Veo que no deja ninguna huella en la pintura húmeda al pisarla.
—Mi padre y mi madre eran judíos, y para ellos Dios era una luz eterna en la atemporalidad. Ese lugar atemporal donde se encuentra Dios se llama Makón. Desde el Makón Dios contempla las cuatro dimensiones del mundo en su totalidad. El universo tiene un determinado número de metros de altura, un determinado número de metros de ancho, un determinado número de metros de profundidad, y el universo dura un número determinado de días. Nosotros percibimos siempre esa cuarta dimensión, el tiempo, en un pedacito que llamamos presente, pero el Dios judío observa de una sola vez todo ese tiempo y todo ese espacio desde su cómodo sillón de la atemporalidad. He intentado pintar un cuadro de ese sillón.
Pronto descubrí que imitar sillones de Dios de espacios atemporales con brochas, pinturas al óleo y lienzos es una tarea casi imposible. Un cuadro se detiene en algún momento. He retirado el lienzo del caballete y lo he extendido un par de metros, pero un lienzo de cinco metros no es un lienzo infinito y, por tanto, ningún cuadro atemporal. Podría haber hecho una pintura panorámica, pero esta se detiene en su parte superior e inferior. Podría haber utilizado el interior de una esfera, pero a la larga todas las esferas también se llenarían de polvo, se romperían y se verían presas del despiadado tiempo. Por tanto, bajo mi punto de vista, había fracasado. Por muchos cuadros que cubriese de grandes superficies rojas, negras, marrones o azules, finalmente todos esos cuadros permanecerían sujetos al tiempo y al espacio.
En 1970 me dio un ataque al corazón y morí. La verdad es que no me importó demasiado, porque, en cualquier caso, así se aplazaba un poco mi compromiso con el tiempo. Desde el momento en el que estaba muerto podía hacer experimentos que nunca pude hacer en vida. Así que lo que hago ahora no lo lamento como artista, y solo un poquito como persona. ¡Hasta la vista, señor!
Barnett Newman se despide y pinta con la brocha ancha toda mi ventanilla de azul. La pintura es del mismo color que el cielo que rodea el avión y no hay burbujas de aire ni suciedad. Cuando la ventana está cubierta de pintura miro al frente, a la pantalla con el avión y la línea de puntos. Debajo del avión sigue estando el azul del océano, pero ya no termina en los bordes de la pantalla. La pared donde está la pantalla se ha vuelto azul, exactamente del mismo tono que el de la pintura de la ventanilla. Miro a mi lado, pero el asiento con el hombre dormido se ha disuelto en azul. Los asientos que tengo enfrente se han disuelto en azul, la pared de la ventanilla es azul, el suelo es del mismo azul que el cielo. Me tapo los ojos con las manos, pero no veo nada. Tengo las manos y los brazos azul celeste. Cuando miro hacia la izquierda me doy cuenta de que Barnett Newman ha desaparecido. Todo mi alrededor es azul cielo, y en ese cielo aparece el alargado trazo blanco de un avión que se disuelve con lentitud hasta desvanecerse por completo.