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Published in edition #1 2017-2019

Hidro (fragmento)

Written in ES by Matías Candeira

—Nada como el hogar —dice Saúl, y uno a uno, se quita los anillos.  Ivanka camina hasta el centro del camarote y se queda quieta. Aún  esperará un poco. Le observa moverse junto a la cama, más rápido, para  que la luz roja suavice su corpulencia y su respiración se deje ir hacia el  sonido del océano. De hecho, ya ha orquestado la manera minuciosa de ir  espolvoreando el cuarto hasta crear pequeñas islas de sí mismo. Se ha des calzado rápido. La chaqueta cae blanda sobre el galán. Los gemelos dora dos y la pajarita van a la mesilla. Qué atento. Esos detalles la rodean. —Qué alivio librarse de esa gente —dice él—. Póngase cómoda.  Cuando ella camina suavemente hasta la puerta del aseo y se desa brocha la primera sandalia, deja que él la mire. Arde y se consume. Sabe lo  que está pensando. Quiere que se dé prisa. Seguramente, esperaba algo más  decidido por su parte, nuevas formas de deshacerse del vestido en la oscuri dad ahora que han conversado y han bailado hasta agotarse en el salón.  Pero en el fondo de sus ojos grasientos también crepita una figura pensada  mucho antes; lo que quiere que haga, sin oponerse; su boca roja abierta  para él, ofrecida. Que nos miren así, con la puerta bien cerrada de un cama rote, siempre esconde una invitación o una orden, su corte frío. Son indis tinguibles. Se quita la otra sandalia. Las deja colocadas al lado de la puerta.  Ella, ahora, ha elegido el otro camino.  
La lentitud.  
Los humanos la utilizan todo el tiempo.  
Ahora su sombra da rodeos en ese rojizo encharcado de la luz de la  lámpara. Tiene un tono casi de carne fresca, de transacción. ¿La de quién,  en realidad? Se suelta el pelo, y ese gesto se roza en él y le recorre hasta el co razón. Podría tomar un desvío en su elección: ser cómo las otras durante  un rato; aceptar ese dolor sordo, drenado de todo deseo; la vergüenza áspera de entregarse enseguida al que las ha conducido hacia el centro de su  poder. Recibirlo entre las piernas, dos, tres embestidas, y entonces decirle  su nombre al oído, un gran sorbo, como si lo quisiera o lo honrara. Podría,  sí. Sería sencillo sumar la servilleta o los pendientes a las ruinas de las que  han venido allí antes. Sería muy sencillo ser una mortal, con su mismo  cuerpo. Él ni siquiera ha pretendido borrar las huellas de las otras. Sobre la  mesilla de teca, ella descubre una horquilla para el pelo. 
Va hasta el escritorio, se sienta sobre él y, casi a horcajadas, se masajea  las piernas. Este juego es mejor, cerrado a la noche. Terminará donde  escoja. Y ella escoge los verbos con cuidado. 
—Me arden los tobillos, Saúl. Quizás en un rato le pida que me los  corte. 
—Vive usted bromeando, ¿eh? —dice él. Traga saliva, y su incomo didad crece—. ¿De dónde es?  
  
Ella deja las manos apoyadas sobre unos documentos con miles de  cifras. 
—¿Y si no soy de ningún sitio? 
—Entonces no podría haber nacido nunca, ¿no? 
—Ya no me acuerdo de ese día, Saúl. Está demasiado lejos. Pero  seguro que usted sí. 
Mueve la cara y siente cómo cruje su cabello hasta las puntas.  Desearía quitárselo, mostrarle de verdad cómo son sus verdaderas cabezas.  Los ojos caerían al suelo como hace la pintura. La piel se licuaría. Luego,  corretear hasta él. Le cogería del cuello y le haría mirar dentro de su verda dero estómago, esa flor negra. 
Pero no, todavía no.  
De espaldas, él camina descalzo hasta el otro lado de la cama y coge  el plato con las uvas negras. […] Al regresar hasta donde permanece sen tada, Saúl clava rápido los ojos en una de las uñas de su pie izquierdo: la  que es roma y marfileña, más gruesa. Una uña así podría cortarle cuando  enredaran sus cuerpos bajo la sábana. Ella sonríe un momento. Se la ha pin tado exactamente igual que las demás. Esto es ser coqueta para muchas de  sus mujeres. Arrasar toda marca de distinción con capas de pintura y per fume, y posar encima una historia en la que suena el viento muy al fondo,  falsa o verdadera, poco importa eso, pero con las espinas curvas de lo posi ble. Saúl guiña más los ojos, un poco más. Trata de distinguir esa uña ex traña en su pie de las otras. Son delicadas como alfileres dorados.  Ella estira la pierna hacia sus pantalones. 
—¿Algo que le interese? 
Él aparta la cara. Se ha sentado en la cama enorme y ha dejado un  hueco amplio a su derecha. Cuando se desabrocha el primer botón de la  camisa, la luz roja revela un pecho hundido con islas de vello grueso, anti guas punciones médicas y cicatrices. Incluso hace un movimiento ridículo;  esa asunción, casi agónica, de lo que no ha expresado. Dos palmadas en el colchón. 
—¿Va a leerme un cuento para niños esta noche? —dice Ivanka. —No pensaba. 
—Entonces deje de hacer eso. 
—¿A qué se refiere? 
—Su mano izquierda, Saúl. —Se suaviza el carmín del labio con el  dedo índice—. Me pregunto cuántos cuentos de reinos olvidados les ha  leído a sus hijas después de dar esa misma palmada. 
—Sólo la estaba invitando a sentarse aquí. Creo que estará más  cómoda. 
—Pero yo me siento donde me place. Ya debería saberlo. Páseme una  uva.
 

Se la arroja. Todavía va a jugar. 
—Me arden los tobillos, Saúl. Es insoportable. A veces me gustaría  tener las patas que tienen los insectos. 
Se masajea entre los dedos y las uñas en círculos, luego los gemelos,  el muslo. La suavidad de una llave diminuta. 
—¿Quiere que la ayude? 
Ella ni siquiera levanta la cabeza. 
—¿Le parezco alguien que necesite ayuda? No, cómase una uva de lante de mí. 
—¿Por qué me pide eso? 
—Si miramos a alguien comer, podemos saber más de esa persona.  Si disfruta, si es un mero trámite para sostener el cuerpo, o si está nervioso. La luz lo hace parecer demasiado hinchado, como si sus manos mu 
llidas sin anillos se hubieran vuelto inútiles de pronto. Resopla. Es pura  respiración de enfermedad. Su camisa está ungida con el sudor del baile.  Empieza a molestarle. 
—Yo no estoy nervioso. 
—Pues debería. Eso podría significar que no ha planeado nada de  esto. Que yo soy algo así como una epifanía de esta noche, la suya; que  nunca me olvidará. Pero tiene prisa. Eso es decepcionante. —Es posible.  
—Entonces es posible que yo me marche enseguida. O rechace su  invitación.  
Él deja las manos muertas sobre las rodillas. Gira la cabeza y se re cuesta en la cama. Sabe cómo decir lo que quiere decir. 
—Pero seguro que podemos arreglarlo, Ivanka. Siempre hay una  manera. 
Ella alza más la barbilla. Hace asomar la punta de la lengua de la  boca y la esconde y otra vez la hace salir. Se lo lleva dentro de su imagina ción, hacia la curva amarilla de un laberinto. El mar suena ahí fuera, lleva  su propio vestido negro. Escuchan el gruñido perfecto del gigante. 
—Me halaga cuando piensa que su dinero podría forrarme la piel — dice—. Demuestra que estamos llegando a un punto de cierto interés. —¿La he ofendido? 
—No. Eso sería pedir demasiado, Saúl. Pero al menos corrobora mi  teoría de la cena. Ha pasado de ser elegante, bien vestido y atento a ser  quien realmente es. 
Él aprieta los labios. 
—¿Y quién soy, según usted? 
—Alguien que echa el cerrojo muy a menudo. Eso le complace.  ¿Sabe una cosa? Ciertos hombres tienen detrás de los ojos un cable de es trangular. Otros un guante de terciopelo, o una tragedia pueril; o como usted, un fajo de billetes atados con una cinta. Todo depende del tiempo  que nosotras tardemos en responder como esperan. No existe el punto  medio. Ni siquiera es posible la farsa. 
Saúl se levanta bruscamente y posa la cabeza al lado de la suya. —Quiero tenerla —dice, susurrando. 
Ivanka se deleita husmeando cerca de su oído. 
—¿No hemos venido para eso? 
—De acuerdo —dice él—. ¿Y a qué hemos venido aquí exacta mente… —curva la últimas palabras a propósito—, señorita Ivanka?  —Dígalo. No es tan difícil. 
Él vuelve a apartar la cara, bruscamente. La luz le afila los pómulos  un instante. 
—Dígalo en voz alta, Saúl. Mire a su cortesana de una vez. —En todo caso, usted sería… 
—No, es usted el que está aquí para seguir el orden en que yo pongo  mis palabras.  
Él desenrosca torpemente el precinto metálico. No cede al princi pio. Con cuidado, saca hasta la mitad el tapón de la botella y la descorcha.  Ivanka extiende la mano hacia el centro de la luz, como si saliera de un limo  de barro y de sangre. En la palma, un insignificante círculo de piel se  hunde, muy despacio, y brota hasta coserse otra vez. Es la mano que crece ría dentro de un sueño. Él vuelve a guiñar los ojos. ¿Qué les sucede a las  uñas? No consigue ver nada.  
—Mi ofrecimiento sigue en pie —dice; ahora se da importancia mo viendo los brazos—. Con esos dos críos, tiene una gran responsabilidad.  En algún momento, todos necesitamos disponer de recursos para seguir  con nuestra vida, y que sea una vida buena, sin preocupaciones. Es sólo  ayuda. Nada mas. 
—¿Ayuda? ¿Así es como lo llama? —Ella sonríe como lo hace la  nieve, de madrugada.— Un hombre que ayuda a las mujeres. Acaba de em pezar a construir una historia, Saúl. 
—En fin, es una proposición más que razonable. Está sola. Piénselo. —Aprecio su forma de hacer negocios. Ahora sí está disfrutando. —Me parece que es demasiado negativa. ¿Por qué lo ve como algo  
vergonzoso? Los dos podemos sacar algo de esta noche tan agradable. —Como le he dicho, puedo ser lo que yo quiera. Una mujer. Un ne gocio. Una transacción de la carne. Un insecto. Yo puedo escoger. Usted…  no estoy tan segura. 
—¿Qué quiere entonces, si no es dinero? 
Inclina todo el cuerpo hacia él, hasta estar muy cerca. Le toca la me jilla. Saúl ha empezado a temblar. La espera le hace eso. 
—Dígame. ¿Qué es lo peor que ha hecho en este camarote?

Está tan inmóvil como un animal deslumbrado. Ivanka vuelve a reti rar el cuerpo. 
—¿Le gustan los cuchillos? —dice—. Déjeme apostar. 
Él, de pronto, sonríe.  
—Las navajas. Pero aquí no tengo ninguna. 
Ivanka balancea las piernas sobre el escritorio. Su crujido se propaga  por todo el cuarto.  
—¿Ni siquiera en uno de estos cajones? 
—Sabe lo que quiere saber antes de que yo se lo diga. 
—¿Y la ha usado? 
Él baja la cabeza. Su respiración indica que, tras hacerle la pregunta,  se ha enroscado en un secreto. Lo retuerce, pero no lo deja salir. —Bueno, era… Ella me lo pidió. Sólo era un juego. 
—Estamos perdiendo el tiempo. Todavía hace círculos para no mos trarse como realmente es. Mi interés por usted se pudre muy rápido.  —Le he hecho un ofrecimiento. Creo que he sido muy claro.  —También antes yo le he pedido algo muy concreto. Algo muy,  muy sencillo de cumplir. Pero me figuro que sucede a menudo. Mueve con  elegancia los cerrojos de la puerta, y aquí dentro sus acompañantes hablan.  Aunque usted, Saúl, se las imagina de rodillas, tal y como las trajeron al  mundo; esta vez sin dientes y sin lengua y sin conciencia alguna. ¿Todavía se acuerda de lo que le he pedido antes? ¿O no me estaba prestando aten ción? 
Él titubea cuando la respiración de ella crepita y es un pico helado,  un ojo abierto que le toca, como si casi al instante sus palabras se le hubie ran cosido a la tráquea. Da un trago al champán tibio, con un gesto de  amargor. Después arranca una uva del racimo y se la lleva a la boca. Finge  masticarla despacio. 
—No, Saúl. Las uvas se comen así.  
Ella se lleva una nueva hasta el primer diente, la abre por la mitad y  va sorbiendo del pellejo. 
—Como si el mundo ardiera hasta su corazón, y ésta fuera la última  cena entre dos personas, cuando la fruta fresca se ha terminado en la casa. Al acabar, se pasa la lengua por los labios. Si él está impaciente, o en fadado de verdad, esa urgencia se impone, hasta la humillación.  —Quizá por eso he subido aquí hoy —dice Ivanka—. Me gusta la  apariencia que tiene la vida de ustedes, los de aquí abajo. No su verdad, eso  no existe, sino una posible verdad que cuentan y cuentan y cuentan hasta  que no la distinguen de su propia vida.  
Se escucha gruñir desde muy dentro, con palabras nuevas que jamás  ha dicho antes. Suenan tan bien. Imagina esas vidas luminosas que podría  construir para otros. Dentro de una semana, cuando lleguen a puerto, la varse el cuerpo viejo con una limpieza más, deshacerse del pelo y del lunar  sobre el labio, cambiar la llama de su voz a otra, la de una niña.  —He pasado por lugares donde la fruta no crecerá jamás —dice—.  He abandonado casi muertos a varios como usted. Más elegantes, diría. —Pero su marido… 
—Ya me va conociendo. Una puede hacer variaciones infinitas sobre  aquella persona que dice ser. Quizás mi marido murió hace doscientos  años después de ser masticado por mí. O yo haya dormido junto a la sangre  de un enorme reptil y nos hayamos querido. O mis hijos no tengan la cara  que usted cree que tienen, su cara de verdad. —Ivanka cierra los ojos; le oye respirar y abrirse; su enfado al subir; la ira, en un tajo.— Cómase otra uva  —dice—. Quiero ver cómo se traga todo el racimo antes de probarme a mí.  No haremos nada hasta que no termine. 
El cuerpo de Saúl se queda rígido. Vuelve a mirarle la uña tan ex traña en el pie izquierdo.  
—Me estoy hartando de esto, señorita Ivanka.  
Ella baja del escritorio. Coge las sandalias y se dirige a la puerta. A su  espalda, la cama cruje con un gorgoteo, él también. Le siente al levantarse.  Su sonido al moverse hacia ella es el de los clavos cuando son arrancados de  la madera. El puño es un hachazo caliente en la mejilla derecha. Otro en el  ojo. Cae de rodillas al suelo. Caliente la sangre que le encharca la boca; ca liente otra vez cómo la patea en las costillas. Se oye crujir en el cuerpo de esa  mujer, desde muy dentro. Así es la vida secreta de los mortales. Hombres y  mujeres a solas, mirándose morir. Costillas que se parten.  
Lo escucha respirar con el agotamiento encendido de un caballo y  mascullar un insulto que roza la superficie de la luz, pero sin decirlo en voz  alta. No quiere gritar y atraer la atención de alguien ahí fuera. O quizás no  se reconoce. Ella se mueve hacia la puerta del aseo, adelante, un poco más.  No se resiste cuando él, bruscamente, con la forma de otro aullido, la arras tra del pelo hasta la cama. Otro puñetazo en la boca del estómago. Otro  más entre las piernas. Temblando, le rompe la parte baja del vestido, se lo  sube por encima de las caderas y se lo mete bien en la boca. Caliente cómo  le retuerce las muñecas en la espalda hasta que chilla. La falda le tapona la  garganta. Echa todo el peso sobre ella. Su mano le empuja la cabeza hasta  hundírsela contra el colchón; y entonces aprieta, aprieta más, y más, hasta  estar convencido de que la asfixia ya está cerca; y ella lo oye caliente y perro  otra vez, su otra mano, el botón de los pantalones al ceder, el roce del elás tico de la ropa interior. De pronto, él intenta esconder cómo le tiemblan las  piernas. Están frías. Otro rodillazo. 
—Cállate —dice.

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